lunes, 13 de septiembre de 2010

UNLZ 2010 SEMIOLOGGÍA Y ANALISIS DEL DISCURSO

Equipo docente: Roberto Marafioti – Marcelo Arias – Pablo Leona.
FUNDAMENTACION

La materia Semiología y Análisis del Discurso se dicta para alumnos de diferentes Carreras (Periodismo, Comunicación Social, Publicidad, Relaciones Públicas) lo cual supone distintas expectativas e intereses. Sin embargo, también se cuenta con un sustrato común en relación al reconocimiento de los fenómenos comunicacionales y lingüísticos en la medida en que Lingüística y Principios de Semiología es correlativa de Semiología y Análisis del Discurso. A partir de estos supuestos es que se propone el estudio de los fenómenos discursivos contemporáneos desde la metodología semiológica y del análisis del discurso. Como se sabe, estas orientaciones resultan de una confluencia marcada por distintas perspectivas teóricas (la lingüística, en primer orden, pero también hay que reconocer los aportes de la antropología, filosofía, sociología, psicoanálisis, etc.) que, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, sobre todo en Europa, Estados Unidos y también América Latina, van consolidándose como opciones singulares y eficaces para el estudio y el análisis de los fenómenos comunicacionales masivos. Somos, existimos y nos relacionamos a partir del lenguaje. Es él el que nos permite tener la primera organización del mundo. A partir de allí somos capaces de diferenciar los objetos, reconocer los afectos y ubicarnos en la sociedad. De allí que la relación entre lenguaje, pensamiento y realidad sean problemáticas privilegiadas de estudio. Sin embargo el lenguaje se expresa a través de discursos que, según sus propios mecanismos de estructuración y reiteración, pueden ser recortados en diferentes y, a veces arbitrarias, clasificaciones. Así reconocemos un discurso jurídico, un discurso científico, un discurso publicitario, un discurso pedagógico, etc. El concepto de discurso es uno de los más polémicos y conflictivos. Sus plurales acepciones hace que sea preciso ubicarse desde una perspectiva para, a partir de allí, comenzar el trabajo. En nuestro caso optamos por la definición que señala que “hay que entender discurso en su extensión más amplia: toda enunciación que supone un hablante y un oyente, y en el primero, la intención de influir de alguna manera en el otro”. Pero además del estudio de los fenómenos estructurantes de cada discurso importa también dar cuenta de los mecanismos a partir de los cuales un sujeto se apropia de la lengua, la organiza, le da su propio matiz y posibilita el desencadenamiento de plurales sentidos. Es lo que conocemos como fenómenos enunciativos. Ellos aparecen enmarcados en ese gran apartado que se refiere a la enunciación. La relación entre la definición de discurso propuesta y la noción de enunciación es importante porque marca las relaciones discursivas en términos de efectos sobre los sujetos. Los discursos se instalan en la sociedad, vertebran y condicionan las relaciones sociales. De aquí surge otro gran tema que se refiere a los modos de producción y circulación de los discursos. Cuando hablamos la base estructurante gira en torno a describir, narrar o argumentar. Incluso, tal vez se pueda afirmar que en realidad la última, argumentar, rige a las otras dos. Esto implica estudiar los fenómenos que provoca el discurso en términos del proyecto que se formula el locutor cuando pronuncia un discurso y, al mismo tiempo efectos, supuestos o reales, que se tienen sobre quienes reciben los discursos, ya sea que se los ubique como público, opinión pública, auditorio, destinatarios o cualquier otro concepto afín. En el presente cuatrimestre la materia estará organizada sobre la base de tres ejes temáticos: el que gira en torno al concepto de signo, el de la enunciación y el de la argumentación. Ellos estarán orientados al estudio y la aplicación práctica en dos géneros discursivos: el del crónica, comentario y el editorial periodísticos y el publicitario. Los otros temas teóricos que se tocarán servirán como soporte de los indicados anteriormente.

OBJETIVOS

La materia se dicta, como se indicó más arriba, para alumnos que cursan distintas carreras, se da por descontada una base de conocimientos comunes referidos a problemáticas comunicacionales y a conceptos básicos de la lingüística contemporánea. Esta situación es la que se da por supuesta cuando se trata de introducir a los alumnos en los grandes desarrollos teóricos de la semiología con la intención de alcanzar, al concluir el cuatrimestre, los siguientes objetivos:
• que estén en condiciones de incorporar una metodología semiológica y de análisis del discurso para el estudio de los dicursos masivos.
• que estén en condiciones de reconocer las estructuras subyacentes a los discursos.
• que sean capaces de conocer las características específicas de los discursos propuestos.
• que puedan reconocer la particularidad del relato cinematográfico y sus efectos.
• que puedan trabajar con los elementos teóricos brindados en pequeñas aplicaciones de fenómenos discursivos.
• que puedan reconocer los mecanismos argumentativos desplegados por los emisores de mensajes académicos y de los medios masivos.

