lunes, 20 de abril de 2009

PERELMAN Lógica jurídica y Nueva Retórica

LA LÓGICA JURÍDICA Y LA NUEVA RETÓRICA Ch. Perelman

Introducción
Razonamiento designa, al mismo tiempo, una actividad mental y el resultado de esa actividad. El razonamiento, como resultado de la actividad intelectual puede estudiarse con independencia de sus condiciones de elaboración. Para lo cual hay que fijarse en la manera como ha sido formulado, el establecimiento de las premisas y de la conclusión, la validez del lazo que las une, la estructura misma del razonamiento y su conformidad con ciertas reglas o esquemas previamente admitidos.
El análisis de razonamientos explícitamente formulados en una determinada lengua fue emprendido de una manera sistemática en el Organón de Aristóteles, que distinguió unos razonamientos analíticos y otros dialécticos.
Los razonamientos analíticos son aquellos que parten de unas premisas necesarias o indiscutiblemente verdaderas y conducen, gracias a inferencias válidas, a conclusiones igualmente necesarias o verdaderas. Los razonamientos analíticos transfieren la necesidad o la veracidad de las premisas a la conclusión, siendo imposible que ésta no sea verdadera si se razona correctamente a partir de aquellas.

Si todos los B son C y todos los A son B, todos los A son C

La lógica que estudia las inferencias válidas, en virtud únicamente a su forma, se llama Lógica formal, porque la única condición que exige para garantizar la veracidad de la conclusión, si las premisas son ciertas, es que los símbolos A, B y C se reemplacen cada vez que se presenten, por los mismos términos.
Los razonamientos dialécticos, que Aristóteles examinó, se dirigen a guiar deliberaciones y controversias. Tienen por objeto los medios de persuadir y de convencer por medio del discurso, de criticar las tesis de los adversarios y de defender y justificar las propias con la ayuda de argumentos más o menos sólidos. ¿En qué difieren los razonamientos dialécticos de los analíticos, y el silogismo dialéctico, llamado entimema, del silogismo riguroso de la lógica formal?
En el entimema no se enuncia todas las premisas, y aquellas sobre las cuales se funda son sólo verosímiles o plausibles. Por lo demás, la estructura del razonamiento dialéctico es la misma del silogismo.
En el silogismo, el paso de las premisas a la conclusión es necesario, mientras que al pasar de un argumento a una decisión, no puede haber necesariedad, pues la decisión lleva consigo la posibilidad de otra manera, o incluso de no decidir. Siempre existe la posibilidad de transformar una argumentación cualquiera en un silogismo, añadiéndole una o varias premisas complementarias:
Este hombre es valiente, porque en una ocasión se condujo de manera valiente; este otro es cobarde, porque se ha conducido de manera cobarde. Nada más fácil que transformar este argumento, en principio discutible en un silogismo, cuya premisa mayor sería: todo hombre posee aquella cualidad que no dudamos en atribuir a sus actos.
Cuando se considera la lógica jurídica como “aquella parte de la lógica que examina desde el punto de vista formal las operaciones intelectuales de los juristas” , se corre el peligro de caer en un reduccionismo, que niega todo interés al argumento no necesario. No obstante, estoy de acuerdo con las conclusiones de Kalinowski: “A nuestro parecer, no hay más que una sola lógica, la lógica a secas. Por otra parte, entre las diferentes aplicaciones de las leyes y reglas lógicas universales, hay algunas hechas por juristas en el campo de un saber jurídico cualquiera. Es muy interesante y útil analizar las diferentes aplicaciones de las leyes y reglas lógicas universales en los diversos campos de los saberes jurídicos. Es curioso y esclarecedor examinar los hábitos jurídicos a los que se deben. Pero es vano tratar de estudiar una lógica jurídica en el sentido propio del término, ya que ésta no existe” .
Yo añadiría el calificativo de formal. No hay más que una lógica formal, a la que no hay que identificar con la lógica, pues ello conduciría indefectiblemente a tratar de reducir los razonamientos habituales de los juristas, tales como los razonamientos a pari, a contrario o a fortiori, a estructuras formales cuando se trata de algo completamente distinto.
La lógica jurídica está ligada con la idea que nosotros nos hacemos del Derecho, y se adapta a ella. Por esta razón la reflexión sobre la evolución del Derecho parece necesariamente previa, respecto del examen de las técnicas y razonamientos propios de esta disciplina que los juristas califican tradicionalmente como lógica jurídica.
Siendo casi siempre controvertido, el razonamiento jurídico, frente al razonamiento deductivo puramente formal, en contadas ocasiones puede ser considerado como correcto o incorrecto de una manera que sea, por decirlo así, impersonal.
Esto quiere decir que quien está encargado de tomar en Derecho una decisión, sea legislador, magistrado o funcionario, debe asumir su responsabilidad. Su compromiso personal es inevitable cualesquiera que sean las razones que pueda alegar a favor de sus tesis, pues son raras las situaciones en que las buenas razones que militan a favor de una solución, no quedan contrabalanceadas por las razones más o menos buenas que militan a favor de una solución diferente. La apreciación del valor de estas razones es lo que difiere de un individuo a otro, y lo que subraya el carácter personal de la decisión tomada.
A pesar de estas observaciones, que nos inclinan a reconocer la relatividad del razonamiento jurídico, hay que constatar que el Derecho ha estado dominado, durante siglos, por el ideal de una justicia absoluta, concebida a veces como algo de origen divino y otras como algo natural o racional. En esta perspectiva, el papel del jurista consistiría en preparar, por medio de sus reflexiones y de sus análisis, la solución más justa de cada caso concreto.
Sin embargo, su aplicación no deja de crear controversias, de suerte que la solución más justa resulta menos de la aplicación indiscutible de unas reglas indiscutidas y más de la confrontación de opiniones opuestas y de una subsiguiente decisión por vía de autoridad.
Constatamos que el derecho se elabora a través de controversias y de opiniones dialécticas o de argumentaciones en sentido diverso. Las razones presentadas tratan más bien, como en los diálogos platónicos, de colocar al adversario en mala postura, y demostrar que los argumentos de los que se había servido eran irrelevantes, arbitrarios o inoportunos, y que la solución que preconizaba era injusta o por lo menos no razonable .
La controversia tenía por objeto, en primer lugar, excluir algunos argumentos, mostrando que no eran pertinentes, y en segundo lugar eliminar algunas soluciones preconizadas por no ser razonables, sin imponer, sin embargo, necesariamente una determinado tipo de argumento o una única solución como necesaria.
Además de insertar el problema controvertido en una tradición atestiguada por una autoridad, poniendo en evidencia, la similitud del caso a juzgar con una decisión reconocida, o subsumirla en un texto legal que tratará de un caso de la misma especie. En virtud del argumento a similii o de la subsunción, se consideraba como justa una decisión que fuera conforme con la regla de justicia que exige un trato igual para casos esencialmente parecidos .
El juez, consciente de su responsabilidad, al tratar de justificar su decisión, sólo se siente seguro cuando la inserta en un conjunto de decisiones que él prolonga y completa, dentro de un orden jurídico formado por los precedentes y, en su caso, por el legislador.
El argumento a fortiori se apoya sobre la ratio decidendi o razón alegada para resolver el caso anterior de una manera determinada, fundándose igualmente en el espíritu de la ley. El argumento a fortiori pretende que la razón alegada a favor de una conducta o de una regla en un caso determinado, se impone con una fuerza todavía mayor en el caso actual. No es en sí mismo específicamente jurídico: Jesús recuerda a sus discípulos que Dios no deja de mirar por los pájaros del cielo, por lo tanto, no se desinteresará tampoco de la suerte de los hombres. Utiliza un argumento a fortiori. El razonamiento no tiene como punto de partida una decisión de justicia, no surge de la lógica jurídica, sino de la argumentación. Cuando se inserta el argumento a fortiori en un orden jurídico, permite guiar al juez y justificar su decisión.
El argumento a contrario se aplica, normalmente, a las mismas situaciones a las que a primera vista sería aplicable el argumento a simili. A este respecto hay que distinguir entre los casos en que estos argumentos se aplican a una regla y los casos en que se aplican a un precedente. Cuando se trata de una regla, el argumento afirma la aplicación, o no, a otros supuestos de hecho del mismo género, de lo que ha sido afirmado para un supuesto de hecho particular. Si una ley establece disposiciones relativas a los hijos herederos, en virtud del argumento a similii se les aplicarán igualmente a las hijas; mientras que en virtud del argumento a contrario se afirmará que estas disposiciones no se aplican a las personas del sexo femenino .
Aplicado al precedente, en virtud del argumento a similii se considerará que el caso actual es suficientemente parecido para que se aplique la ratio decidendi del caso anterior. Si esta aplicación aparece injustificada, en virtud del argumento a contrario se descartará la regla admitida para juzgar el caso anterior.
El arte de distinguir, tan característico de la argumentación escolástica, está también en la médula del razonamiento jurídico. Gracias a los argumentos a similii y a fortiori, el alcance de una decisión se extiende a otras; pero gracias al argumento a contrario ese mismo alcance se delimita, de manera que excluya la aplicación de las reglas de justicia a los casos distinguidos o diferenciados.
Así fue que surgieron las Equity Courts en Inglaterra, con la finalidad de poner remedio a las situaciones inicuas que se producían a causa de la aplicación rígida de la técnica del precedente.
Podemos concluir que la técnica del razonamiento utilizada en Derecho, no puede desinteresarse de la reacción de las consciencias ante la iniquidad del resultado al que el razonamiento lleva. Al contrario, el esfuerzo de los juristas, a todos los niveles y en toda la historia del Derecho, se ha dirigido a conciliar las técnicas del razonamiento jurídico con la justicia, o, por lo menos, con la aceptabilidad social de la decisión. Esta preocupación basta para subrayar la insuficiencia, en Derecho, de un razonamiento puramente formal, que se contente con controlar la corrección de las inferencias sin formular un juicio sobre el valor de la conclusión.
Santo Tomás, siguiendo a Aristóteles, oponía nítidamente los razonamientos dialécticos a los analíticos. Para el estagirita, la prudencia, virtud que aplica la razón práctica a los problemas sometidos a deliberación y a controversia, ‘carece de esencia en relación con la cual puede definirse y sólo puede remitirse a la existencia del hombre prudente como fundamento de todo valor. No es el hombre de bien quien tiene los ojos fijos en las ideas, sino que somos nosotros los que tenemos los ojos fijos en el hombre de bien’ .
Abelardo prefirió ver en la prudencia una ciencia, la ciencia del bien y del mal, que funda el juicio moral sobre la intención de la que la acción procede. Pretendía que, tras haber encontrado una definición de las virtudes y especialmente de la justicia, bastaba aplicar la definición a cada caso particular para sacar, mediante una simple deducción, la conclusión que se imponga. Encontramos aquí, el comienzo de una ciencia de lo justo, que trata de proporcionar los principios de una jurisprudencia universal y de un derecho natural aplicable en todos los casos, que se desarrollará con el progreso del racionalismo de inspiración matemática y que dominará en los siglos XVII y XVIII, que son por antonomasia los del triunfo de la “razón” en Occidente.
En la Roma de Cicerón, la clase de hombres más respetados era la de jurisprudentes, que con sus opiniones y sus consejos, ayudaban a los pretores en el ejercicio de las funciones judiciales de éstos.
Las categorías y las definiciones elaboradas por los juristas romanos, sus fórmulas y sus adagios, penetraron en el Derecho de los pueblos cristianos del continente europeo y permitieron acreditar la idea de que había unos principios de justicia racional, a los que debían recurrir todos aquellos que buscaran una solución justa. Los progresos efectuados a partir del siglo XVI por las matemáticas y sus aplicaciones, y la idea de que el mundo fue creado por Dios inspirándose en las matemáticas, sostuvieron las esperanzas de los que, preocupados tanto por el Derecho como por las matemáticas y la filosofía, se propusieron elaborar sistemas de jurisprudencia universal. Fueron pensadores que, permaneciendo cristianos, intentaron desde principios del siglo XVII hacer laico el derecho natural conservándolo como un sistema de derecho puramente racional. Este fue el ideal de Grocio, Pfudendorf, Leibniz y Christian Wolff.

Esta idea del Derecho Natural, se inspira en concepciones estoicas y remiten a un derecho ideal, que no es otra cosa que un sistema de moral universal , fundado sobre principios racionales, independientes en su formulación y validez del medio, tanto social como cultural, que les viera nacer y al que debían regir. Este sistema era el que había que enseñar en las Facultades de Derecho, para que quienes fueran encargados de elaborar y promulgar leyes positivas se apartaran lo menos posible del modelo enseñado.

A esta ideal de jurisprudencia universal, inspirado en el Derecho Romano y Canónico, en las construcciones de los filósofos racionalistas y en el Common Law, se opusieron tres tesis que aparecen unidas a los nombres de Hobbes, Montesquieu y Rousseau. Hobbes entiende el derecho no como expresión de la razón, sino como una manifestación de la voluntad soberana. En el Leviathan señala que el derecho natural es el que reina en la naturaleza, es la ley de la jungla, donde la lucha por la vida es constante: el estado de guerra permanente que se hace insoportable para los seres humanos. Para superarla, los hombres concluyen un pacto, por medio del cual deciden a la vez crear un Estado y poner su fuerza reunida a disposición del Soberano, que estará encargado de mantener la paz entre los ciudadanos y de protegerlos contra los ataques exteriores. Asimismo, renuncian a arreglar sus diferencias por medio de las armas y aceptan conformarse con las leyes que el Soberano establezca y haga respetarla por todos los medios que tiene en su poder.