CONTENIDOS

UNIDAD 1. LA SEMIÓTICA DE CHARLES S. PEIRCE.
Componentes binarios. Relaciones diádicas y triádicas. Distintas concepciones acerca del signo. El signo en Peirce. Inducción, deducción y abducción. Primeridad, Segundidad y Terceridad. Gramática, Lógica y Retórica. Distintos tipos de signos. Sistemas semióticos y sistemas semánticos. Sistemas de modalización primaria y secundaria. Pragmatismo.

UNIDAD 2. SEMIÓTICA DEL CINE.

El cine y sus procesos de significación. Presunta especificidad del ‘lenguaje’ cinematográfico. Montaje y narratividad. Realismo e intertextualidad. Cine y sociedad: entretenimiento e “industria cultural”.

UNIDAD 3. ENUNCIACIÓN Y TEXTO PERIODÍSTICO.

El texto periodístico y la instancia de la enunciación. Subjetivemas, modalidad, polifonía. Discurso hegemónico y ‘sentido común’.

UNIDAD 4. 1. ARGUMENTACION

Características del discurso argumentativo. Explicación y argumentación. La argumentación en la epoca clásica. Retórica y dialéctica aristotélicas. Ejemplos y entimemas. Formas directas e indirectas de la argumentación. Los "topoi" argumentativos. El modelo argumentativo en Perelman y Toulmin. Ejemplos, ilustraciones, modelos. La noción de auditorio. Argumentación y Pragmadialéctica. El modelo argumentativo de van Eemeren. Esquemas argumentativos y estructuras de la argumentación.

4. 2. EL PRESENTE DE LA TEORIA DE LA ARGUMENTACIÓN.

Las teorías de la argumentación después de Perelman y Toulmin. Evaluación y crítica de los dos modelos teóricos. El proyecto filosófico de Toulmin. Lógica jurídica y Nueva Retórica. Argumentación y valores. Persuasión y disuasión. La emoción en la argumentación.

TRABAJOS PRÁCTICOS AÑO 2010.

El presente curso académico estará orientado, en los trabajos prácticos, a estudiar el discurso cinematográfico. La elección se realizó en función de la pertinencia académica pero también porque es un género discursivo de mucha proximidad con los estudiantes de las diversas carreras que se cursan en la facultad. Será obligatorio el conocimiento de las películas que figuran más abajo. Se tendrá en cuenta en los exámenes parciales de teóricos y prácticos preguntas relacionadas con la trama como así también con rasgos específicos que se hayan contemplado en función de la lectura de la bibliografía respectiva.


BIBLIOGRAFIA OBLIGATORIA

Se indica sólo la bibliografía de lectura obligatoria y sobre la que se realizará la evaluación según los criterios explicados más abajo con un asterisco (*), el resto debe considerarse como bibliografía complementaria.


UNIDAD 1.
Roberto Marafioti, Charles S. Peirce. El éxtasis de los signos, Biblos, Buenos Aires, 2004.
(*)Charles S. Peirce, "Algunas consecuencias de cuatro incapacidades", en El hombre, un signo, Crítica, Madrid, 1996.
(*) -------, ¿Qué es un signo?, en www.robertomarafioti.com
(*) -------, Fundamento, Objeto e Interpretante, en www.robertomarafioti.com (*) -------, Del razonamiento en general, en www.robertomarafioti.com.
Umberto Eco, "Límites naturales: el umbral superior" y "El interpretante", en Tratado de Semiótica General, Barcelona, Lumen, 1977, pp. 57-66 y 133-140.
E. Benveniste: "El aparato formal de la enunciación", en Problemas de lingüística general II, Cap. V, Siglo XXI, México 1971, págs. 82 - 91. (*)
E. Benveniste: "Semiología de la lengua", en Problemas de Lingüística General II, Siglo XXI, México, 1971.
Harold Weinrich, "Mundo comentado/mundo narrado", en Estructura y función de los tiempos en el lenguaje, Madrid, Gredos, 1975, (Adapt. de la cátedra).
D. Maingueneau "1. El aspecto indicial, Problemas de tipología", en Introducción a los métodos de análisis del discurso. Problemas y perspectivas, Hachette, Bs. As., 1980, págs. 116-136.O. Ducrot, "La enunciación", en El decir y lo dicho, Hachette, Buenos Aires, 1984, págs. 133-147.
O. Ducrot y T. Todorov: "Enunciación", en Ob. Cit., págs. 364- 368.
R. Marafioti (Comp.), Elena P. de Medina y E. Balmayor, Recorridos semiológicos. Signos, enunciación y argumentación, Buenos Aires, EUDEBA, 1997.

UNIDAD 2

Metz, C. “Problemas actuales de teoría del cine (1966)”, en Ensayos sobre la significación en el cine (1968-1972). Vol. II. Barcelona, Paidós, 2002.
Stam, R. Nuevos conceptos de la teoría del cine. Capítulo 5 (“Desde el realismo a la intertextualidad”). Barcelona, Paidós, 1999.
Horkheimer, Max y Adorno, Theodor. “La industria cultural. Ilustración como engaño de masas”, en Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid, Trotta, 1997.

UNIDAD 3.

“Subjetivemas” (Apunte de cátedra: sistematización aplicada de las categorías de subjetivema –según la definición de C. Kerbrat-Orecchioni- y su relación con la noción de “signo ideológico”, de V. Voloshinov) –Bally, Maingueneau, inter al.-)
“Modalidades” (Apunte de cátedra: sistematización aplicada de las categorías de modalidad de enunciación –según la definición de Bally, Benveniste, Buyssens, inter al.- y modalidad de enunciado -según von Wright, Meunier, inter al.-)
Voloshinov, V. (1929): “Planteamiento del problema del «discurso ajeno»”, en El marxismo y la filosofía del lenguaje (Capítulo II), Madrid: Alianza, 1992.

UNIDAD 4. 1.
Frans van Eemeren et alt., Argumentación, Análisis, Presentación y Evaluación, Biblos, Buenos Aires, 2006. (*)
Frans van Eemeren y Peter Houtlosser, "La Retórica en la pragmadialéctica", en www.robertomarafioti.com
(*) Roberto Marafioti, Los patrones de la argumentación. La argumentación en los clásicos y en el siglo XX, Biblos, Buenos Aires, 2003.
Vincenzo Lo Cascio, Cap. 5 "La gramática argumentativa", Cap. 6 "Los indicadores de fuerza", Cap. 9 "Lenguajes especiales" en Gramática de la argumentación, Alianza Universidad, Madrid, 1998.
Stephen Toulmin, Cap 3 La forma de los argumentos en Los usos de la argumentación, Península, Madrid, 2007, p. 129 – 191

4.2.
Roberto Marafioti (ed.), Teoría de la argumentación. A 50 años de Perelman y Toulmin, Biblos, Buenos Aires, 2010. (*)
Atienza, Manuel, Para una teoría de la argumentación jurídica, en www.robertomarafioti,com

BIBLIOGRAFIA COMPLEMENTARIA

O. Ducrot y T. Todorov: "La semiótica", "El signo" y "Sintagma y paradigma", en Diccionario enciclopédico de las ciencias del lenguaje, Siglo XXI, México, 1980, págs. 104, 111, 120 - 127, 129 - 135.
Umberto Eco, "El signo" en Signo, Barcelona, Labor, 1988, págs. 5-12.
Gérard Deladalle, "La filosofía de Peirce", en Leer a Peirce hoy, Gedisa, Barcelona, 1996.
Juan Magariños de Morentín, "Charles Sanders Peirce: sus aportes a la problemática actual de la semiología", en El signo. Las fuentes teóricas de la semiología: Saussure, Peirce, Morris, Hachette, Buenos Aires, 1983, pp. 81-111.
Chaïm Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación. La nueva retórica, Gredos, Madrid, 1986.
----------, De la justicia, Centro de Estudios Filosóficos, UNAM, México, 1964
Stephen S. Toulmin, Los usos de la argumentación, Peninsula, Madrid, 2006.
Aumont, Jacques y otros. Estética del cine. Buenos Aires, Paidós, 2005, Cap. IV “Cine y lenguaje”.
Bettetini, Gianfranco. Cine: lengua y escritura. México, Fondo de Cultura Económica, 1975. Parte 1: "Los signos fílmicos".
Mitry, Jean. Estética y psicología del cine (1. Las estructuras). Madrid, Siglo Veintiuno, 1978. Capítulo 5 (XXIX: "La imagen fílmica y la expresión verbal") y capítulo 10 ("El ritmo cinematográfico").
Brunetta, Gian Piero. Nacimiento del relato cinematográfico (Griffith: 1908-1912). Madrid, Cátedra, 1987. Capítulo 5.
Eisenstein, Sergei. "Dickens, Griffith y el cine en el actualidad" (1944), en La forma del cine. México, Siglo Veintiuno, 1986.
Martin, Marcel, El lenguaje del cine, Gedisa, Barcelona, 2002, Cap. 2 “La función creadora de la imagen” y Cap. Aumont, Jacques y otros. Estética del cine. Buenos Aires, Paidós, 2005.6 “Metáforas y símbolos”.
Baldelli, Pío. El cine y la obra literaria. Buenos Aires, Galerna, 1970. Capítulo I ("Adaptaciones e interpretaciones cinematográficas de textos literarios").
Wolf, Sergio. Cine/Literatura. Ritos de pasaje. Buenos Aires, Paidós, 2001. Cap. 3 ("Los modelos de transposición: de la adecuación al camouflage").
Peña-Ardid, Carmen. Literatura y cine. Una aproximación comparativa. Madrid, Cátedra, 1999. Segunda Parte, cap. II (“Cine y novela: parámetros para una confrontación”).
Reisz, Karel. Técnica del montaje cinematográfico. Madrid, Taurus, 1960. Cap I (“El montaje en el cine mudo”).
Stam, Robert. Teoría del cine: una introducción. Barcelona, Paidós, 1999.

MODALIDAD DE DICTADO DEL CURSO

Se trata de un curso estructurado en clases teóricas y en trabajos teórico- prácticos. El desarrollo de la materia prevé la exposición a cargo del docente titular y del Jefe de Trabajos Prácticos para las clases teóricas y de los docentes encargados de las clases prácticas. Al mismo tiempo se promoverá la ejercitación con los alumnos de modo de poner en evidencia la correlación entre los conceptos teóricos y las posibilidades que brinda su aplicación práctica. La lectura del material bibliográfico resulta imprescindible para ir siguiendo el desarrollo del curso.