Este soberano, que tiene un poder casi absoluto, es libre de elaborar sus leyes como bien le parezca, a condición de que no atenten, sin razón válida, contra la vida de los súbditos, ya que el temor a la muerte es la razón misma del pacto. Toda vez que el interés del soberano coincide con el de los súbditos, las leyes deberán velar por la protección de la vida y de los bienes de éstos, para que puedan dedicarse a sus ocupaciones privadas.
Esta idea, hace del Leviathan un ser sobrehumano creado por la voluntad de los hombres, un Dios terrestre que no deja lugar a ningún abuso, decidiendo lo justo y lo injusto en interés de sus súbditos. Adquiere la justicia, de esta forma, un sentido preciso gracias al derecho positivo, que determina los derechos y las obligaciones de cada uno.
Antes del estado de sociedad, la idea de justicia carecía de contenido. Recién con la creación del estado nace el derecho y la justicia que se pueden definir como conformidad con la voluntad del soberano, que se manifiesta a través de leyes y de los reglamentos.
Montesquieu no rechaza la idea de una justicia objetiva, que se define en la célebre carta a Rhedi como “una relación de conveniencia que se encuentra realmente entre dos cosas” . Luego recoge esta idea en El Espíritu de las Leyes: “Decir que no hay nada de justo y de injusto más que lo que ordenan o prohíben las leyes positivas es lo mismo que decir que antes de que se haya trazado un círculo todos los radios no eran iguales. Hay que confesar que existen relaciones de equidad anteriores a las leyes positivas que las establecen”.
El papel del legislador consiste de este modo en hacer positivas, promulgándolas, las relaciones de justicia que la razón de cada uno no puede por menos de percibir sin que se pueda obstaculizar por los intereses particulares. Esto así, nada más peligroso que la concentración de todos los poderes en uno, pues entraña el riesgo de que se impongan unas leyes que no busquen proclamar lo que es justo, sino que traten de considerar como legal lo que favorece a sus propios intereses o lo que refuerza su propio poder. Para evitar un abuso semejante, preconiza como idea la doctrina de la separación de poderes.
Excluye la realización de la jurisprudencia universal porque El espíritu de las Leyes trata de las relaciones que éstas deben tener con la constitución de cada gobierno, las costumbres, el clima, la religión, el comercio, etc, poniendo de manifiesto que existe una relatividad de las leyes, en su medio y en su época, y una dependencia de las condiciones político-sociales y culturales, a las que deben adaptarse. Sin embargo en la concepción de Montesquieu, las leyes son más expresión de la razón, que de una voluntad soberana.
En cuanto a los jueces, estos no han de ser otra cosa que la boca que pronuncia las palabras de la ley, unos seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza, ni el rigor de aquellas .
Rousseau se inspira en Hobbes, pero no identifica al Soberano con un Monarca todopoderoso, sino con la nación, con la sociedad política organizada, cuya voluntad general, opuesta a las voluntades particulares de los ciudadanos, decide sobre lo justo y lo injusto, promulga las leyes del Estado y designa a los que habrán de ejecutar la voluntad de la nación, administrar el Estado y hacer justicia. Los poderes de la Nación soberana no tienen porque quedar limitados, ya que la voz del pueblo es la voz de Dios, siempre que se de esta doble condición: a) que no haya sociedad parcial en el Estado y que cada ciudadano opine sólo según el mismo; y b) que esta voluntad no concierna a intereses particulares, sino que sea movida por el interés general.
Combinando estas tres ideas, la Revolución Francesa identifica el derecho con el conjunto de las leyes, expresión de la soberanía nacional, y el papel de los jueces se reduce al mínimo, en virtud del principio de la separación de poderes. Juzgar será solamente aplicar el texto de la ley a las situaciones particulares, en virtud de una decisión correcta y sin recurrir a interpretaciones que pongan en peligro de deformación la voluntad de legislador.
Para los casos raros, no podían hacer reglamentos, sino que se dirigirán al cuerpo legislativo siempre que sea necesario interpretar una ley o hacer otra nueva.
Tras el fracaso de este recurso, en el Código de Napoleón se dispuso, en su Art. 4: “El Juez que rehúse fallar so pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley podrá ser perseguido como culpable de denegación de justicia”.
Portallis admitía que, en materia penal, a falta de una ley que justifique la condene se absuelva al acusado, pero sostenía que era imposible, en materia civil, que el legislador lo prevea todo. Cuando la ley es clara, hay que seguirla; cuando es oscura, profundizar su estudio; si la ley falta, hay que consultar los usos o la equidad. La equidad es un retorno a la ley natural ante el silencio, la oposición o la oscuridad de las leyes positivas .
El Estudio de la lógica jurídica supone trazar, primero, la evolución histórica reciente del pensamiento jurídico desde los comienzos del siglo XIX (primera parte), antes de presentar de manera sistemática las técnicas de razonamiento de la nueva retórica y la puesta en práctica de la argumentación en derecho (segunda parte).

Primera Parte:
Teorías relativas al razonamiento judicial, especialmente en Derecho Continental, desde el Código de Napoleón hasta nuestros días.

Desde que en 1790 se instauró la obligación de motivar las decisiones judiciales, las mejores muestras de lógica jurídica se encuentran en la motivación de los tribunales. A este respecto podemos distinguir tres grandes períodos: el de la Escuela de la Exégesis, que terminó alrededor de 1880; el de la Escuela Funcional y Sociológica, que llega hasta 1945; y el tercero que, influido por el proceso de Nuremberg, se caracteriza por una concepción tópica del razonamiento judicial.
I.- La Escuela de la Exégesis
La Escuela de la Exégesis pretendió realizar el objetivo que se propusieron los hombres de la Revolución, consistente en reducir el derecho a la ley, y más especialmente, el Derecho Civil al Código de Napoleón.
No era esta la concepción de ninguno de los juristas formados en el Siglo XVIII, para quienes el derecho natural era el telón de fondo del derecho positivo. En igual sentido Ihering, varios años antes que Geny, propugnaba una concepción funcional del derecho. Las técnicas de razonamiento de la Escuela se fundamentaban en que los Códigos no dejaban nada al arbitrio del intérprete y solo en casos completamente excepcionales la ley es verdaderamente insuficiente.
Esta concepción, fiel a la concepción de la separación de poderes, identifica el derecho con la ley y encarga a los tribunales la misión de establecer los hechos de los que las consecuencias jurídicas derivarán, teniendo a la vista el sistema del derecho en vigor.
En esta visión legalista, en que la pasividad del juez satisface la necesidad de la seguridad jurídica, se produce una aproximación entre el derecho y las ciencias. El derecho es un dato que debe ser conocido por todo el mundo de la misma manera.
Es menester que la justicia tenga los ojos vendados y que no vea las consecuencias de lo que hace: dura lex sed lex. Aquí vemos una tentativa de aproximar el derecho a un cálculo: no estamos a merced de los hombres, sino al abrigo de unas instituciones más o menos impersonales.
Una vez establecidos los hechos, basta formular el silogismo judicial, cuya premisa mayor debe estar formada por las reglas de derecho apropiadas, y la menor, por la comprobación de que se han cumplido las condiciones previstas en la regla, de manera que la decisión viene dada por la conclusión del silogismo.
La doctrina debía limitarse a transformar el conjunto de la legislación en vigor en un sistema de derecho, a elaborar una dogmática jurídica que suministre al juez y a los juristas un instrumental lo más perfecto posible, que comporte el conjunto de reglas de derecho de las que haya que sacar la premisa mayor del silogismo judicial. Para cada situación que dependa de la competencia del juez, necesariamente, tiene que haber una regla de derecho aplicable.
De acuerdo con el citado Art. 4 del Código de Napoleón, se trata al derecho como un sistema completo, sin lagunas ni antinomias. Ante un sistema como este, el papel del juez es conforme con la misión que se le encarga: establecer los hechos de la causa y sacar de ellos las consecuencias jurídicas que se impone, sin colaborar en la elaboración de ley. En esta perspectiva, los juristas de la Escuela de la exégesis se consagraban a su tarea de tratar de limitar el papel del juez al establecimiento de los hechos y a la subsunción de los mismos bajo los términos de la ley.
Examinemos un procedimiento de razonamiento utilizado por un juez para cumplir su misión:
Asimilamos su acción a la de un detective que se esfuerza por reconstruir el pasado tal como fue. Por ello importa insistir en las diferencias que distinguen el razonamiento del juez, sometido a las reglas del derecho procesal, del razonamiento del investigador, cuyas únicas preocupaciones son de orden científico y buscan el establecimiento de la verdad objetiva .
Estudiando la historia de la prueba judicial se observa que, ésta era provista por las ordalías consideradas como un juicio de Dios; pasando luego a que los hechos debían atestiguarse por el juramento de una de las partes, acompañado de otras personas que juraban con él. A partir del siglo XIII la confesión ha sido la que más confianza inspiraba, hasta que se generalizó la tortura.
Es el demandante o acusador quien debe probar lo que alegue. Decrece el valor del juramento, aumentando a la importancia del testimonio, pero limitando su función a lo que los testigos han visto u oído por sí mismos. A partir de la Ordenanza de Moulins de 1667, la máxima de que los testigos aventajan a los documentos, se reemplaza por la interdicción de testimoniar contra lo escrito.
En el Siglo XVIII, bajo la influencia de los escritos de Beccaria, sobre todo en Derecho Penal, se hace depender cada vez más la prueba de la íntima convicción: “La ley no pide cuenta a los jurados de los medios a través de los cuales logran su convicción; les ordena que se interroguen a sí mismos en el silencio y recogimiento, y que busquen, en la sinceridad de su conciencia, que impresión han hecho sobre la razón de las pruebas aportadas. ¿Tiene Ud. una íntima convicción?”
El juez debe esforzarse por establecer, o entender como establecidos los hechos de los que derivan las consecuencias jurídicas, tomando en consideración la ley o la convención, que si no contiene ninguna cláusula moral o ilícita, constituye la ley de las partes. No hay por qué perder el tiempo con lo que es notorio, objeto de conocimiento o una experiencia general, en aquello que el juez está dispuesto de antemano a admitir, ni en los hechos no discutidos, ni tampoco con lo que las presunciones legales consideran como probado, cuando el adversario no ha tratado de suministrar la prueba en contrario.
Es preciso establecer una distinción fundamental entre la simple descripción de los hechos y su calificación jurídica. Como lo que le interesa al juez es la aplicación de las reglas jurídicas a los hechos calificados, de modo que pueda sacar de ello las consecuencias previstas por el derecho en vigor, el examen previo y la descripción de los hechos se orienta a través del paso más o menos inmediato y más o menos difícil de los hechos establecidos a su calificación. El juez se interesa por aquellos detalles que permiten o impiden la aplicación de una regla de derecho, que, en principio, en el sistema de derecho continental es el texto de una ley o la cláusula de una convención establecida entre las partes.
Frecuentemente el paso de la descripción a la calificación no se produce por sí solo, ya que las nociones bajo las cuales se trata de subsumir los hechos pueden ser más o menos vagas o imprecisas, y la calificación de los hechos puede depender de la determinación de un concepto o resultar de una apreciación o de una definición previa.
Si un letrero indica que está prohibido entrar con un perro, debe permitirse el ingreso con un oso domesticado?
En la tradición de la Escuela de la Exégesis, las nociones de “claridad” e “interpretación” son antitéticas, interpretatio cessat in claris. Mas ¿cuándo se dirá de un texto que es claro? ¿Podremos pretender que un texto es claro cuando a cada uno de sus términos corresponde una única idea y la construcción gramatical de la frase no da lugar a ninguna ambigüedad, de modo que toda persona razonable debe comprender el texto del mismo modo?
Concretamente, cuando se trata de un texto redactado en lengua ordinaria, decir que el texto es claro es subrayar el hecho de que en el caso concreto no ha sido discutido. El texto será claro porque no es objeto de interpretaciones divergentes y razonables. Para la escuela de la Exégesis el papel del juez es idéntico al del historiador del derecho, que trata de dilucidar lo que en verdad pasó en el momento de la discusión y de la votación de una ley, y no buscar la interpretación más razonable, la que permita la mejor solución o la más equitativa del caso concreto conforme al derecho en vigor.
El Procurador General del Tribunal de casación de Bélgica dijo: “El Tribunal de Casación se creó para controlar todos los juicios en que los jueces hayan cometido cualquier exceso y hayan hecho algo que no sea juzgar los litigios particulares conforme a las directivas particulares conforme a las directivas generales que la nación les ha dado a través del órgano del poder legislativo. Tal es todavía hoy la misión de la Corte de Casación. Su misión es defender la obra del legislador contra la rebelión de los jueces y mantener la unidad de la legislación mediante la uniformización de la jurisprudencia”.
Queda el derecho así, reducido a una entidad casi mística, que es la Ley como expresión de la voluntad nacional. El juez está obligado, siempre que se sea posible, es decir en la mayor parte de los casos, a emitir su juicio conforme a la ley, sin tener que reparar en el carácter justo, razonable o aceptable de la solución propuesta. Solo en los excepcionales casos de antinomias y de lagunas tiene un papel más activo, pues debe eliminar unas y llenar otras, pero siempre motivando sus decisiones refiriéndose a textos legales.
Habrá antinomia, cuando, en referencia a un caso concreto, existan dos directivas incompatibles, a las cuales no sea posible ajustarse simultáneamente porque la o las normas a cuya aplicación conduce, en la situación dada, es incompatible. El problema de las antinomias se plantea con toda agudeza cuando dos normas incompatibles son igualmente válidas y no existen reglas generales que permitan, en el caso concreto otorgar prioridad a una u otra.
En 1951 el Tribunal Correccional de Orléans tuvo que resolver una antinomia a propósito de las acciones penales contra un curandero. Los curanderos son numerosos en Francia, hasta tal punto, que se les sometía especialmente a una licencia en calidad de tales, pues les eran aplicables como a toda persona que ejerce por su cuenta una actividad a título lucrativo, sin que haya lugar a investigar si esa profesión se ejerce en contravención de las leyes que la rigen.
Un curandero, que no tenía el diploma de médico, tomaba parte habitualmente, a veces incluso en presencia de un galeno, en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades y de afecciones operables quirúrgicamente o adquiridas, reales o supuestas, por medio de actos personales previstos en una nomenclatura. Acusado por ejercicio ilegal de la medicina, reconoció los hechos, alegando en su defensa que había cuidado y sanado a enfermos en peligro de muerte, frente a los cuales los médicos no podían hacer nada. El curandero sostenía que poseía el poder de curar, y en consecuencia tenía del derecho e incluso la obligación de intervenir, pues el Código penal en su artículo 63 párrafo 2, considera delito la omisión de asistencia frente a un peligro de cualquier muerte, por lo tanto cualquier persona puede estar sometida a esta obligación, y dado que él era conocedor de su poder de curar, debía ponerlo en practica si quería escapar al rigor de la ley. La sentencia reconoció que nada se le podía reprochar por charlatanería.
Evidente contradicción entre las reglas que prohíben a una persona que no es médico inmiscuirse en los actos de la profesión y las disposiciones que obligan a toda persona a prestar asistencia a un tercero en peligro. Conflicto entre la abstención y la acción.