EVALUACION

Esta prevista la evaluación del total del dictado en las clases de la materia a través de dos exámenes. Un examen parcial corresponderá a las clases prácticas. Otro examen general se tomará en el horario de teóricos y tendrá la modalidad de evaluar tres aspectos.

1. Control de lectura de la bibliografía obligatoria.

2. Preguntas de comprensión que tratan de poner en juego la elaboración personal del alumno a través de las necesarias relaciones que pueden existir entre los textos.

3. La aplicación de los conceptos teóricos a una propuesta práctica.
Este tipo de trabajo se habrá realizado antes en clase, en esa oportunidad se proveerá a cada alumno de un texto para que lo analice. En caso de estar ausente en un examen o de reprobarse se podrá acceder SOLO un examen recuperatorio (el ausente o el reprobado) pero en esta oportunidad se incluirán el conjunto de los temas previstos aún cuando no hayan sido dados en clase. El día del parcial de prácticos no se dictará clase teórica.



Roberto Marafioti
Marzo 2010

jueves, 22 de abril de 2010

STAM - NUEVOS CONCEPTOS DE LA TEORÍA DEL CINE.

4. El psicoanálisis

La teoría psicoanalítica del cine representa, más que un alejamiento, un desarrollo
de la semiótica del cine, ya que, tal y como señala Chrsitian Metz: «Tanto los estudios lingüísticos como los psicoanalíticos son ciencias del hecho mismo del sentido, de la significación» (Metz, 1979, pág. 9). Algunos teóricos del cine vieron una relación entre el modo en el que la psique humana (en general) y la representación cinemática (en particular) funcionan, y consideraron que la teoría freudiana de la subjetividad humana y la producción inconsciente podrían arrojar una nueva luz sobre los procesos textuales implicados en la realización y el visionado de una película.

Uno de los objetivos, por consiguiente, de la teoría psicoanalítica del cine es una
comparación sistemática del cine como un tipo específico de espectáculo y la estructura del individuo social y psicológicamente constituido. Esta aproximación ve el psicoanálisis como un campo general de investigación, una matriz estructurante en la que los diversos términos y conceptos se interconectan para proporcionar un marco para que se elabore esta relación. Por este motivo, la discusión de términos específicamente fümicos estará precedida por un breve resumen del psicoanálisis.

La teoría psicoanalítica

La utilización del psicoanálisis por parte de la teoría fílmica está basada fundamentalmente en la reformulación a cargo del psicoanalista francés Jacques Lacan de la teoría de Freud, más notablemente en su énfasis sobre la relación del deseo y la subjetividad en el discurso (y es este énfasis el que permite al psicoanálisis ser
entendido como una teoría social). Tal y como lo formula Rosalind Coward: «Lo inconsciente se origina en el mismo proceso mediante el cual el individuo penetra en el universo simbólico» (Coward, 1976, pág. 8). Esto significa, en primer lugar, que los procesos inconscientes son de naturaleza esencialmente discursiva, y en segundo lugar, que la vida psíquica es a su vez individual (privada) y colectiva (social) al mismo tiempo. Para la teoría fílmica, considerar lo inconsciente suponía sustituir el cine como un «objeto» por el cine como un «proceso», abordar los estudios semióticos y narrativos del cine a la luz de un teoría general de la formación del SUJETO. El término sujeto hace referencia a un concepto crítico relacionado con, pero no equivalente a, el individuo, y sugiere un completo abanico de determinaciones (sociales, políticas, lingüísticas, ideológicas, psicológicas) que se entrecruzan para definirlo. Al rechazar la noción de yo como una entidad estable, el sujeto implica un proceso de construcción mediante prácticas significativas- que son al mismo tiempo inconscientes y culturalmente específicas.

El énfasis sobre los procesos inconscientes en los estudios fílmicos es lo que se conoce como aproximación METAPSICOLÓGICA, porque trata de la construcción psicoanalítica del sujeto espectador del cine. El término metapsicología fue inventado por Freud para referirse a la dimensión más teórica de su estudio de la psicología, la teorización de lo inconsciente.
Esto supone la construcción de un modelo conceptual (un modelo que desafía la verificación empírica) para el funcionamiento del aparato psíquico y que está dividido en tres aproximaciones:
la dinámica (los fenómenos psíquicos son el resultado del conflicto de fuerzas instintivas);
el económico (los procesos psíquicos consisten en la circulación y distribución de la energía instintiva); y
el topográfico (el espacio psíquico está dividido en términos de sistemas[inconsciente, preconsciente y consciente] e instancias [id, ego y superego].

Como consecuencia del giro desde el «objeto» al «proceso», el objetivo del análisis se desplazó desde los sistemas de significado dentro de las películas individuales a la «producción de subjetividad» en la situación de visionado de la película; cuestiones acerca del espectador en el cine comenzaron a plantearse desde el punto de vista de la teoría psicoanalítica. Si el psicoanálisis examina las relaciones del sujeto en el discurso, entonces la teoría psicoanalítica del cine significa la integración de cuestiones de subjetividad dentro de nociones de producción de significado.

Además, significa que el visionado de la película y la formación del sujeto eran procesos recíprocos: algo sobre nuestra identidad inconsciente como sujetos se refuerza al visionar una película, y el visionado de un película resulta efectivo debido a nuestra participación inconsciente. Desplazándonos desde la interpretación de películas individuales a una comprehensión sistemática de la misma institución cinemática, algunos teóricos del cine vieron el psicoanálisis como una forma de dar cuenta del inmediato y penetrante poder social del cine. Para ellos el cine «reinscribe» aquellos procesos muy profundos y globalmente estructurados que forman la psique humana y lo hace de tal modo que anhelamos continuamente repetir (o re-representar) la experiencia.

El PSICOANÁLISIS es una disciplina, fundada por Freud, cuyo objeto de estudio es lo inconsciente en la totalidad de sus manifestaciones. Como método de investigación, consiste en traer a ía conciencia eí material mental reprimido. Como método de terapia, interpreta la conducta humana en términos de

1) RESISTENCIA: la obstrucción del acceso a lo inconsciente;

2) TRANSFERENCIA: la actualización de deseos inconscientes, generalmente en la situación analítica, mediante la otorgación de una especie de valor al analista que permite la repetición de conflictos anteriores,

y 3) DESEO, la circulación simbólica de deseos inconscientes a través de signos ligados a nuestras formas más tempranas de satisfacción infantil. Como teoría de la subjetividad humana, el psicoanálisis describe el modo en el que el pequeño ser humano llega a establecer un «yo» específico y una identidad sexual dentro de la red de relaciones sociales que constituye la cultura. Toma como su objeto los mecanismos de lo inconsciente: resistencia, represión, sexualidad infantil y el complejo de Edipo, y busca analizar las estructuras fundamentales del deseo que subyacen a toda actividad humana.

Para Freud, que descubrió y teorizó lo inconsciente, la vida humana está dominada por la necesidad de reprimir nuestras tendencias hacia la satisfacción(el «principio de placer») en nombre de la actividad consciente (el «principio de realidad»). Llegamos a ser quien somos de adultos por medio de una masiva e intrincada represión de aquellas expresiones muy tempranas, muy intensas, de energía libidinal (sexual). (Como concepto, LIBIDO es bastante difícil de definir, en primer lugar, porque está en constante evolución dentro del pensamiento de Freud en la medida en que él iba refinando su teoría de los instintos, y en segundo lugar, no existe en la literatura una definición esclarecedora. Sin embargo, algunas características consistentes permiten la sugerencia provisional de que la libido es energía psíquica y emocional asociada a la transformación de los instintos sexuales en relación con sus objetos, o de forma más precisa, la manifestación dinámica del instinto sexual.) Para Lacan, el proceso es también lingüístico; el sujeto llega a ser en y a través del lenguaje. Designa como «el OTRO» ese lugar inconsciente del habla, discurso, significación y deseo que forma la matriz de este proceso. En palabras de Terry Eagleton:

"[El «otro»] es aquel que, como el lenguaje, es siempre anterior a nosotros y siempre se nos escapará, aquel que nos lleva en primer lugar a existir como sujetos pero que siempre supera nuestro entendimiento... Nosotros deseamos lo que los demás, nuestros padres, por ejemplo, desean inconscientemente para nosotros, y el deseo sólo se puede dar porque nosotros estamos atrapados en relaciones lingüísticas, sexuales y sociales, la totalidad del campo del «Otro», que lo genera" (Eagleton, 1983, pág. 174).


Así, por razones obvias, lo INCONSCIENTE es central tanto para Freud como para Lacan. En términos muy generales, lo inconsciente se refiere a la división de la psique no sujeta a la observación directa sino inferida de sus efectos sobre los
procesos conscientes y la conducta. Lo «inconsciente» es lo que Freud designa
como aquel lugar al que son relegados los deseos no realizados en el proceso de represión que lo forma. Como tal, es concebido como aquel «otro escenario/escena»
donde el drama de la psique (o, en términos lacanianos, de la «construcción del sujeto») es representado. En otras palabras, debajo de nuestra conciencia de las interacciones sociales diarias, existe una dinámica, un juego activo de fuerzas de deseo que es inaccesible a nuestros yos racionales y lógicos (aunque la división no es tan simple como parece; existe una constante reciprocidad transformadora entre los niveles de actividad conscientes e inconscientes).