II. Las concepciones teleológica, funcional y sociológica del derecho.
En la segunda mitad del siglo XIX, como prolongación de los esfuerzos de la escuela histórica de Savigny, el estudio histórico del Derecho Romano, tal como lo acometió Ihering, condujo a un cambio de perspectiva y a una visión funcional del derecho. Según esta concepción, el derecho es un medio del que el legislador se sirve para alcanzar unos fines y para promover unos determinados valores. Para lo cual no cabe contentarse con enunciar sus fines o señalar los valores, pues así se introduciría en el derecho una imprecisión y una inseguridad inadmisibles, sino que debe formular, con cierta precisión, reglas de conducta que indiquen lo que es obligatorio y lo que está permitido o prohibido, para alcanzar aquellos fines y realizar aquellos valores. El juez no puede contentarse con una simple deducción a partir de textos legales. Debe remontarse desde el texto a la intención que guió su redacción, a la voluntad del legislador, e interpretar el texto conforme a aquella voluntad. Pues lo que cuenta es el fin perseguido, el espíritu más que la letra de la ley.
El papel de la doctrina es más bien la investigación teórica de la intención que presidió la elaboración de la ley, tal como se manifestó en los trabajos preparatorios. Reglamento que prohíbe a los vehículos ingresar en un parque público: Si un agente de policía está apostado a la entrada a fin de cuidar su observancia, debe prohibir el ingreso de una ambulancia que va a buscar a la víctima de un accidente? Si bien el reglamento no prevé ninguna excepción, no es posible excluir la posibilidad de casos de fuerza mayor o de situaciones especiales respecto de los cuales se debe admitir una derogación. Este ejemplo nos muestra lo que puede tener de ambiguo el recurso a la voluntad del legislador como medio para interpretar un texto legal. ¿Se trata de una voluntad expresada claramente? Al invocar la voluntad de legislador, nos referimos a una intención presumida e incluso a veces enteramente ficticia, que es atribuida a un legislador razonable.
El Profesor Tarello ha examinado trece tipos de argumentos que permiten interpretar los textos en función de la intención que se atribuye al legislador . Estos no derivan de la lógica formal, pues no conciernen a la forma, sino a la sustancia y a la materia del razonamiento.
Son los siguientes:
I.- El argumento a contrario.
Dada una determinada proposición jurídica, que afirma una obligación, a falta de una disposición expresa, se debe excluir la validez de una proposición jurídica diferente que afirme esta misma obligación con respecto a cualquier otro sujeto: Si los jóvenes que llegan a los 20 años, tienen que cumplir el servicio militar, se sacará la conclusión contraria de que las jóvenes no están sometidas a la obligación.
II.- El argumento a similii o argumento analógico.
Dada una proposición jurídica que afirma una obligación jurídica relativa a un sujeto o a una clase de sujetos, esta misma obligación existe respecto de cualquier otro sujeto o clase de sujetos, que tenga con los primeros una analogía bastante para que la razón que determinó la regla relativa al primer sujeto sea válida respecto del segundo: En el caso de la prohibición del perro, que se aplica también a cualquier otro animal que sea igualmente incómodo
III.- El argumento a fortiori.
Pueden distinguirse dos formas, que son el argumento minor ad maius (que se aplica a una prescripción negativa: si está prohibido lastimar, esta prohibido matar) y a maiore ad minus (que se aplica a una prescripción positiva: quien puede lo más, puede lo menos). Es un procedimiento discursivo conforme al cual, dada una proposición normativa, que afirma una obligación de un sujeto, hay que concluir la validez y la existencia como disposición jurídica diferente que afirma esta obligación que está en estado de merecer, con mayor razón que los primeros, la calificación normativa que la primera disposición concedía a estos.
IV.- El argumento a completudine.
Puesto que no se encuentra una proposición jurídica que atribuya una calificación jurídica cualquiera a cada sujeto, por referencia a cada comportamiento materialmente posible, se debe concluir en la existencia y en la validez de una disposición jurídica, que atribuya a los comportamientos no regulados de cada sujeto una clasificación normativa especial: o siempre indiferentes o siempre obligatorios, o siempre prohibidos o siempre permitidos. Se funda en la idea que todo sistema jurídico es completo y debe contener una regla general concerniente a todos los casos que no estén regulados por disposiciones especiales.
V.- El argumento a coherentia.
No se puede regular una misma situación de dos maneras incompatibles, de manera que existe una regla que permite descartar una de las dos disposiciones que provocan la antinomia.
VI.- El argumento psicológico.
Consiste la investigación de la voluntad del legislador concreto por medio del recurso a los trabajos preparatorios
VII.- El argumento histórico.
Supone que el legislador es conservador y que permanece fiel a la manera mediante la cual quiso regular una determinada materia, a menos que se hayan modificado expresamente los textos legales
VIII.- El argumento apológico.
También llamado de reducción al absurdo. Supone que el legislador es razonable y que no hubiera podido admitir una interpretación de la ley que conduzca a consecuencias ilógicas o inicuas
IX.- El argumento teleológico
Concierne al espíritu y a la finalidad de la ley, que no se reconstruye a partir del estudio concreto de los trabajos preparatorios, sino a partir de consideraciones sobre el texto mismo de la ley.
X.- El argumento económico.
Hipótesis del legislador no redundante, que afirma que se debe descartar una interpretación cuando, si se admitiera, el texto se limitaría a repetir lo que resultaba ya de un texto legal anterior y sería por eso mismo superfluo.
XI.- El argumento ab ejemplo.
Permite interpretar la ley conforme a los precedentes, a una decisión anterior y a la doctrina generalmente admitida.
XII.- El argumento sistemático.
Parte de la hipótesis que el derecho es algo ordenado y que sus diferentes partes constituyen un sistema, cuyos elementos pueden interpretarse en función del contexto en que se insertan
XIII.- El argumento naturalista.
Hipótesis de que el legislador extrae sus conclusiones del hecho de que, en una situación dada, es inaplicable un texto de la ley porque su aplicación se opone a la naturaleza de las cosas.
La concepción funcional del derecho ve en éste, un medio para la obtención de un fin buscado por el legislador, comprendiéndoselo en relación con el medio social en el que es aplicable. ¿Qué ocurriría entonces si este medio se transforma bajo el influjo de novedades técnicas o de cambios en las costumbres o en los valores? La respuesta no puede ser general, pues se comprende que en algunos casos, como el derecho penal y el derecho fiscal, el juez sea más conservador que en otros.
Esto plantea una cuestión fundamental: ¿en qué medida es tarea más del juez que del legislador adaptar los textos legales a las necesidades sociales? Con gran frecuencia el juez continental distingue nítidamente entre la legislación en vigor y la legislación deseable y se arroga los poderes del legislador. Sin embargo, cuando la situación jurídica se hace insoportable y se ve claro que la reforma por vía legislativa es muy difícil, para poner algún remedio, a veces se lo ocurre acudir a mecanismos específicamente jurídicos como las presunciones y las ficciones.
Existen presunciones legales iruis tantum que admiten prueba en contrario, y que por esta razón surgen en el campo de la prueba. También existen las presunciones iure et de iure, que equivocadamente han sido asimiladas a las ficciones, pues con aquellas se crea una regla de derecho nueva, que extrae unas determinadas consecuencias jurídicas de un estado de hecho dado. La coincidencia con la verdad no está excluida en absoluto, como sí lo está en cambio en la ficción.
La ficción jurídica es una calificación de los hechos que es contraria siempre a la realidad jurídica. Si la realidad se encuentra determinada por el legislado, su decisión, cualquiera que sea, no constituye nunca una ficción jurídica, aunque se aparte de la realidad del sentido común.
El recurso a las ficciones jurisprudenciales es muy frecuente en derecho penal cuando el jurado quiere evitar la aplicación de una ley que encuentra injusta, por lo menos en las circunstancias concretas del caso.
En Inglaterra se consideraba que todo robo superior a 40 chelines era un crimen mayor, por tanto, los jueces consideraban que como máximo, todo robo era de hasta 39 chelines, para no tener que aplicar la pena de muerte. Hasta que en un proceso se evaluó en 39 chelines el robo de 10 libras esterlinas, que eran exactamente 200 chelines. La ficción estalló y se tuvo que modificar la ley.
La obligación de recurrir a la ficción es significativa, pues indica que la realidad jurídica constituye un freno inadmisible para una buena administración de justicia. El recurso a la ficción jurisprudencial es la expresión de un malestar, que desaparece gracias a la intervención del legislador o a una interpretación de la ley que tenga en cuenta la modificación de la ideología jurídica. Cada vez más estamos abandonando la idea de que el derecho se limita a la ley estricta. Nos encontramos ya en la tercera fase de evolución del pensamiento jurídico posterior al Código de Napoleón.
Recurrir a la ficción es una revuelta contra la realidad jurídica, es la revuelta del que cree que no tiene las condiciones necesarias para modificarla, pero que se niega a someterse a ella, porque le obligaría a tomar una decisión injusta.
Para poner fin a ello, la manera más conforme con la tradición que somete el poder judicial la legislativo, sería modificar los textos legales; aunque los tribunales pueden igualmente ponerle fin reinterpretando los textos y saliendo de la ideología positivista y legalistas del derecho, según la cual el derecho es la expresión de la voluntad de la nación, de la cual el legislador es el único portavoz calificado en virtud de la doctrina de la separación de poderes.

III.- El razonamiento judicial después de 1945
Las concepciones modernas del derecho y del razonamiento judicial después de la segunda guerra mundial, constituyen una reacción contra el positivismo jurídico y sus dos sucesivos aspectos: la Escuela de la Exégesis y la concepción analítica del derecho, y la Escuela funcional o sociológica, que interpreta los textos legales en función de la voluntad del legislador.
Hans Kelsen presenta al derecho como un sistema jerarquizado de normas en el que la inferior se deduce por medio de la determinación de las condiciones según las cuales puede autorizarse la creación de normas inferiores, dependiendo la eficacia del sistema, de la adhesión que se presupone a una norma fundamental, que será la constitución originaria.
En la concepción de Kelsen se han modificado ligeramente las relaciones entre voluntad y razón, características del pensamiento del siglo XVIII, según el cual la ley es la expresión de la voluntad de la nación, y el juez el que dice el derecho en un supuesto particular: es la razón lógica y puramente deductiva.
Kelsen reconoce que la indeterminación del cuadro legal dentro del cual el juez ejerce su actividad, le da ocasión, no sólo para deducir la solución concreta a partir de una regla general, sino también para proceder libremente a una interpretación de la ley, que resulta de una opción ejercida por su voluntad. El juez remata el diseño que la ley presenta antes de hacer de él la premisa mayor del silogismo judicial. Al proceder de esta forma, pasando de la norma general a la decisión judicial, que constituye una norma particular, actúa como un administrador, encargado de su función, que la ejerce del mejor modo posible al tener en cuenta consideraciones de oportunidad.
La concepción teleológica y funcional del derecho que acabó con la Escuela de la Exégesis, se ha desarrollado al mismo tiempo que la sociología jurídica. La consecuencia que trajo fue la reducción del derecho a la sociología, como si la elaboración de las reglas de derecho fuese un fenómeno natural al cual le fueran extrañas la voluntad y las aspiraciones de los hombres.
Con el advenimiento de un estado criminal como el Nacional Socialista Obrero Alemán, incluso a positivistas probados como Radbruch les fue imposible seguir defendiendo la tesis de que “la ley es la ley”, y que el juez debe ajustarse a ella en todo caso. Después de 1933 se demostró que no se podía identificar el derecho con la ley.
Hay principios que aunque no constituyan objeto de una legislación expresa, se imponen a todos aquellos para quienes el derecho no es sólo expresión de la voluntad del legislador, sino de los valores que tiene por misión promover, entre los cuales figura en primer plano la justicia.
El juez no puede conformarse con motivar su decisión de una manera aceptable; debe apreciar también el valor de esta decisión y decidir si le parece justa, o, por lo menos, razonable.
¿Es libre el juez para hacer conocer su apreciación subjetiva de lo justo y lo injusto, cualquiera que sea la inspiración que tenga y para motivar su decisión en consideraciones morales, políticas y religiosas, para cumplir de manera satisfactoria la misión que le ha sido confiada? ¿Puede dejar de lado la ley y pretender que cumple, sin embargo, su misión de decir el derecho? El Presidente del Tribunal de primera Instancia de Chateau-Thierry entre 1889 y 1904 decía que sí. Él quería ser el “buen juez, favorable a los pobres y severo con los privilegiados”. No se preocupaba ni de la ley, ni de la jurisprudencia, ni de la doctrina, y se comportaba como si fuera la encarnación del derecho.
Cualquier litigio cuya solución dependa de una cuestión de derecho, enfrenta a unos adversarios que defienden sobre el punto tesis diametralmente opuestas. La afirmación de que tal tesis es preferible en derecho, supone la existencia de un orden jurídico, pues de otro modo sería imposible motivar de una manera jurídicamente válida la parte dispositiva del fallo.
Después de la segunda guerra mundial y de los juicios de Nüremberg comprobamos que los tribunales invocan, cada vez con más frecuencia y cada vez de una manera más paladina, principios generales del derecho que son comunes a todos los pueblos civilizados.
¿Se trata de un retorno al derecho natural clásico? Yo diría más bien que es un retorno a la concepción de Aristóteles, que afirmaba la existencia, al lado de las leyes especiales, de un derecho general, constituido por “todos los principios no escritos que se consideran reconocidos en todas partes” .
“Los principios generales del derecho tienen valor de derecho positivo. Su autoridad y su fuerza no derivan de una fuente escrita. Existen fuera de la forma que les dé el texto cuando éstos se refieran a ellos. El juez los declara. Comprueba su existencia. Y esto permite decir que la determinación de los principios generales del derecho no autoriza una libre investigación científica. Se forman fuera del juez, pero, una vez formados, se imponen al juez y el juez está obligado a asegurar el respeto que los principios reclaman” .
El ejemplo más indiscutido de un principio general unánimemente respetado es el del derecho de defensa. Sin embargo hay otros que no se refieren a la idea de justicia, sino a principios fundamentales de derecho público, tales como es la permanencia del Estado y la continuidad de los poderes constituidos.
Puede ser característica una sentencia dictada después de la primera guerra mundial.
Durante la misma, Bélgica (Monarquía parlamentaria) fue ocupada casi enteramente por el ejército alemán. El Rey y el ejército se encontraban en El Havre, por lo que el poder legislativo era ejercido en exclusiva por el Rey, en forma de Decretos-Leyes.
Si la teoría de Kelsen fuese conforme a la realidad, y si el texto constitucional debía constituir la norma fundamental del derecho belga, se tendría que haber decretado la inconstitucionalidad de los Decretos-Leyes. Sin embargo no se dudó en afirmar que precisamente “en aplicación de los principios constitucionales, el Rey, que durante la guerra se había quedado como único órgano del poder legislativo, que había conservado su libertad de acción, adoptó las disposiciones con fuerza de ley que demandaban imperiosamente la defensa del territorio y los intereses vitales de la nación.
En el caso concreto la letra de la Constitución resultaba sobrepasada por una serie de principios axiomáticos de Derecho Público:
a) Jamás ha quedado en suspenso la soberanía de Bélgica
b) Una nación no puede quedarse sin gobierno
c) No es posible un gobierno sin ley, es decir, sin poder legislativo.
De lo cual se desprende la necesidad de que legislara solamente el Rey, cuando las cámaras se encontraban impedidas para cumplir su función. Se han elaborado diversas teorías para relativizar algunos textos e impedir su aplicación en los casos contemplados por ellos. Tal es la teoría del abuso del derecho.
“En numerosos casos, escribe Josserand, la falta cometida por el titular consiste en haber utilizado su derecho de manera dañosa para otro y sin interés apreciable para sí mismo. Por ejemplo un propietario que pudiendo elegir entre diferentes maneras de ejercitar su derecho, opta, sin obtener de ello ningún beneficio personal, por el modo ejecución más desfavorable para su entorno” . El contenido técnico del derecho por sí solo no basta para determinar la licitud de las actividades humanas. La conformidad exterior con las leyes no agota la obra de la justicia” .
El Art. 544 del Código Civil Belga define la propiedad como “el derecho de gozar y disponer de las cosas de la manera más absoluta siempre que no se haga de él uno prohibido por las leyes y por los reglamentos”. Sin embargo, la teoría del abuso del derecho insiste en que los derechos subjetivos no se pueden ejercitar de una manera que sea contraria al interés general. Al exigir que el derecho de propiedad no se ejercite de manera que, sin utilidad para el propietario, sea perjudicial para otro, la doctrina y la jurisprudencia introducen una limitación del derecho de propiedad, que no estaba previsto en el artículo 544.
Esser constata que la enumeración de métodos de interpretación de textos, el recurso a los precedentes y a los principios generales, a los fines y a los valores que el legislador trata de promover y proteger, todo este arsenal de argumentos es totalmente insuficiente para guiar al juez en el ejercicio de sus funciones, pues ningún sistema establecido puede a priori indicarle, en un caso concreto, a qué método de razonamiento debe recurrir, si debe aplicar la ley literalmente, o, por el contrario, restringir o extender su alcance. La teoría que Esser se esfuerza por elaborar, trata de fundarse en la práctica judicial A esta última no le inspira tanto un deseo de comprender y de interpretar los textos legales conforme a métodos de escuela, cuanto una intención consciente de buscar una solución justa adecuada a la naturaleza del problema.
La solución justa del litigio no es simplemente, como afirmaría el positivismo jurídico, el hecho de que sea conforme con la ley, es decir legal. Es muy raro que exista una sola manera de concebir la legalidad de la solución. Más bien es una idea previa acerca de lo que constituirá una solución justa, razonable y aceptable lo que guiará al juez en su búsqueda de una motivación jurídicamente satisfactoria.
Desde esta perspectiva, el razonamiento jurídico deja ser una simple deducción silogística cuya conclusión tiene que imponerse, ni tampoco es la simple búsqueda de una solución equitativa que se puede llegar a no a insertar en el orden jurídico vigente. La tarea que el juez se impone es la búsqueda de una síntesis, en la que se tenga en cuenta, a la vez, el valor de la solución y su conformidad con el derecho.
La interpretación de la ley aplicable a un caso concreto ha de considerarse como una hipótesis, que, en definitiva, se adoptará o no según que la solución concreta a que lleve, sea o no aceptable . La especificidad del pensamiento jurídico únicamente se comprende teniendo en cuenta esta doble exigencia, que hace necesario un ir y venir de la mente desde la situación vivida a la ley aplicable y viceversa .
El poder judicial no está enteramente subordinado, ni simplemente opuesto al poder legislativo. Constituye un aspecto complementario e indispensable de éste, que le impone una tarea no sólo jurídica, sino también política, como es la de armonizar el orden jurídico de origen legislativo, con las ideas dominantes de lo que es justo y equitativo en un medio dado.
Las máximas jurídicas o adagios, son los proverbios del derecho. Son fórmulas concisas y breves, síntesis que resultan de la experiencia y de la tradición, que encuentran su crédito en su antigüedad y en su forma lapidaria. Desde el punto de vista de fondo son verdades de orden general, que no tienen en cuenta excepciones y que ignoran la evolución del derecho. Las máximas representan puntos de vista que la tradición jurídica ha tenido siempre en cuenta y que proporcionan argumentos que la nueva metodología no puede descuidar, si quiere conciliar la fidelidad al sistema con el carácter razonable y aceptable de la decisión.
Los tópicos jurídicos, se refieren a los lugares específicos de Aristóteles, que son los que conciernen a materias particulares; y se oponen a los lugares comunes, que se utilizan en el discurso persuasivo en general.
Gerhard Struck ha puesto de relieve el papel de los tópicos jurídicos en la legislación y en la jurisprudencia alemanas actuales, y ha construido un catálogo de lugares específicos utilizados en derecho .
En dicho catálogo aparecen sesenta y cuatro, que si bien no es necesario mencionarlos todos, es útil examinar algunos de ellos, para que aparezca, como los lugares específicos que se señalan, no son otra cosa que argumentos que se encuentran en todas las ramas del derecho y que dan su alcance real al razonamiento jurídico que no quiera limitarse a ser mera cita de textos. Algunos son principios generales, otros adagios y finalmente están los que indican los valores fundamentales que el derecho protege y pone en práctica.
Enumeramos algunos con su número de orden en dicho catálogo:
1.- Lex posterior derogat legi priori
Si una disposición posterior, que emana de la misma autoridad o de una autoridad superior, se opone a una disposición más antigua, esta última está implícitamente derogada.
2.- Lex especialis derogat legi generali.
Una ley especial deroga a una ley general.
4.- Res judicata por veritate habetur.
La cosa juzgada debe ser reconocida como verdadera.
5.- De minimis non curat praetor.
El pretor no se ocupa de las cosas de poca importancia. Encuentra aplicación en la determinación de competencia de diferentes jurisdicciones, en la apreciación de los hechos que pueden dar lugar a revisiones, y en la de la importancia de la lesión que puede dar lugar a la anulación de un contrato de venta.
6.- Ne ultra petita.
La condena no puede sobrepasar la demanda (salvo en Derecho Laboral).
7.-Et auditur altera pars.
Hay que oir también a la parte contraria: Principio del derecho defensa.
9.- In dubio pro reo o in dubio pro libertate.
Este principio está en la base de la presunción de inocencia.
16.- Nemo plus iuris transferre potest quam ipse haberet.
Nadie puede trasmitir más derechos que los que tiene.
19.- Casum sentit dominus.
El propietario soporta el daño resultante del azar.
27.- Quisquis praesumitur bonus
Se presume que todo el mundo es bueno.
28.- Venire contra factum proprium.
No se puede atacar lo que resulta del propio hecho.
29.- Iura scripta vigilantibus
Las leyes han sido escritas para los que no son negligentes. La negligencia no puede constituir un motivo de excusa.
38.- Favor legitimitatis.
El derecho favorece lo que es legítimo. Regla que vale tanto en la prueba como en la interpretación.
Al lado de estos adagios latinos se encuentran otros en alemán, que parecen derivar de una concepción más moderna del derecho
3.- Las excepciones son de interpretación estricta
8.- No se puede ser juez en causa propia
10.- Lo que se produce una sola vez no cuenta
11.- La simple posibilidad de duda no puede ser determinante: hay que contentarse, para la convicción del juez con un grado de certidumbre suficiente en la vida práctica.
12.- Hay que restituir lo que ha sido adquirido sin razón jurídica.
14.- En la duda hay que dividir por partes iguales.
15.- En una división, como última salida se recurrirá al sorteo.
17.- Prohibición de concertar convenios a cargo de terceros.
23.- El que ha incido en culpa, debe soportar las consecuencias.
25.- El silencio no obliga a nadie
30.- Importa lo que sido querido y no lo que hubiera sido deseable: lo que importa es la voluntad manifestada
32.- El derecho exige sanciones
33.- La emulación está prohibida: En esta máxima encuentra su base la teoría del abuso del derecho.
39.- La confianza merece protección: Buena fe creencia.
40.- El derecho no debe ceder ante lo que es violación del derecho: Legítima Defensa.
43.- Obligación de utilizar los medios menos perjudiciales o dañosos.
44.- Lo necesario está permitido.
50.- A lo imposible nadie está obligado .
45.- La acción oportuna está permitida.
46.- Se admiten excepciones en casos desgraciados.
47.- Solo lo que está determinado es pertinente en derecho.
51.- La arbitrariedad está prohibida.
54.- Lo que es insoportable no puede ser de derecho: Interpretar la ley de manera que sus consecuencias no sean insoportables.
55.- No se pueden admitir demandas que no tengan límites
La principal crítica dirigida a los partidarios de los tópicos jurídicos por los adeptos de una concepción más dogmática y más sistemática del derecho, consiste en la vaguedad de estos lugares, y en el hecho de que en un conflicto, es raro que las partes no puedan invocar uno u otro a su favor.
La refutación fundamental de Struck, desde el punto de vista dogmático resulta de la comprobación de que ninguna regla de derecho y ningún valor son absolutos, y que hay siempre situaciones en que una regla, cualquiera que sea, debe quedar limitada, y un valor, cualquiera que sea su importancia, ha de ceder antes consideraciones que en esa ocasión le sobrepasan .
El recurso a los tópicos jurídicos permite el desarrollo de argumentos y de controversias, de modo que se pueda tomar una decisión reflexiva y satisfactoria después de haber evocado todos los puntos de vista.
La gran ventaja que presenta es que, en lugar de contraponer dogmática y práctica, permite elaborar una metodología que se inspira en la práctica, guiando los razonamientos jurídicos, de manera que, en lugar de contraponer el derecho a la razón y a la justicia, por el contrario, se esfuerza por conciliarlos .