Lo inconsciente, sin embargo, no es simplemente un lugar dispuesto y en espera
del deseo reprimido, es producido en el mismo acto de la REPRESIÓN: la exclusión
inconsciente de impulsos dolorosos, deseos o miedos de la mente consciente, y que
Freud consideró un proceso mental universal debido a su centralidad en la construcción de lo inconsciente como un dominio separado del resto de la psique. Y sus «contenidos» (representaciones de energía libidinal) sólo nos son conocidos mediante efectos distorsionados, transformados y censurados que son prueba de su trabajo: sueños, neurosis (el resultado de un conflicto interno entre un ego defensivo y un deseo inconsciente), síntomas, chistes, juegos de palabras y lapsus-linguae. Para Lacan, este inconsciente está al mismo tiempo producido y puesto a nuestro alcance en el lenguaje: el momento de capacidad lingüística (y la percepción de un yo hablante) es el momento de la inserción de uno dentro del reino social (y el reconocimiento de su diferencia, su mediación por los demás y el ser insertado en un sistema de intercambio verbal). El término «SUJETO ESCINDIDO» hace referencia a esta división psíquica: el sujeto humano está irremediablemente escindido entre consciente e inconsciente y es, en realidad, producido en una serie de escisiones.
Al describir el proceso mediante el que se forma lo inconsciente, Freud parte de
la vida hipotética del niño cuando se desarrolla, desde una identidad totalmente
bajo la influencia de la satisfacción libidinal, hasta un individuo capaz de establecer una posición en un mundo de hombres y mujeres. Este mismo proceso es formulado en términos lacanianos de este modo: el sujeto nace en división y marcado por la FALTA, una serie de pérdidas que definen la constitución del yo. Estas pérdidas son activadas en varias TRAMAS PSÍQUICAS: momentos determinantes en los que nuestra identidad es formada como el resultado de nuestra implicación, a una edad muy
temprana, con una red de relaciones familiares. «Quién somos nosotros» como individuos está pues relacionado con procesos de deseo, fantasía y sexualidad.

Tanto las descripciones de Freud como las de Lacan presentan una teoría de la
mente humana que no es simplemente una parábola del desarrollo individual, sino
un modelo general de la forma en que la cultura humana está estructurada y organizada
en términos de la circulación del deseo. El proceso deseante comienza en los momentos más tempranos de nuestra existencia. En Freud, esto se ve en una de sus más radicales contribuciones a la teoría de la personalidad humana, el descubrimiento de la SEXUALIDAD INFANTIL; el erotismo existe en las experiencias de nuestra más temprana infancia.

Incluso antes de que el niño establezca un yo centrado (un ego, una identidad), o sea capaz de distinguir entre él mismo y el mundo exterior, el niño es ya un campo a través del cual actúa la energía libidinal de los instintos. Lacan reinterpreta esto, a la luz de su énfasis lingüístico, como el nacimiento simultáneo de la significación y el deseo: al «comunicarse» el niño se convierte en un ser deseante.
Es importante señalar que ninguna de estas «experiencias» formativas puede ser recordada en el sentido usual, ya que es precisamente debido a la represión por lo que se convierten en parte de nuestro carácter psíquico inconsciente. Al señalar estas tramas psíquicas, tanto Freud como Lacan se preocupan, más bien, de demostrar el trabajo de lo inconsciente, la producción de fantasía y el componente erótico del
deseo que subyace incluso a nuestras actividades más banales (y aparentemente
neutras); ellos no se preocupan del desarrollo del individuo per se.

El primer momento de pérdida en la formación del «sujeto» se asocia con el pecho,
la ausencia del cual, tanto en la explicación freudiana como en la lacaniana,
inicia el incesante movimiento de deseo, esa fuerza inconsciente, nacida de la ausencia y que evoca la imposibilidad de satisfacción, cuyos desplazamientos perpetuos son impelidos por una pérdida engendrante. El argumento freudiano puede ser
resumido del modo siguiente: desde el preciso momento inicial en la vida de un
niño, el pequeño organismo se afana por la satisfacción de esas necesidades biológicas (comida, calor, etc.), que pueden ser designadas como instintos para la autopreservación.

Sin embargo al mismo tiempo, esta actividad biológica también produce experiencias de intenso placer (la succión sensual en el pecho, un complejo de sentimientos satisfactorios asociados con el calor y el agarrar y similares). Para Freud, esta distinción indica la emergencia de la sexualidad; el deseo nace en la primera separación del instinto biológico de la pulsión sexual. Es importante el hecho de que el elemento de la fantasía ya está presente, puesto que todos los futuros anhelos de leche por parte del niño estarán marcados por una necesidad de recobrar
esa totalidad de sensaciones que va más allá de la mera satisfacción del hambre. En
otras palabras, existe un proceso de alucinación, un PROCESO FANTASMÁTICO, que funciona; cada vez que el niño llora en demanda de leche, podemos decir que el niño está en realidad llorando por la «leche» (leche entre comillas), esa representación
o imagen alucinada de ese plus de satisfacción que surge cuando la necesidad del hambre es cubierta.