SEGUNDA PARTE
LÓGICA JURÍDICA Y NUEVA RETÓRICA

Mientras los razonamientos jurídicos relativos a la aplicación de la ley se consideraban como una simple operación deductiva, en la cual la solución debía ser apreciada únicamente según el criterio de legalidad, sin ocuparse de su carácter justo, razonable o aceptable, se podía pretender que una teoría pura del derecho debe ignorar los juicios de valor. Mas si los juicios relativos a la decisión son ineliminables del derecho, porque guían todo el proceso de aplicación de la ley, no es posible descuidar la cuestión de saber si estos juicios son la expresión de nuestras pulsiones, emociones e intereses y, por ello, subjetivos y enteramente irracionales, o si, por el contrario, existe una lógica de los juicios de valor.
La teoría positivista no admitía que un juicio de valor o una norma puedan derivar de un juicio de hecho. El paso de un juicio de hecho a un juicio de valor, del ser al deber, no puede ser racional, pues no deriva de la lógica. Por consiguiente, hay que admitir la existencia de juicios de valor o de normas primarias, de principios no-derivados, expresión de la voluntad o de la emoción subjetiva del sujeto que los plantea.
Parece justificar el punto de vista positivista el hecho de que gracias a la experiencia y a la demostración se puede establecer la verdad de algunos hechos y de algunas proposiciones lógicas y matemáticas, mientras que el juicio de valor continúa siendo controvertido, sin que se haya podido encontrar un método racional que permita establecer un acuerdo sobre esta materia.
La consecuencia inevitable de la concepción positivista era limitar el papel de la lógica, del método científico y de la razón a problemas de conocimiento puramente teórico y negar la posibilidad de un uso práctico de la razón. Por ello, se oponía a la tradición aristotélica, que admitía una razón práctica aplicable a todos los campos de la acción y que justificaba la filosofía como búsqueda de la prudencia.
Personalmente siempre he tratado de extender el papel de la razón y, precisamente desde esta perspectiva, empecé hace más de treinta años mis análisis sobre la noción de justicia . Aplicando un método de análisis de inspiración positivista obtuve un primer resultado. Pude establecer una noción de justicia formal correspondiente a la regla de justicia según la cual es justo tratar de la misma manera situaciones exactamente parecidas . Esta regla es indispensable en toda concepción positivista del derecho. A primera vista parece extraña a cualquier juicio de valor, pero cuando se quiere utilizar la regla hay que decidir si una situación nueva es o no es absolutamente similar a otra que puede servir de precedente, de suerte que el recurso a un juicio de valor se hace inevitable. Cuando redacté el primer estudio sobre la justicia, en 1944, consideraba los juicios de valor como algo enteramente arbitrario . Sin embargo, esta respuesta, que equivale a una renuncia de cualquier tipo de filosofía práctica, no podía satisfacerme, pues significaba abandonar a la emoción, a los intereses y, al fin de cuentas, a la violencia, el arreglo de los problemas relativos a la acción humana, y especialmente la acción colectiva, que tradicionalmente derivan de la moral, del derecho y de la política. Mas aunque abandonemos las cercanías del positivismo, no nos bastará con desear una concepción más amplia de la razón. Hace falta elaborar una metodología que permita ponerla en práctica, elaborando una lógica de los juicios de valor que no haga depender éstos del arbitrio de cada uno.
Para elaborar una lógica de ese tipo he creído que lo mejor era inspirarme en el método utilizado por Gottlob Frege, para renovar la lógica formal. Partiendo de la idea de que en las deducciones matemáticas se encuentran las mejores muestras de un razonamiento lógico, Frege ha analizado las técnicas de prueba para separar los procedimientos de aquellos que no se contentan con recurrir a la intuición y a la evidencia y tratan de demostrar sus teoremas de una manera rigurosa. ¿No podría hacerse un análisis analógico, partiendo de los razonamientos en los cuales están implicados los valores y consiguiendo de este modo destilar lo que se podría llamar una lógica de los juicios de valor?
Esta empresa nos condujo a la conclusión inesperada de que no había una lógica específica de los juicios de valor, sino que, en los campos examinados, como en todos aquellos en que se trata de opiniones controvertidas, cuando se discute y se delibera se recurre a técnicas de argumentación. Éstas técnicas habían sido analizadas desde la antigüedad por quienes se interesaban por los discursos con los que se trata de persuadir y de convencer a otros, y se publicaron muchas obran con el título de Retórica, Dialéctica o Tópicos .

Si el razonamiento del juez se debe esforzar por llegar a una solución que sea equitativa, razonable y ejemplar, con independencia de su conformidad con las normas jurídicas positivas, es esencial poder responder a esta pregunta: “¿por qué procedimientos intelectuales llega el juez a considerar una decisión como equitativa, razonable o ejemplar, cuando se trata de nociones eminentemente controvertidas?”.
Precisamente cuando se trata de este tipo de nociones es, según Platón, cuando hay que recurrir a la dialéctica. El profesor J. Moreau , parafraseando y comentando un texto de Platón (Eutiphron 7, d-d), escribe: “Si tú y yo somos de diferentes pareceres, le dice Sócrates a Eutifrón, sobre el número, sobre la longitud o sobre el peso, no discutiremos sobre ello. Nos bastará contar, medir o pesar y nuestra diferencia se habrá resuelto. La diferencia sólo se prolonga y se empecina cuando nos faltan instrumentos de medida o criterios de objetividad. Tal es el caso cuando existen desacuerdos sobre lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, el bien y el mal; en una palabra, sobre valores. Por eso, si queremos evitar que en tales casos el desacuerdo degenere en conflicto y se resuelva violentamente, no existe otro camino que recurrir a una discusión razonable. La dialéctica, o arte de la discusión, se presenta como el método apropiado para la solución de problemas jurídicos, en que están comprendidos unos valores”.
A falta de técnicas unánimemente admitidas, se impone el recurso a los razonamientos dialécticos y retóricos, como razonamientos que tratan de establecer un acuerdo sobre los valores y su aplicación, cuando estos son objeto de controversia.