Lacan discute este momento en términos de la triada NECESIDAD/DEMANDA/DESEO para mostrar cómo la fantasía, el deseo y el lenguaje marcan al niño incluso en la pérdida originaria que engendra la subjetividad, la separación primaria del pecho. En principio existe sólo una necesidad física de comida, que el bebé expresa mediante
el llanto. Una vez que la necesidad es abolida por la acción de la madre de traer leche, el niño conecta el llanto con la satisfacción recibida, por eso convierte la simple señal (el llanto) en una demanda dirigida a un «otro», alguien fuera y distinto del yo. El llanto se convierte así en un signo, que existe en' una cadena de significado que también incluye el no llorar: el llanto significa. Pero, como referíamos arriba, una vez que esta cadena significante ha comenzado, siempre existirá algo que exceda la mera satisfacción de la necesidad; la memoria del placer experimentado estará para siempre asociada con una pérdida, con algo que no está bajo el control del sujeto, y esta imposibilidad se convierte en deseo. Lacan llama a lo que surge de esta discrepancia entre la satisfacción de la necesidad y la demanda no satisfecha de amor OBJETO PEQUEÑO A (objet petit a), el objeto del deseo atrapado en la insaciable búsqueda de un placer eternamente «perdido». Lo que esto significa en términos más simples es que el deseo siempre existirá en el registro de la fantasía, de la memoria y de la imposibilidad. El sujeto (de deseo) lacaniano intenta, a lo largo de su vida, recapturar la fantasía de plenitud y unidad que está asociada con la experiencia primordial del pecho. El objeto original de deseo es así creado como fantasía en la diferencia entre la necesidad de comida y la demanda de amor, la diferencia entre la satisfacción de la necesidad instintiva y la memoria elaborada de esa satisfacción. Nunca es, por lo tanto, una relación con un objeto real independiente del sujeto, sino una relación con la fantasía. Y esta creación «fantasmática» se repite continuamente a lo largo de la vida del sujeto cuando diversos objetos «sustituyen» a lo que nunca puede lograrse por completo. Así, los lacanianos describen el deseo como: «circulando sin fin de representación en representación».

Un concepto relacionado con esto es el de PULSIÓN, O energía instintiva, definido como el proceso dinámico que dirige al organismo hacia un objetivo. De acuerdo con Freud, un instinto tiene su fuente en un estímulo corporal; su objetivo es eliminar el estado de tensión que se deriva de la fuente; y es en el objeto, o gracias a él, que el estímulo puede lograr su objetivo. En «Instincts and their Vicissitudes», Freud señala que «un instinto puede sufrir las siguientes vicisitudes: invertirse en su opuesto, volverse sobre el sujeto, represión, sublimación» (Freud, 1936c, pág. 91). Lo que es importante señalar acerca de la aproximación de Freud es que distingue las pulsiones del instinto biológico. La teoría de las pulsiones componentes explica al tiempo la disposición bisexual del niño y la variabilidad que determinará, a lo largo de la vida de un individuo, el tipo de representación que estará asociada con la pulsión.

En la explicación freudiana, en la medida en que el niño crece, existe una
organización gradual de los instintos libidinales (que en un principio han circulado
POLIMÓRFICAMENTE, sin estar fijados a un objeto específico ni motivados en una única dirección). Esta organización, aunque todavía centrada en el propio cuerpo del niño, ahora canaliza la sexualidad hacia varios objetos y propósitos. La primera fase de la vida sexual se asocia con la pulsión de incorporar objetos (la fase oral); en la segunda, el ano se convierte en la zona erógena (la fase anal); y en la tercera, la libido del niño se centra en los genitales (la fase fálica).

Nuestra discusión sobre Freud y Lacan es necesariamente provisional, simplificada
por mor de dar un explicación. Hecha esta precisión, puede establecerse una conexión laxa entre la fase oral de Freud y la FASE DEL ESPEJO de Lacan. El segundo de los momentos de pérdida que estructura la vida del niño en la formulación lacaniana implica la primera adquisición del «yo», es decir, el modo en el que el sujeto comienza a establecer una identidad dentro de un universo de sentido a través de una serie de identificaciones imaginarias, provocadas por una sensación inicial de separación, o diferencia. Lacan considera este desarrollo del yo y la formación de la psique en términos de REGISTROS PSICOANALÍTICOS que son más o menos equivalentes a las fases preedípicas y edípicas de Freud en la vida del niño.

En lo que Lacan llama el reino IMAGINARIO (imaginario en que, gobernado por procesos visuales, es un repertorio de imágenes), el primer desarrollo de un ego por parte del niño, una autoimagen integrada, comienza a tener lugar. Es aquí, en la fase del espejo, dice Lacan, que el ego llega a realizarse mediante la identificación del niño con una imagen de su propio cuerpo. Entre las edades de seis y dieciocho meses, el bebé humano está físicamente descoordinado, se percibe a sí mismo como una masa de inconexos movimientos fragmentarios. No tiene sentido que el puño que se mueve esté conectado con el brazo y el cuerpo, y así sucesivamente. Cuando el niño ve su imagen (por ejemplo, en un espejo, pero también se puede tratar de la cara de la madre o cualquier «otro» percibido _ como una totalidad), confunde esta forma unificada coherente con un yo superior.

El niño se identifica con esta imagen (tanto en la medida en que refleja el yo, y como algo otro), y encuentra en ello una unidad satisfactoria que él no puede experimentar en su propio cuerpo. El niño internaliza esa imagen como un EGO IDEAL: un ideal de omnipotencia narcisista construido sobre el modelo de narcisismo infantil (o inversión de energía en el yo) y distinta del IDEAL DEL EGO, que está formado en relación con las figuras paternas en la situación edípica y se combina con el superego como una agencia punitiva de prohibición y conciencia.