I. La nueva retórica y los valores
La Retórica, tras haber sido considerada como la coronación de la educación grecorromana, degeneró en el siglo XVI al quedar reducida a un estudio de figuras de estilo, y finalmente desapareció por completo de los programas de enseñanza secundaria.
Aristóteles define la retórica como el arte de buscar en cualquier situación los medios de persuasión disponibles . Nosotros diremos que tiene por objeto el estudio de técnicas discursivas que tratan de provocar y de acrecentar la adhesión de los espíritus a tesis que se presentan para su asentimiento .
Esta definición debe concretarse mediante cuatro observaciones que permitan precisar su alcance.
La primera es que la retórica trata de persuadir por medio del discurso. No hay retórica cuando se recurre a la experiencia para obtener la adhesión hacia una afirmación. La segunda observación concierne a la demostración y a las relaciones de la lógica formal con la retórica.
La prueba demostrativa, que analiza la lógica formal, es más que persuasiva. Es convincente, pero a condición de que se admita la veracidad de las premisas de que parte.
Descartes y los racionalistas, al presuponer la evidencia del punto de partida, se desinteresaron de los problemas que suscita el manejo de un lenguaje.
La tercera observación es que la adhesión a una tesis puede ser de una intensidad variable, lo que es esencial cuando no se trata de verdades, sino de valores. Los hechos y las verdades son siempre compatibles y dos proposiciones evidentes no pueden afirmar tesis contradictorias. No es lo mismo, sin embargo, cuando se trata de una elección entre valores. Cuando sólo se puede obtener un valor sacrificando otro, decir que se sacrifica un valor aparente es ignorar la significación del sacrificio.
La cuarta observación que distingue la retórica de la lógica formal, y en general de las ciencias positivas, es que no se refiere tanto a la verdad como a la adhesión. Las verdades son imparciales y el hecho de que se las reconozca o no, no cambia en nada su condición. En cambio, la adhesión es siempre la adhesión de una o varias inteligencias a las que nos dirigimos. Es decir, a un auditorio. La noción de auditorio es central en la retórica. Un discurso sólo es eficaz si se adapta al auditorio al que se trata de persuadir o de convencer. Una argumentación persuasiva, convincente puede dirigirse a cualquier auditorio lo mismo si se trata de sabios que de ignorantes y lo mismo si se dirige a una sola persona, a un pequeño número o a la humanidad entera. Argumentamos con nosotros mismos en una deliberación íntima. Ocurre igualmente que un mismo discurso puede dirigirse simultáneamente a varios auditorios.
De ahí la superioridad de los argumentos que hayan de ser admitidos por todos, es decir, por un auditorio universal, por todo ser razonable. Esta especie de argumentos la analizó Aristóteles en Tópicos.
La nueva retórica, al considerar que la argumentación puede dirigirse a auditorios variados, no se limita, como la retórica clásica, al estudio de las técnicas del discurso público dirigido a una muchedumbre no especializada. Debe englobar, pues, todo el campo de la argumentación, que es complementario de la demostración y de la prueba inferencial, que estudia la lógica formal.
Como toda argumentación es relativa respecto del auditorio al que se propone influir, presupone lo mismo en el orador que en los oyentes el deseo de realizar y de mantener un contacto de inteligencias, de querer persuadir en el orador y de querer escuchar en el auditorio.
El contacto entre dos inteligencias exige un lenguaje común que pueda ser comprendido por los oyentes y que les sea familiar. La adaptación del orador a su auditorio puede ofrecer dificultades nada despreciables. Es todo el problema de la vulgarización. Y la adaptación no se refiere únicamente a cuestiones de lenguaje. Para persuadir a un auditorio lo primero que hay que hacer es conocerlo, es decir, conocer las tesis que admite de antemano y a las cuales se podrá por consiguiente aferrar la argumentación. Es importante saber también con qué intensidad les dan su adhesión, pues son estas tesis las que han de suministrar el punto de partida de la argumentación.
Cabe observar una nítida diferencia entre los discursos sobre hechos reales y los discursos sobre valores. En efecto, lo que se opone a lo verdadero es lo falso y lo que es verdadero para algunos debe serlo para todos. No hay por qué elegir entre lo verdadero y lo falso. Sin embargo, lo que se opone a un valor no deja de ser un valor, aunque la importancia que se le conceda no impida eventualmente sacrificarle para salvaguardar otro valor. Por otra parte, nada garantiza que la jerarquía de valores de uno sea reconocida por otro. Más aún, nada garantiza que la misma persona en el curso de su existencia continúe siempre fiel a los mismos valores. Las tomas de posición y las jerarquías de valores no son inmutables.
Mientras los razonamientos demostrativos de las inferencias formales son correctos o incorrectos, los argumentos y las razones que se dan a favor o en contra de una tesis son más o menos fuertes y hacen variar la intensidad de la adhesión del auditorio. Todas las técnicas de argumentación tratan de reformar o de debilitar la adhesión a otras tesis o de suscitar la adhesión a tesis nuevas.
Si es indiscutible que toda argumentación presupone la adhesión del auditorio a ciertas tesis y a ciertas opiniones previas, hay que rechazar la epistemología empirista que se esfuerza en derivar todas nuestras ideas de la experiencia, pues olvida que, al lado de la experiencia, cuyo papel es innegable para controlar y corregir nuestras ideas, éstas constituyen un elemento previo, transmitido por la tradición y la educación y necesitan la existencia de una lengua común como síntesis y símbolo de una cultura. El aprendizaje de una lengua significa también la adhesión a los valores que esta lengua acarrea de una manera explícita o implícita, a las teorías que han dejado su huella en ellas y a las clasificaciones que subyacen en el empleo de los términos.
Las reflexiones consagradas desde Aristóteles a los razonamientos prácticos, a la deliberación y a la lógica de los juicios de valor han insistido sobre todo en el aspecto técnico de estos razonamientos. Se busca un fin y hay que establecer cuáles son los mejores medios para llegar a él. El valor de los fines no se discute, ni se pone en cuestión.
Esta manera de proceder puede resultar suficiente cuando el fin perseguido es único. Mas, ¿qué ocurre si su persecución es incompatible con otros fines u otros valores o normas a las que se está igualmente apegado? En la visión tradicional y racionalista de la filosofía occidental se ha tratado siempre de eliminar este pluralismo de valores y de normas merced a una sistematización y a una jerarquización, que se pretende que es objetiva, de todos los aspectos de lo real. Lo que resultaba opuesto a la ontología así elaborada, se descalificaba como error o apariencia.
Los utilitaristas, que rechazan la ontología, tratan sin embargo, de guiar las conductas humanas, haciendo depender la solución racional de todos los problemas prácticos de sentimientos de placer y de dolor, cuyo tamaño sería determinable cuantitativamente y de una forma idéntica para todos los hombres.
Desde la antigüedad, los que habían concedido alguna atención a las controversias, no dejaron de reconocer la existencia de un cierto pluralismo del que el sentido común ha tenido conciencia siempre. Así, para Aristóteles, es innegable que todos los hombres buscan la felicidad, pero unos la identifican con el placer, otros con el honor y otros, por último, prefieren la vida contemplativo a la vida política y encuentran la felicidad en el conocimiento .
Para los estoicos, la existencia de un acuerdo sobre “prenociones” (valores de sentido común, universalmente admitidos) no impide que haya desacuerdos sobre los casos de aplicación, cuando se trata de pasar de valores comunes a las conductas concretas que aquellos deben guiar.
Ante la multiplicidad de caracteres humanos y la pluralidad de opiniones, el deber tradicional de los filósofos era suministrar una respuesta válida y objetivamente fundada, que se impusiera a todos los seres dotados de razón, estableciendo una jerarquía entre tales caracteres y enseñando el verdadero sentido de las palabras.
Desgraciadamente estas milenarias experiencias se han demostrado vanas. La multiplicidad de filosofías, que entraña controversias sin fin y que se opone al cuerpo común de conocimientos científicos, ha conducido a un escepticismo creciente en cuanto al papel práctico de la razón y a una separación metodológica entre juicios de realidad y juicios de valor. Únicamente los juicios de realidad son expresión de un conocimiento objetivo, empírico y racionalmente fundado, mientras que los juicios de valor son, por definición, irracionales, subjetivos y dependientes de las prenociones, intereses y decisiones arbitrarias de los individuos y grupos de todo tipo.
Mas este escepticismo relativo al papel de la razón práctica presenta un doble inconveniente. Al reducir a la nada el papel y las esperanzas tradicionales de la filosofía, abandona la solución de los conflictos concernientes a la práctica al juego de factores irracionales y, en fin de cuentas, a la fuerza y a la violencia individual o colectiva. Por otra parte, niega todo sentido a la noción de lo razonable, de suerte que hay que excluir que las discusiones y las controversias puedan terminarse de otro modo que no sea por medio del recurso a la fuerza, en que la razón del más fuerte es siempre la mejor. De golpe, la educación, la moral, la filosofía práctica, cualquiera que sea la inspiración religiosa o laica que aporte a la ética, al derecho o a la política, no son más que ideologías y legitimación capciosa de las fuerzas y de los intereses en conflicto. Con el derrumbamiento de la filosofía práctica y la negación del valor de todo razonamiento práctico, todos los valores prácticos, tales como la justicia, la equidad, el bien común o lo razonable no son ya más que palabras vacías, que cada uno podrá llenar de sentido conforme a sus intereses.
Pero hay más. Desde hace una veintena de años, la reacción antipositivista, que caracteriza a la filosofía de la posguerra, ha puesto de manifiesto el hecho de que no sólo las ciencias humanas, como la Historia, sino también las ciencias naturales, no pueden constituirse y progresar sin una visión del mundo y una metodología, que presuponen juicios de valor implícitos o explícitos, que permitan concentrarse sobre lo que es esencial, importante, pertinente, fecundo o sencillo, descartando lo que es accidental, intrascendente o inútilmente complicado. El rechazo de los juicios de valor al campo de lo arbitrario e irracional, priva de todo fundamento al edificio de la Ciencia. Como las Ciencias no son otra cosa que el producto de la actividad científica, no puede elaborarse su metodología si se niega la existencia de criterios que permitan considerar como preferibles algunas hipótesis, algunas teorías, una cierta terminología y un cierto uso del lenguaje.
Si rechazamos ese nihilismo y creemos que todo lo que concierne a los valores no es arbitrario y que los juicios de realidad no son enteramente independientes de los valores, llegaremos a la conclusión de que en el seno de un estudio general de los razonamientos prácticos, las consideraciones metodológicas hacen prevalecer en las ciencias unos modelos y unos criterios. De manera que el razonamiento jurídico y la metodología propia de los diferentes sistemas de derecho se caracterizan por otro tipo de consideraciones.
Si aceptamos una posición como ésta, será normal comenzar el análisis práctico, es decir, la argumentación que trata de justificar y de criticar las decisiones, mediante consideraciones de orden general. De este modo, una teoría general de la argumentación, es decir, una nueva retórica, concebida en su sentido más amplio, parece el paso previo de cualquier exposición consagrada al razonamiento jurídico.
La nueva retórica es el estudio de las técnicas discursivas que tratan de provocar o de acrecentar la adhesión a tesis presentadas a un determinado auditorio.
Estas tesis se formulan en un lenguaje especial que es el de una comunidad de cultura. Una lengua natural o técnica no es necesaria ni arbitraria. Es cierto que evoluciona, pero no evoluciona sin razón. Como es un instrumento de comunicación, debe ser común. Y para apartarse de ella tiene que haber unas razones suficientemente buenas, a las que los demás miembros de la comunidad estén dispuestos a unirse.
No hay por qué modelar la lengua sobre una lengua ideal que se caracterice por la univocidad y por la ausencia de vaguedad y de ambigüedad. Estas características, necesarias en un leguaje formal, como el de la lógica o el de las matemáticas, no podemos imponerlas a todo lenguaje, cualquiera que sea y cualesquiera que sean los fines para los que sirva o para los que nos sirvamos de él.
El que argumenta toma como punto de parida de su razonamiento tesis formuladas en la lengua del auditorio al que se dirige, que normalmente es una lengua ordinaria.
La argumentación no contempla exclusivamente la adhesión a una tesis porque sea verdadera. Podemos preferir una tesis a otras porque nos parezca más equitativa, más oportuna, más actual, más razonable o mejor adaptada a la situación. En algunos casos, en verdad excepcionales, se concederá preferencia a valores distintos de la verdad.
En neta oposición con los métodos de la lógica formal, toda argumentación debe partir de tesis a las que se adhieran aquellos a quienes queremos persuadir o convencer.
Cuando se trata de adhesión es obvio que el que trata de conquistar la adhesión de un auditorio a una tesis no puede presuponerla en el punto de partida.
El que ignora las opiniones y las convicciones de aquellos a quienes se dirige, podrá, si su auditorio se reduce a una persona o aun pequeño número de personas, asegurarse, por el método de las preguntas y de las respuestas, que es el método socrático de la mayéutica, sobre cuáles son las tesis admitidas por sus interlocutores, pero si las condiciones no son tales y el orador no puede proceder de esta manera, está obligado a partir de hipótesis o de presunciones sobre qué es lo que el auditorio admite.
El problema de las tesis de partida es más difícil para el orador, cuando se trata de una cuestión a propósito de la cual no es posible referirse a un cuerpo de doctrina preconstituido y cuando se dirige a un público heterogéneo, que puede tener opiniones muy variadas sobre los problemas a debatir. La solución que se le impone entonces al orador consiste en fundarse sobre tesis generalmente admitidas y sobre opiniones comunes, que son las que derivan del sentido común. Cada orador, en cada época, se hace una idea de lo que el sentido común admite y de los hechos, teorías y presunciones, valores y normas que se consideran admitidos por todo ser razonable.
La idea de razón, sobre todo en sus aplicaciones prácticas, liga con lo que es razonable creer y tiene indiscutibles lazos con la idea de sentido común. Una de las tareas de la filosofía es precisar y sistematizar las ideas de sentido común, eliminando de ellas las ambigüedades y las confusiones, así como las incompatibilidades.
Una noción característica de toda la teoría de la argumentación, analizada ya por Aristóteles, es la del lugar común. El lugar común es ante todo un punto de vista, un valor que hay que tener en cuenta en toda discusión y cuya elaboración adecuada desembocará e una regla o en una máxima que el orador utilizará en su esfuerzo de persuasión.
Los lugares comunes juegan en la argumentación un papel análogo al de los axiomas en un sistema formal. Pueden servir de punto de partida porque se considera que son comunes a todas las mentes. Difieren de los axiomas porque la adhesión que se les concede no está fundada sobre su evidencia, sino, al contrario, sobre su ambigüedad y sobre la posibilidad de interpretarlos y de aplicarlos de maneras diferentes. Así, una reflexión sobre la libertad puede partir del lugar común de que “la libertad es preferible a la esclavitud”. Mas no porque se esté de acuerdo sobre las tesis generales, se tiene que estar de acuerdo en los casos de aplicación. De esta suerte, el acuerdo sobre los lugares comunes, del mismo modo que el acuerdo sobre los hechos y los valores, no garantiza de ningún modo el acuerdo respecto de su puesta en práctica y, por tanto, respecto de las conclusiones a las que habremos de llegar.
Los valores y los lugares comunes, que sirven de punto de partida al orador, constituyen una opción efectuada en una masa de datos igualmente disponibles. Eligiendo esos hechos, valores o lugares con preferencia a otros y subrayando su importancia, merced a diversas técnicas de presentación, el orador busca otorgarles una presencia y los coloca en un primera plano de la conciencia de los oyentes.
No se insistirá nunca bastante sobre el papel que, para obtener este efecto de presencia, juegan algunas figuras retóricas, como la amplificación o desarrollo oratorio de un tema, la amplificación por enumeración de las partes de un conjunto, la repetición, el pseudodiscurso directo, en el que atribuimos ficticiamente palabras a una persona, la hipotiposis, mediante la cual describimos un acontecimiento como si se desarrollara ante nuestros ojos; y la enálage del tiempo, en que se sustituye un tiempo por otro en forma contraria a las reglas de la gramática (si hablas, estás muerto) . El arte de la presentación cumple una función persuasiva innegable.
Para comunicarse con el auditorio, el orador ha de considerar la lengua como un vasto arsenal, en el cual ha de escoger los medios que le parezcan más favorables para su tesis.
Toda exposición de hechos puede situar éstos en diferentes niveles de generalidad. La elección de un término puede ser valorizadora o desvalorizadora. Al asociar dos caracteres se puede marcar la primacía que se concede a uno sobre otro, haciendo de uno u otro el sustantivo o el adjetivo. Hay una diferencia clara entre un “cuerpo animado” y un “alma encarnada”.
La manera de unir las proposiciones, coordinándolas o subordinándolas, permite orientar el pensamiento y jerarquizar argumentos distintos. Las técnicas de presentación pueden acentuar la singularidad de los acontecimientos o, al contrario, lo que tienen de ejemplar y que reclama una generalización o una subsunción en una categoría de acontecimientos parecidos.
¿Qué hacer cuando la adhesión simultánea a varios valores o a varias reglas desemboca en algunos casos particulares en incompatibilidades o en antinomias? El sentido común considera como valores admitidos por todos a la libertad y la justicia. Ocurre, sin embargo, que cuando se les concibe de tal o cual manera en una situación particular, chocan entre sí. Para resolver la incompatibilidad es necesario sacrificar uno de los dos valores o definir uno de ellos a fin de subordinarlo al otro. Para hacerlo se disocia una noción y algunos aspectos se califican como aparentes. Si una determinada concepción de la justicia conduce a una tiranía que se quiere evitar a toda costa, la calificaremos como justicia aparente. Si un determinado uso de la libertad viola el ideal de justicia al que se concede la primacía en una determinada visión del hombre y de la libertad, diremos que se trata de pura licencia o de libertad aparente. De este modo la solución de los conflictos entre valores, que el sentido común reconoce, puede conducir a concepciones filosóficas e ideológicas diferentes.
La superioridad del pensamiento jurídico sobre el pensamiento filosófico consiste en que así como este último puede contentarse con fórmulas generales y abstractas, el derecho está obligado a contemplar la solución de las dificultades que surgen cuando se trata de aplicar las fórmulas generales a la solución de problemas concretos. Una vez formulado el principio de la responsabilidad civil, el jurista tiene que plantearse las cuestiones relativas a la aplicación.
La búsqueda de soluciones concretas obliga con frecuencia a reinterpretar los principios, a contraponer el espíritu a la letra de la ley o lo que es lo mismo, el punto de vista práctico, esto es, el que toma en consideración las consecuencias que resultan de la aplicación de una regla, frente al punto de vista formalista, que es el de la aplicación literal del texto . Adoptando uno u otro punto de vista, interpretaremos los términos de una manera más rígida o más flexible.
Tratando las nociones como útiles o utensilios, adaptables a las situaciones más variadas, no hay por qué buscar, a la manera de Sócrates, el verdadero sentido de las palabras, como si hubiera una realidad exterior, un mundo de las ideas, a las cuales las nociones deban corresponder. La cuestión del sentido de las palabras no es un problema teórico, que tenga una solución única, conforme a lo real, sino que es un problema práctico, que consiste en encontrar, o en elaborar si es necesario, el sentido que se adapte mejor a la solución concreta que por una u otra razón preconizamos. Los que proponen, para un mismo problema, una solución diferente, y quizá opuesta, raramente estarán de acuerdo en el sentido y en el alcance de los términos utilizados en su presentación . Inmediatamente vemos por qué, para poner fin al conflicto, el juez, al decidir de una manera autorizada sobre el modo de interpretar la ley, decide al mismo tiempo la victoria de una u otra parte.
Quien argumenta y busca ejercer influencia en su auditorio por medio de su discurso, no puede evitar efectuar opciones. Estas opciones se refieren a las tesis sobre las cuales se ha de apoyar la argumentación y a la manera de formularlas. Para quien debe tomar posición es esencial establecer los puntos de desacuerdo y, a partir de ellos, trasladar los discursos a un plano en que las tesis contrapuestas se hagan comparables y en que los argumentos utilizados a favor de la primera solución se conviertan en objeciones frente a la segunda o viceversa.
En la teoría de la argumentación el auditorio no se define como el conjunto de aquellos que escuchan un discurso, sino más bien como el conjunto de aquellos a quienes se dirige el esfuerzo de persuasión. Puede por ello ocurrir que cada uno de los oradores se dirija sólo a una parte del auditorio, a sus partidarios, que admitirán sin dificultad las premisas y la argumentación.
¿Cómo evitar esta división del auditorio que impide toda toma de posición imparcial? La filosofía y el derecho han tratado de poner remedio a esta dificultad recurriendo a técnicas diferentes.
El filósofo, como tal, se dirige a la razón, es decir, a un auditorio universal, al conjunto de los que se consideran como hombres razonables y competentes en la materia. Este acercamiento, que permite la posibilidad de una discusión entre filósofos de tendencia diferente, no garantiza de ningún modo que se llegue a un acuerdo ni sobre las soluciones contempladas ni sobre las tesis del auditorio universal. Por esta razón, las discusiones entre filósofos pueden continuar indefinidamente y el factor tiempo no juega en principio ningún papel en esta materia.
En cambio, en derecho es esencial que los litigios se terminen dentro de un tiempo razonable para alcanzar la paz judicial. Por ello es necesario que puedan existir soluciones definitivas y evitar que desde el principio se produzcan debates interminables respecto al auditorio competente par decidir sobre la solución del litigio.
Esta es la razón por al cual los problemas de competencia y, de manera general, de procedimiento, son objeto de un reglamentación previa, que inserta el debate judicial dentro de un cuadro adecuado.
Mientras que los axiomas de un sistema formal hacen abstracción del contexto, lo que permite que se puedan comparar un sistema formal y un juego – como el ajedrez – la argumentación se inserta necesariamente en un contexto psicosocial, que no se puede separar enteramente de las fuerzas subyacentes. Hablar de una argumentación pura o de una teoría pura del derecho es olvidar estos elementos sin los cuales el razonamiento práctico funcionaría por decirlo así en el vacío.

En un sistema formal, una vez enunciados los axiomas y formuladas las reglas de deducción admitidas, no hay que hacer otra cosa que aplicarlas correctamente para demostrar los teoremas de un modo concluyente. No ocurre, sin embargo, lo mismo cuando se argumenta.
Las técnicas de argumentación suministran todo un arsenal de razones, más o menos fuertes y más o menos pertinentes, pero que pueden, a partir de un mismo punto de partida, llevar a conclusiones diferentes y a veces incluso opuestas. Es raro que frente a las razones a favor de una tesis no se puedan alegar razones en sentido contrario. La argumentación no es jamás necesaria como la demostración. Y, por ello, lo más frecuente será que exista acuerdo sobre el punto de partida de la argumentación y no sobre las conclusiones hacia las cuales tiende el discurso.
¿Cuáles son las técnicas de argumentación más conocidas? Podemos distinguir técnicas de enlace y técnicas de disociación de nociones.
Las técnicas de enlace comportan argumentos cuasilógicos, que son argumentos fundados sobre la estructura de lo real y argumentos que fundan la estructura de lo real.
Los argumentos cuasilógicos tienen una estructura que recuerda a los razonamientos formales, lógicos o matemáticos. Así, los argumentos que recurren a una definición y a un análisis y que recuerdan el principio de identidad; los argumentos que establecen una incompatibilidad y que recuerdan el principio de contradicción; los argumentos que recuerdan una transitividad formal (los amigos de mis amigos son mis amigos); la argumentación por medio del sacrificio, que recuerda una pesada (aquello a lo que se sacrifica un valor reconocido tendrá normalmente un valor superior).
Los argumentos fundados sobre la estructura de lo real utilizan las relaciones de sucesión o las de coexistencia. Las relaciones de sucesión conciernen a acontecimientos que se siguen en el tiempo como la causa y el efecto. Permiten investigar la causa a partir de los efectos, sacar la conclusión sobre la existencia de la causa a partir de los efectos o apreciar la causa por los efectos (argumento pragmático) .
Cuando se introducen nociones como la de intención pasamos a una argumentación fundada sobre las relaciones de coexistencia. En este caso no se trata ya de una relación entre evento, sino de una relación entre dos realidades de nivel desigual, de las cuales una es manifestación de la otra, considerada como más estable y como de valor explicativo. Tal es la relación entre una persona y sus actos. El acto se considera como la expresión de la persona, que es responsable de sus actos. Según la manera como asociemos el agente y los actos, desembocaremos en argumentaciones diferentes en términos de determinismo o de libertad.
Al lado de los argumentos fundados sobre la estructura de lo real, hay que dejar un sitio importante a los argumentos que fundan la estructura de lo real , como son el razonamiento por medio de ejemplo o el modelo o la analogía, merced a los cuales se extraen regularidades, leyes o estructuras, que sirven de base a los argumentos fundados sobre la estructura de lo real.
La argumentación a través del ejemplo o el modelo es un razonamiento en virtud del cual se pasa de un caso particular a otro acaso particular o de un caso particular a una regla . En el caso del ejemplo, la conclusión se refiere a lo que es y en caso del modelo a lo que debe ser.
El razonamiento por analogía, cuyo valor es muy discutido en la metodología científica, ha sido, en esta última, limitado. Se ha admitido como instrumento de invención de hipótesis, pero se le ha negado todo el valor probante. Es normal por otra parte otorgar a la analogía un estatuto subordinado si se dispone de un criterio experimental que permite comprobar el valor de las hipótesis. Sin embargo, en muchos campos, especialmente en Filosofía, la analogía constituye un modo de razonamiento esencial e ineliminable .
La analogía plantea una proposición: a es a b como c es a d. Se trata de esclarecer por medio de una relación conocida (c es a d), a la que nosotros llamamos foro, una relación menos conocida (a es a b) que es el tema del discurso. La relación asimétrica entre el tema y el foro distingue la analogía de la proporción matemática en que la igualdad de las relaciones es simétrica.
El papel de la analogía es diferente según que pueda o no ser objeto de un control experimental. Si razonamos sobre las propiedades de una corriente eléctrica por analogía con una corriente de agua, podremos montar experiencias que indiquen hasta dónde es posible aplicar la analogía sin ser contradichos por ellas. Pero cuando se afirma que el hombre es a Dios como un niño es a un adulto, esta analogía no puede someterse a un control empírico. En este caso, cuando surge la controversia, lo único que cabe hacer es oponer una analogía a otra. Se dirá por ejemplo, que el hombre es a Dios como lo finito a lo infinito. Las conclusiones que se extraen de esta última analogía son bastante diferentes, pero tan incontrolables como las que derivan de la primera. El uso de la analogía, en lugar de constituir una hipótesis de trabajo, sometida al control de la experiencia, como ocurre en el caso de la Ciencias, conduce a una concepción filosófica o teológica de lo real, estructurada por medio de la analogía.
Una vez admitida, la analogía puede, integrándose en la lengua, suministrar un modo de expresión tan usual e indiscutible que el aspecto metafórico de la fórmula pasa inadvertido.
Toda visión filosófica original tiende a mostrar que lo que hasta ese momento se consideraba como real es sólo apariencia. La contraposición entre realidad y apariencia constituye un caso típico de lo que yo califico como disociación de ideas. Ante dos afirmaciones incompatibles referentes a lo real, hay que elegir la que se considera como ilusión o apariencia.
Si esta filosofía se extiende y su visión de las cosas se admite, influirá en el uso común y en el lenguaje cotidiano. Así, las filosofías dominantes en el Occidente han marcado y marcarán con su huella el lenguaje del sentido común. Las distinciones establecidas por Platón y Aristóteles se propagaron, a partir del griego y del latín, en las lenguas europeas.
Para darse cuenta de su impacto basta presentar algunas “parejas filosóficas”, que han resultado de las disociaciones utilizadas por los filósofos sobre el modelo del par “apariencia/realidad”: acto/persona, subjetivo/objetivo, individual/universal, lenguaje/pensamiento, letra/espíritu, accidente/esencia, relativo/absoluto, medio/fin, teoría/práctica. La influencia de cada filosofía introduce pares filosóficos diferentes.
Así, Platón está en el origen de pares tales como apariencia/realidad, opinión/ciencia, cuerpo/alma, devenir/inmutabilidad, humano/divino.
El pensamiento hegeliano y las concepciones marxistas han hecho penetrar en el pensamiento moderno pares muy característicos: parte/todo, metafísica/dialéctica, entendimiento/razón, inmovilidad/movilidad, forma /contenido, etc. En alguna filosofía, el par se invierte. Mientras que para Platón el devenir es apariencia, en Marx la inmovilidad no es más que abstracción y, por tanto, apariencia, mientras que lo real se caracteriza por el movimiento. Con frecuencia, esta inversión va acompañada de un deslizamiento del sentido. La esencia, a la cual se concede la primacía en el pensamiento clásico, llega a ser una abstracción y una forma vacía en el pensamiento marxista, que prefiere una visión concreta de la realidad en evolución.
Estos ejemplos indican cómo, en esta concepción del uso argumentativo de las nociones , toda estructuración de lo real va acompañada por la valoración de alguno de sus aspectos, es decir, por juicios de valor concomitantes. Mas cuando una visión de lo real se impone y deja de ser objeto de discusión, se la considera como fiel expresión de la realidad y ya no se perciben los juicios de valor subyacentes. Así, toda concepción científica, generalmente admitida, pierde de vista los presupuestos filosóficos que las justificaron cuando todavía era novedosa y revolucionaria.
La eficacia de la argumentación y el hecho de que ejerza una influencia más o menos importante sobre el auditorio, dependen no sólo del efecto de argumentos aislados, sino también del conjunto del discurso, de la interacción entre argumentos y argumentos que vienen espontáneamente a la mente del que escucha el discurso. El efecto de este último se encuentra muy condicionado por la idea que el auditorio se forma del orador. Mas como el discurso mismo se considera como un acto del orador, las cualidades del acto no pueden dejar de influir sobre la opinión que los demás se hacen del autor. Este autor del que hablamos no es necesariamente el que pronuncia el discurso.
Para que una argumentación ejerza influencia es preciso que se escuche preferentemente con interés e incluso con una cierta dosis de buena voluntad.
La argumentación del orador se organiza a menudo en un discurso, en el que los argumentos se colocan, en virtud de una opción deliberada, en un determinado orden.
El único criterio del orador a este respecto es la eficacia. El orden de presentación de los argumentos viene determinado por el momento en que el auditorio está mejor dispuesto para acogerlos, por lo cual en la medida en que van produciendo efecto sobre el auditorio, el discurso va modificando aquel orden.

II. La lógica jurídica y la argumentación
Durante siglos, cuando la búsqueda de la solución justa era el valor central que el juez debía tener en cuenta y los criterio de lo justo eran comunes al derecho, a la moral y a la religión, el derecho se caracterizaba sobre todo por la competencia concedida a unos determinados órganos para legislar y a otros para juzgar y administrar, así como por los procedimientos a observar en cada caso. Con frecuencia, todos los poderes estaban reunidos en manos del soberano, que podía delegar en funcionarios la misión de juzgar o de administrar. La argumentación jurídica era tanto menos específica cuanto que no era necesario motivar los juicios, las fuentes del derecho se encontraban mal precisadas, el sistema del derecho estaba poco elaborado y las decisiones de la justicia apenas se llevaban a conocimiento del público.
La situación cambió completamente después de la Revolución francesa, con la proclamación del principio de separación de los poderes, la publicación de un conjunto de leyes en la medida de lo posible codificado y la obligación del juez de motivar sus juicios con referencia a la legislación en vigor. El juez no tenía que violar la ley aplicando sus propios criterios de justicia: su voluntad y su sentido de la equidad debían borrarse ante la manifestación de la voluntad general que la legislación le había dado a conocer. Esta sumisión completa del juez a la letra y, eventualmente, al espíritu de la ley, orientó el esfuerzo de sistematización del derecho emprendido por los teóricos de la Escuela de la Exégesis: había que guiar al juez mostrando en qué casos su decisión sería conforme a le ley, es decir, justa en el sentido positivista del término.
Después del proceso de Nürenberg, que puso de manifiesto que un Estado y su legislación pueden ser inicuos o incluso criminales, observamos en la mayor parte de los teóricos del derecho, y no sólo en los partidarios del derechos natural, una orientación antipositivista, que deja un lugar creciente, en la interpretación y en la aplicación de la ley, a la búsqueda de una solución que sea no sólo conforme con la ley, sino también equitativa, razonable y aceptable.
Distinguimos así tres fases en la ideología judicial. En la primera fase, antes de la Revolución francesa, el razonamiento judicial pone el acento sobre el carácter justo de la solución y apenas concede importancia a la motivación, aunque estaba ligado por la regla de justicia que exige el trato igual de casos esencialmente similares.

Después de la Revolución francesa, y durante más de un siglo, al colocarse en primer plano la legalidad y la seguridad jurídica, se acentuó el aspecto sistemático del derecho y el aspecto deductivo del razonamiento judicial. Ganó extensión además la idea de que este último no se diferencia del razonamiento puramente formal. Esta manera de ver las cosas subordinaba el poder judicial al legislativo y favorecía una visión estática y legalista del derecho.
Después de algunas decenas de años asistimos a una reacción, que confía al juez la misión de buscar, para cada litigio particular, una solución equitativa y razonable, aunque demandándole que se mantenga, para llegar a ello, dentro de los límites de lo que su sistema de derecho le autoriza a hacer. Para realizar la síntesis entre la equidad y la ley, se le permite flexibilizar esta última, merced a la intervención creciente de reglas de derecho no escritas, representadas por los principios generales del derecho y por la toma en consideración de tópicos jurídicos. Esta nueva concepción acrecienta la importancia del derecho pretorio y hace del juez el auxiliar y el complemento indispensable del legislador.
Como se trata de hacer aceptables las decisiones de la justicia, se hace indispensable el recurso a las técnicas argumentativas y como, por otra parte, se trata de motivar las decisiones mostrando su conformidad con el derecho en vigor, la argumentación judicial tiene que ser específica, pues tiene por misión mostrar cómo la mejor interpretación de la ley se concilia con la mejor solución del caso concreto.
El razonamiento judicial, tal como actualmente se concibe, no permite establecer una distinción tan neta como la del siglo XIX entre derecho natural y derecho positivo. En efecto, si el derecho positivo es el derecho tal como funciona efectivamente en una situación dada, ya no coincide con los textos promulgados, pues, por una parte los principios generales y las reglas de derecho no escrito limitan o amplían el alcance de las disposiciones legislativas y, por otra parte, hay textos legales que por una u otra razón dejan de aplicarse, por lo menos en toda su generalidad y, aunque formalmente válidos, ven su eficacia disminuida de una manera imprevisible.
Doctrinas tales como el abuso del derecho o el orden público internacional permiten limitar y relativizar textos a primera vista absolutamente imperativos.

Hasta los partidarios de la concepción legalista del derecho tenían que darse cuenta y comprobar que algunos textos nunca se han aplicado efectivamente y que otros, sin haber sido derogados nunca, en un determinado momento han caído en desuso.
En la actual concepción del derecho, menos formalista, es imposible identificar pura y simplemente el derecho positivo con el conjunto de las leyes y de los reglamentos votados y promulgados conforme a criterios que garantizan su validez formal, pues puede haber divergencias no desdeñables entre la letra de los textos, su interpretación y su aplicación. Un mismo texto ha podido dar lugar a interpretaciones variables según las épocas.
El derecho, tal como se encuentra establecido en los textos legales, promulgados y formalmente válidos, no refleja necesariamente la realidad jurídica. Cuando una sociedad está profundamente dividida sobre una cuestión particular y se vacila en chocar frontalmente con una parte importante de la población, en las sociedades democráticas, donde se quiere un amplio consensus, es necesario recurrir a compromisos fundados sobre una aplicación selectiva de le ley.
Ocurre también que algunas instituciones continúan funcionando del modo que anteriormente era habitual, a pesar de que las prescripciones legales parecen haber ordenado un cambio.
Cuando una solución se presenta como la única admisible por razones de buen sentido, de equidad o de interés general, tiende a imponerse en derecho, aunque haya necesidad de recurrir a una argumentación especial, para mostrar su conformidad con las normas legales en vigor.
Los tribunales no vacilan en decidir de una manera que se impone por sí sola, aunque sea al precio de establecer una justificación ficticia, pero no deben perder de vista que tales subterfugios crean siempre un malestar que se manifiesta en que las partes convencidas de que legalmente tienen razón continúan los litigios. La paz judicial sólo se restablece definitivamente cuando la solución más aceptable socialmente va acompañada de una argumentación jurídica suficientemente sólida. Por ello, la búsqueda de tales argumentaciones, merced a los esfuerzos conjugados de la doctrina y de la jurisprudencia, favorece la evolución del derecho.
Siempre que se presenta una incompatibilidad entre lo que la ley prescribe externamente y lo que parece exigir una solución razonable de un caso concreto, surge la conocida distinción entre la solución justa de lege lata y de lege ferenda. El tribunal deja entender claramente cuál es la solución que hubiera gozado de sus preferencias si hubiera podido tener en cuenta únicamente lo que consideraba como justo y razonable. Sin embargo, se inclina a su pesar por conformarse con la voluntad del legislador aunque señalado su deseo de cambio.
Es raro, sin embargo, que los tribunales, si verdaderamente lo desean, no encuentren en la técnica jurídica un medio para conciliar la preocupación por una solución aceptable con la fidelidad a la ley.
En efecto, mediante la creación de una antinomia entre una disposición del derecho positivo y una regla de derecho no escrito, se puede limitar el alcance del texto y crear una laguna que el juez ha de llenar conforme a la regla de derecho no escrita.
Cuando los tribunales no quieren aplicar un texto legal, porque en el caso concreto les conduce a una solución totalmente inaceptable y no se encuentran en condiciones de establecer una interpretación de le ley que permita conciliar ésta con la equidad, recurren en última instancia a la ficción jurisprudencial.
El recurso a la ficción remite a un problema más amplio, que es el de las relaciones entre verdad y justicia. En efecto, aparece un ejemplo extremo de la ficción, cuando, por preocupaciones de equidad, un jurado califica falsamente los hechos que ha tenido que conocer. Mas no es éste el único caso en que el derecho concede mayor importancia a otros valores diferentes de la verdad.
Así, la mentira sólo es punible si el testigo se ha comprometido bajo juramento. El hecho de que no se admita que se citen como testigos al cónyuge o a los parientes en línea recta de una de las partes significa que el sistema coloca las relaciones de confianza, de respeto y de amor, que se considera que existen entre parientes próximos, antes que la obligación de atestiguar la verdad. También hay personas, que, por su profesión o estado, están obligadas al secreto.
En los regímenes democráticos el recurso a las ficciones judiciales es habitualmente obra de los jurados y no de los jueces profesionales. Justamente porque se les llama como representantes de la opinión pública, piensan menos en oponerse a la voluntad del legislador que el juez de oficio, cuya conciencia profesional ha sido educada en el espíritu de fidelidad a la ley.

No hay que perder de vista que se puede efectivamente utilizar la ficción judicial, es decir, la falsa calificación de los hechos, no por preocupaciones de equidad, sino para perseguir a los adversarios políticos.
Para que exista un Estado de derecho es preciso que los que gobiernan el Estado y los que están encargados de administrarlo y de juzgar conforme a la ley, observen las reglas que ellos mismos han instituido. Si falta lo que los americanos llaman due process of law, el respeto de una honesta aplicación de la justicia y la idea misma del derecho pueden servir de cortina a los excesos de un poder arbitrario.
La existencia de un Estado de derecho implica un poder judicial independiente. A esta exigencia precisamente correspondió la teoría de la separación de los poderes, la inamovilidad de los jueces y la interdicción de constituir tribunales especiales. En la tradición occidental, sobre todo desde la Revolución francesa, apenas se ha discutido la supremacía del poder legislativo en materia de derecho. Como representante legítimo de la voluntad nacional, determina las reglas que se convertirán en leyes del país e incluso, con frecuencia, en los Estados que no admiten el control judicial de la constitucionalidad de las leyes, lo hace de una manera que podría parecer soberana.
Contraponer la voluntad general, siempre derecha, a una voluntad de todos a menudo inducida a error, como hacía Rousseau , es justificar de antemano todas la tiranías, pues resulta obvio que el tirano pretenderá siempre que él conoce mejor que el pueblo los “verdaderos” intereses de este último.
Justificar una decisión legal es comparar las alternativas que resultan de una u otra norma contemplada, apreciar las consecuencias previsibles que las mismas producen en la vida práctica, humana, económica y social y elegir la alternativa que en un pesaje imparcial de las consecuencias favorables y desfavorables, producirá, por comparación, los menores inconvenientes y las mayores ventajas.
El otro aspecto, menos político y más jurídico, de la función legislativa, se encuentra en función de que las leyes se hacen para aplicarse dentro del contexto de un sistema jurídico existente. Según que el legislador quiera limitar o ampliar el poder de apreciación de los que deban aplicar las leyes, redactará el texto de la ley en unos términos más o menos precisos o más o menos vagos. La vaguedad significa que, en el caso concreto, el legislador no desea tomar por sí mismo una posición determinada, ya sea por la falta de elementos de información o porque los miembros del cuerpo legislativo no están de acuerdo sobre la manera de regularlo. Son entonces los llamados a poner en práctica los textos legales quienes han de tomar las decisiones definitivas en cada caso concreto.
En todo caso se ve que hay que dejar al poder judicial competencia para juzgar, en última instancia, respecto a la manera cómo la ley va a ser efectivamente aplicada, hasta el momento en que el legislador, descontento del modo como los textos existentes se están efectivamente aplicando, decida modificarlos, obligando al poder judicial a tomar en cuenta su voluntad claramente manifestada.
El hecho de que el juez deba someterse a la ley subraya la primacía otorgada al poder legislativo en la elaboración de las reglas de derecho, mas de ello no resulta en modo alguno un monopolio legislativo en la formación del derecho. El juez posee, a este respecto, un poder complementario indispensable, que le permite adaptar los textos a los casos concretos. Si no se le reconociera este poder, no podría, sin recurrir a ficciones, cumplir su misión, que consiste en el arreglo de los conflictos. La naturaleza de las cosas obliga a concederle un poder creador y normativo en el campo del derecho . La obligación legal de interpretar, dentro de un cierto espíritu, una disposición antigua, formalmente válida, plantea el problema de la sumisión del juez a la ley y de su poder de interpretación de los textos legales. Se ha invocado a este propósito la voluntad del legislador.
La Escuela de la Exégesis recurrió ya a esta noción. Se trataba entonces de precisar el texto legal cuando éste no permitía por sí mismo decidir un conflicto relativo a su interpretación, consultando los trabajos parlamentarios y los debates que habían precedido a la votación de la ley. Esta investigación de la voluntad del legislador conducía necesariamente a una concepción estática de la ley. En efecto, al tratar de conocer la voluntad, que se había manifestado a veces más de un siglo antes, se suponía que la voluntad del legislador continuaba siendo la misma a pesar de la evolución técnica, moral o política que podía haberse producido en el ínterin.
Ocurre con mucha frecuencia que la situación actual, que se quiere subsumir bajo una ley antigua, no fue prevista por el legislador, de manera que el juez se encuentra ante una laguna, que tiene que colmar colocándose en el lugar del legislador.

Esta última solución, que se podría calificar como dinámica, presenta otros inconvenientes, como es el de liberar enteramente al juez, merced a la hipótesis de la laguna, de toda sumisión a la ley. Al colocarse en el lugar del legislador, el juez se hace independiente de aquél y asume la misión de crear la ley en lugar de limitarse a explicarla, de manera que queda liberado de todos los imperativos legales, con los peligros de subjetividad y de arbitrio que tal solución comporta.
Por esta razón, yo sugiero que el juez tiene que buscar la voluntad del legislador y tiene que entender por tal no la del legislador que votó la ley, sobre todo si se trata de una ley antigua, sino la del legislador actual.
Cuando la voluntad a la cual se hace alusión es la del legislador actual, se afirma una hipótesis cuya veracidad puede ser contrastada, pues, en caso de desacuerdo con el juez, el legislador actual está en condiciones de pronunciase y de votar una ley interpretativa .
El razonamiento jurídico se manifiesta por antonomasia en el procedimiento judicial. En efecto, la función específica de los jueces es decir el derecho – y no crearlo – aunque con frecuencia la obligación de juzgar, impuesta al juez, le lleva a completar la ley, a reinterpretarla y a flexibilizarla. Desde la Revolución francesa, en el derecho continental existe también la obligación de motivar la decisión, por lo que el estudio de las técnicas de motivación permite extraer el razonamiento judicial, clasificándolo según las diferentes ramas jurídicas y de acuerdo con las diversas instancias jerárquicamente organizadas.
Los resultados del análisis de la motivación serán diferentes según la idea que uno se haga del derecho y del papel del juez en relación con la legislación; concepciones que varían según las épocas y que pueden por otra parte variar en una misma época en los diferentes sistemas de derecho.
Dice T. Sauvel : “Motivar una decisión es expresar sus razones y por eso es obligar al que la toma, a tenerlas. Es alejar todo arbitrio. Únicamente en virtud de los motivos el que ha perdido un pleito sabe cómo y por qué… Los motivos le ayudan a decidir si debe o no apelar… Y por encima de los litigantes, los motivos se dirigen a todos. Hacen comprender el sentido y los límites de las leyes nuevas y la manera de combinarlas con las antiguas. Dan a los comentaristas de sentencias la posibilidad de compararlas entre sí, analizarlas, agruparlas, clasificarlas, sacar de ellas las oportunas lecciones y preparar las soluciones del porvenir”. Y más adelante precisa: “Los motivos bien redactados deben hacernos conocer con facilidad todas las operaciones mentales que han conducido al juez al fallo adoptado. Son la mejor y la más alta de las garantías, pues protegen al juez contra cualquier falso razonamiento que pueda ofrecerse a su inteligencia y contra cualquier presión que quiera actuar sobre él” . Sin embargo, creo que estas últimas observaciones confunden el desarrollo psicológico de los móviles y la función de los motivos. Estos últimos deben persuadir a los litigantes, a las instancias superiores y a la opinión pública ilustrada de los motivos que justifican en derecho la parte dispositiva o fallo, pero no deben en modo alguno contener los móviles de los motivos. Al identificar los motivos como “todas las operaciones mentales que conducen al juez al fallo adoptado”, Sauvel olvida o descuida los elementos extrajurídicos que pueden haber influido en la opinión del juez y de los que el juez se guardará muy bien de hacer mención. No son necesariamente vergonzantes. Pueden, por ejemplo, estar fundados en un agudo sentido de la equidad.
De hecho, hoy nadie duda en mencionar en la motivación la idea de equidad a condición de que se le pueda encontrar un fundamento jurídico satisfactorio.
¿Basta para motivar que se presente un silogismo judicial que comprenda la regla aplicada, los hechos subsumidos dentro de la regla y la conclusión que de ello resulta?
Cuando no se discute la elección y la interpretación de la regla ni el establecimiento y la calificación de los hechos, este modo de razonar está fuera de toda crítica. Mas si tal fuera el caso, no habría litigio. El conflicto resulta del hecho de que alguno o varios de estos elementos son objeto de contestación. La motivación, tal como se la concibe en el derecho anglosajón, consiste en indicar las razones que han guiado a la Corte a llevar a cabo las opciones que ha considerado preferibles.
Touffait y Tunc, a propósito de la actitud del juez de la Common law, escriben: “El juez trata menos de ser breve y más de hacerse comprender. Ciertamente decide, pero quiere al mismo tiempo convencer… La parte perdedora sabe verdaderamente por qué ha perdido y los juristas que leen la decisión saben por qué se ha dictado” .
Cuando el funcionamiento de la justicia deja de ser puramente formalista y busca la adhesión de las pares y de la opinión pública, no basta indicar que la decisión se ha tomado bajo la cobertura de la autoridad de una disposición legal. Hay además que demostrar que es equitativa, oportuna y socialmente útil. Con ello, la autoridad y el poder del juez se acrecientan y es normal que el juez justifique mediante una argumentación adecuada cómo ha usado de su autoridad y de su poder. Se comprende que el ejemplo de jueces de la Common law, que han sido siempre conscientes de su papel y de su responsabilidad, se siga en la medida en que se acrece el papel del tribunal continental.
El razonamiento judicial debe ser matizado según los auditorios a los que se dirige la materia tratada y la rama del derecho a la que pertenece.
Empezaremos nuestro análisis de las modalidades del razonamiento jurídico con el razonamiento de los abogados cuyas pretensiones se contraponen en un litigio. El papel del abogado consiste en utilizar, dentro de los límites permitidos por la deontología profesional, todos los medios que le permitan hacer triunfar la causa que ha aceptado defender, a menos que la causa sea tan mala que tenga que contentarse con maniobras dilatorias.
Al abogado le está prohibido equivocar al juez o decir lo que le consta que es falso, pero no tiene obligación, ni incluso derecho, de revelar lo que sabe merced a confidencias de aquellos cuya causa ha aceptado defender.
El papel del abogado consiste en hacer que el tribunal o el jurado admitan las tesis que él se ha encargado de defender. Para llegar a conseguirlo adaptará su argumentación al auditorio del que depende la solución del proceso, que es un auditorio que le ha sido, por tanto, impuesto.
No se actúa igual ante un jurado que ante jueces profesionales. Y el recurso de casación impone la utilización de unas técnicas de argumentación que son distintas de las que se pueden desarrollar ante un tribunal de apelación. Y se argumenta de manera diferente si el informe recae sobre los hechos o sobre el derecho.
Todos los abogados saben que la presentación de los hechos y de las consecuencias jurídicas que de los hechos se sacan, va a ir seguida de una presentación de hechos y de unas conclusiones jurídicas diferentes por la parte contraria. La convicción del juez o del jurado va a resultar en gran parte de la confrontación entre exposiciones contrapuestas, en que no sólo los hechos de la causa van a poder ser descritos o calificados de otro modo, sino también en que una de las partes, al mismo tiempo que descuida hechos que ella considera irrelevantes, introduce otros que considera esenciales y que la otra parte ha dejado en la sombra.

La calificación de los hechos estará en función de la regla en la que se les quiere subsumir o del precedente al que se les quiere aproximar. La elección de la regla aplicable o del precedente que se invoca exigirán, para su puesta en práctica en el caso concreto, la determinación de su sentido y de su alcance.
Cada una de las partes invoca las reglas y los precedentes que le son favorables y trata de demostrar por qué los que el adversario invoca no son aplicables en el caso concreto que es objeto del litigio. Así vemos cómo la apreciación de analogías y de diferencias es esencial en la mayor parte de los litigios. Obsérvese a este respecto que el seguir una jurisprudencia constante basta para motivar una sentencia, mientras que la modificación de una jurisprudencia establecida es algo que debe ser motivado más seriamente. Pues a causa del crédito que se concede a la regla de justicia que ordena tratar por igual los casos esencialmente similares, se necesitan razones imperiosas para motivar un cambio de jurisprudencia. En efecto, aunque en el derecho continental las instancias inferiores no están obligadas por la regla stare decisis, les suscita dudas ponerse en contradicción con las instancias superiores, a menos que puedan utilizar argumentos suficientemente convincentes a favor de un cambio de jurisprudencia. Por eso, cada una de las partes tratará de demostrar que la solución que se propone es la más justa, la más razonable y la que mejor responde a los intereses de la sociedad.
¿Debe el abogado, en su argumentación, suscitar de entrada todos los argumentos que se pueden oponer a la tesis que él defiende esforzándose por disminuir su impacto? Si una réplica previa ofrece ventajas, comporta también inconvenientes, pues al conceder importancia a posibles argumentos del adversario, no sólo se incremente su presencia en la mente del juez, sino que se les reconoce el estatuto de un argumento plausible, pertinente y que no hay derecho a olvidar. Esta es la razón por la cual normalmente los abogados no hacen apenas alusión en su propia exposición a los argumentos que su adversario puede desarrollar, reservándose el derecho de responder en la réplica donde aparecerán no ya como eventuales argumentos del adversario, sino como los que efectivamente ha esgrimido.
Si el abogado, para sostener su tesis, no dispone de una jurisprudencia suficientemente abundante y, sobre todo, si la jurisprudencia favorece más bien la tesis del adversario, buscará en la doctrina y en la jurisprudencia extranjera argumentos que favorezcan un cambio de jurisprudencia. En los litigios, de ordinario el proceso se presenta como una opción entre un valor con detrimento de otro. Se trata siempre de convencer al juez de que adoptando la tesis que uno defiende no va a adoptar una postura original, insensible a la jerarquía de valores que ha sido programada por el legislador, la jurisprudencia y la doctrina, sino que, al revés, se va a encontrar en la línea que tiene más probabilidades de triunfo, si el mismo litigio es juzgado en apelación.
Al redactar una sentencia, el juez no tiene que expresar una opinión estrictamente personal. Si su convicción íntima la permite considerar los hechos como establecidos y se ha seguido el procedimiento concerniente a los medios de prueba, es necesario que la motivación de la decisión demuestre con suficiencia que es conforme con el derecho en vigor, tal como comprenden éste las instancias superiores y la opinión de los juristas cualificados. Así, la argumentación de cada una de las partes debe tender a hacer admitir al tribunal que la tesis por ella defendida responde mejor a estas exigencias.
En el Parlamento los argumentos que se utilizan son más de orden social, moral o político que de orden jurídico, pues el papel del Parlamento no es decir el derecho existente, sino establecerlo. Esta es la razón por la que hay que considerar que el razonamiento judicial, más que cualquier otra argumentación, es lo que es específico de la lógica jurídica.
Son los tribunales y no los teóricos los encargados de decir el derecho, al motivar sus decisiones. Su razonamiento es lo que permite destilar la lógica jurídica que opera en un Estado y en un momento dado. Las obras doctrinales sólo pasan a formar parte integrante del orden jurídico positivo, cuando las justificaciones y las conclusiones en ellas propuestas son recogidas por el poder judicial.
No se considera ya al juez como una boca a través de la cual habla la ley. Esta última no constituye todo el derecho. Es sólo el principal instrumento que guía al juez en la realización de su tarea, que es la solución de casos concretos.
El papel del juez consiste en hallar una solución que sea razonable y aceptable, es decir, ni subjetiva, ni arbitraria. El juicio, que es una decisión, y no una conclusión impersonal y necesaria hecha a partir de unas premisas indiscutidas, supone la intervención de una voluntad. ¿Cómo mostrar que ésta no ha sido arbitraria?
Motivar es justificar la decisión tomada proporcionando una argumentación convincente e indicando lo bien fundado de las opciones que el juez efectúa. Al explicitar las razones del fallo, debe convencer a los litigantes de que la sentencia no es una toma de posición arbitraria.
Cabe que el proceso psicológico que lleva al juez a tomar posición se pueda explicar por móviles de orden social, moral y político, confesables o no. Mas la motivación de un juicio no puede limitarse nunca a la explicitación de unos móviles, por generales que estos sean. Su papel es hacer la decisión aceptable por los juristas, y más especialmente por las instancias superiores que habrán de conocer de ella. Como cada decisión puede servir de precedente para la solución ulterior de otro caso del mismo tipo, hay que mostrar que puede cumplir esta función, insertándose sin dificultad en la obra colectiva que es la jurisprudencia. Es preciso además que sea conforme con el derecho en vigor y aceptable como tal por los que la examinan.
El razonamiento del juez será diferente según que el conflicto judicial concierna a cuestiones de hecho o a cuestiones de derecho, aunque muchas veces sea difícil separar enteramente unas de otras.
Los testimonios, los indicios y las presunciones no conducen casi nunca a una certidumbre absoluta, que no es, por otra parte, necesaria. Basta que la convicción de los jueces sea suficiente para descartar toda duda razonable.
Cuando se opera una calificación o una subsunción, si la calificación se refiere a ideas vagas, tales como urgencia o interés general, cuya noción no está dada en un texto legal, el sentido que hay que atribuirles se precisa gradualmente merced a los casos concretos, cuyo conjunto puede permitir, tras algunos tanteos, la elaboración de una definición jurisprudencial.
A falta de una definición comprensible, se comienza primero mediante una delimitación negativa, que precisa lo que no puede considerarse razonablemente como un caso de urgencia o como un caso conforme al interés general .
Para precisar las nociones de culpa y de negligencia, el Código Civil [francés] se refiere con frecuencia al comportamiento del un buen padre de familia. Se trata de un concepto normativo por referencia al cual se aprecian las conductas. Frente a los conceptos descriptivos, los conceptos normativos consignan datos que no pueden ser simplemente percibidos o experimentados, sino que, como escribe K. Engisch , sólo pueden representarse y comprenderse en estrecha vinculación con el mundo de las normas.
La especificidad de los conceptos normativos es precisamente que varían de una sociedad a otra y de una época a otra. Esta variación puede plantear muy graves problemas a los jueces, en la medida en que los criterios de aplicación de los conceptos no pueden disociarse nunca del contexto social. Los conceptos descriptivos pueden plantear parecidos problemas, pero, de hecho, no evolucionan nunca tan rápidamente. La aplicación de la noción de “buenas costumbres” es un buen ejemplo de estas dificultades.
La aplicación del derecho, si se quiere que sea aceptable, por razonable, no se puede limitar a una pura deducción, ya que el contenido de un gran número de conceptos sólo se define por su relación con los valores admitidos en la sociedad. El derecho admitido no es simplemente el derecho impuesto por el legislador. Hay que flexibilizarlo para conciliarlo con lo que se considera como equitativo o razonable. Y en este sentido evoluciona el derecho contemporáneo en todas las sociedades democráticas, en las que la simple afirmación por vía de autoridad aparece fuertemente discutida. El formalismo parece cada vez más vivamente atacado.
F. Gorphe dice: “Los jueces, encargados de aplicar a la vez la ley y la justicia, dudan cuando ambas no se concilian entre sí y buscan un acomodo inspirándose en el espíritu de la ley y en los principios que dominan las disposiciones especiales. El espíritu de equidad permite adaptar la regla general a las particularidades del caso concreto” .
El derecho se desarrolla equilibrando una doble exigencia: una de orden sistemático, que es la elaboración de un orden jurídico coherente, y otra de orden pragmático, que es la búsqueda de soluciones que sean aceptables por el medio, porque son conforme con lo que le parece justo y razonable.
Las decisiones de la justicia deben satisfacer a tres auditorios diferentes, que son: de un lado, las partes en litigio; después, los profesionales del derecho, y, por último, la opinión pública, que se manifiesta a través de la prensa y de las reacciones legislativas que se suscitan frente a las sentencias de los tribunales. De este modo, la búsqueda del consenso de auditorios diferentes da lugar a una dialéctica a que el derecho está muy acostumbrado y que se manifiesta mediante justificaciones de todo tipo, de orden social, moral, económico, político y propiamente jurídico, que los partidarios de las tesis en debate no dejarán de suministrar.
El papel del juez consiste en apreciar el valor de cada uno de los argumentos, que en la medida en que han sido utilizados por las partes llevan a soluciones contrapuestas. Debe guardarse, pues, de una decisión puramente subjetiva, cuyo peligro se aminora mediante la instauración de la colegialidad, que sería inconcebible si la lógica jurídica fuera una lógica formal aplicada al derecho y se propusiera demostrar una conclusión a partir de premisas supuestamente verdaderas.
La lógica judicial se centra enteramente sobre la idea de adhesión y no sobre la idea de la verdad. Lo que el abogado trata de ganar con su informe es la adhesión del juez. Y sólo puede obtenerla mostrándole que tal adhesión está justificada, porque la aprobarán las instancias superiores y la opinión pública. Para conseguir sus fines, el abogado no partirá desde unas verdades (los axiomas) hacia otras verdades a demostrar (los teoremas), sino de unos acuerdos previos hacia la adhesión a obtener.
¿Sobre qué recaen estos acuerdos previos? 50 Ante todo, sobre los hechos, mientras no sean discutidos. Después, sobre las presunciones, mientras no sean invertidas. Más tarde, sobre los valores, las jerarquías de valores y los lugares comunes reconocidos en una sociedad dada. Por último, sobre la existencia y la interpretación de las reglas de derecho a partir de los textos legales y de la jurisprudencia.
Mientras que la demostración se desarrolla en el interior de un sistema, cuyos elementos, a la vez unívocos y coherentes, no pueden ser ni interpretados ni puestos en cuestión, la argumentación se desarrolla a partir de acuerdos previos. La partida será siempre más fácil para aquél cuya argumentación esté favorecida por presunciones o por precedentes, pues de este modo se insertan más fácilmente en el orden jurídico.
Es raro que en el curso de un proceso desaparezcan o se modifiquen los acuerdos previos. Lo más frecuente será que las partes se limiten a precisarlos o reinterpretarlos.
Sólo si nos encontramos en presencia de acuerdos que se manifiestan como incompatibles surgirá en el curso del litigio el problema de su reajuste.
Como el derecho tiene una función social que cumplir, no se le puede concebir, de manera realista, sin hacer referencia a la sociedad que debe regir. Como el derecho, en todas sus manifestaciones, se inserta en el medio social, la sociología del derecho adquiere en nuestra concepción del derecho una importancia creciente.
En una sociedad democrática, es imposible mantener la visión positivista según la cual el derecho no es otra cosa que la expresión arbitraria de la voluntad del soberano. Para funcionar eficazmente, el derecho debe ser aceptado, y no sólo impuesto por medio de la coacción.
Si los jueces deben decir el derecho, conforme con la voluntad de la nación, es un prejuicio creer que las leyes en que se expresa esta voluntad deben ser interpretadas siempre conforme a la voluntad del legislador que las votó. Para evitar toda arbitrariedad en esta materia hay que presumir que el legislador actual tiene la misma voluntad que el pretérito. Pero cuando hay buenas razones para creer que el legislador actual no puede compartir los puntos de vista del anterior al tratar de ajustarse a la voluntad de la nación, el juez se ajustará en último término a la voluntad presumida del legislador actual.
El debate judicial y la lógica jurídica se refieren a la elección de las premisas que se encuentran mejor motivadas y que suscitan menos objeciones. El papel de la lógica formal es hacer que la conclusión sea solidaria con las premisas, pero el de la lógica jurídica es mostrar la aceptabilidad de las premisas. Esa aceptabilidad resulta de la confrontación de los medios de prueba y de los argumentos y de los valores que se contraponen en el litigio. El juez debe efectuar el arbitraje de unos y otros para tomar una decisión y motivarla.
La lógica jurídica, especialmente la judicial, se presenta, en conclusión, no como una lógica formal, sino como una argumentación, que depende de la manera en que los legisladores y los jueces conciben su misión y de la idea que se hacen del derecho y de su funcionamiento en la sociedad.