Este proceso crea la base para todas las identificaciones posteriores, que en principio son imaginarias. Lacan es muy específico acerca de la naturaleza ficticia de este sentimiento muy temprano del yo: «[E]l punto importante es que esta forma sitúa la agencia del ego ante su determinación social, en una dirección ficcional»
(Lacan, 1977, pág. 2).4 Así el imaginario, como uno de los tres registros psíquicos
que regulan la experiencia humana (junto al Simbólico y el Real), implica una estructura narcisista en la que imágenes de otredad son transformadas en reflejos
del yo. No puede ser simplemente señalado como una fase, porque sus influencias
regresan constantemente en la vida adulta, particularmente en las relaciones
amorosas.

Expresado de forma simple, para que de algún modo se produzca comunicación, nosotros debemos ser capaces a algún nivel de decirnos unos a otros: «Yo sé cómo te sientes». La habilidad para, de forma temporal, e imaginaria, llegar a ser otra persona comienza por este momento original en la formación del ego. Existe por tanto NARCISISMO, RECONOCIMIENTO ERRÓNEO y ALIENACIÓN en el momento del Espejo. El sujeto narcisista se ve a sí mismo en otros, o, a la inversa, toma a «otro» por sí mismo. (El psicoanálisis toma el mito de Narciso, que se enamoró de su propio reflejo, como un paradigma tanto del inevitable fracaso al intentar poseer el objeto de deseo como del amor al yo que precede el amor a otros.) Reconoce erróneamente la unidad imaginada como perfecta, como superior a sí mismo, y así idealiza lo que ve, o a la inversa, reconoce erróneamente esta imagen del yo como otra cosa. Este proceso sólo se da si el sujeto está alienado, situado a una distancia de su imagen «perfecta». O, expresado de otro modo: «El niño está dividido desde el momento que forma una concepción propia.... Al decir "Ése soy yo" está diciendo "Yo soy otro"» (Lapsley y Westlake 1988, págs. 69-68).

Otro momento de abrumadora ausencia en la vida del sujeto es el de la adquisición
del lenguaje, y por tanto la habilidad de simbolizar, descrita por Freud (y desarrollada por Lacan) mediante el ejemplo del juego del niño FORTIDA. En 1915,
Freud desarrolló una teoría sobre el juego de su nieto, ya en edad de caminar, con
un carrete de hilo, en el sentido de la manipulación por parte del niño de un «símbolo » lleno de significado en su esfuerzo por controlar la experiencia de pérdida.

El juego implicaba al niño que lanzaba el carrete por el lado de su cuna y lo recuperaba, acompañándolo de «o-o-o-o» (fort/gone) y «da» (there).* Bajo la hipótesis
de que el niño había convertido el carrete en un símbolo de su madre, Freud observó
que el placer del niño se derivaba de «él mismo representando la desaparición y
el retorno de los objetos a su alcance» (Freud, 1959, pág. 34).

Lacan sitúa el énfasis no en el dominio, sino en la capacidad de comprender el lenguaje como un sistema de diferencias en el sentido de Saussure, en el cual el
significado surge de las relaciones entre palabras, más que de sus propiedades intrínsecas. Una vez que el niño ha convertido el carrete en un «signo» en lugar de la madre, él puede también interpretar este signo sólo en términos de lo que no está:
está presente porque no está ausente, y viceversa. Lacan conecta esta actividad de
simbolizar con la ausencia fundamental en el corazón de todos los sistemas significantes, al poner en relación esta situación (en la que la palabra nunca es adecuada a la cosa) con el vacío primario que engendra el deseo: [El] juego del carrete de hilo es la respuesta del sujeto a lo que la ausencia de la madre ha creado en la frontera de su dominio, el borde de su cuna, a saber, una zanja, alrededor de la cual uno sólo puede jugar saltando [...] Es en el objeto al que se
aplica la oposición en realidad, el carrete [...] al [cual] le aplicaremos más tarde el nombre que lleva en el álgebra lacaniana, el petit a [...] La actividad en su totalidad simboliza repetición [...] es la repetición de la partida de la madre como causa de una Spaltung [escisión] en el sujeto, superada por el juego de alternancias, fort-da. [...] Está dirigido a lo que, en esencia, no esta allí (Lacan, 1977, págs. 62-63).

Esta cita es de importancia primordial para la teoría psicoanalítica del cine ya
que contiene tres conceptos básicos: escisión, fort/da y objeto pequeño a, los cuales, aunque raramente mencionados de forma explícita en los análisis del cine (un
personaje que desaparece puede ser descrito como «que representa» el objeto «pequeño
a», por ejemplo), forman la matriz básica de la que se derivan todas las discusiones
psicoanalítico-semióticas del cine. El sujeto escindido del psicoanálisis es el espectador en la teoría del cine psicoanalítica; la presencia y ausencia del juego fort/da es su mecanismo significante central; y el concepto crucial de la mirada no
es otra cosa que el objeto pequeño a en el campo visual.

La pérdida más significativa que estructura la psique es aquella simbolizada por la CASTRACIÓN, y en realidad Lacan ve el COMPLEJO DE EDIPO como el momento central en la formación de lo inconsciente, un momento tan crucial que funciona para reinterpretar todas las estructuras previas en términos de su principal principio organizador: el reconocimiento de la diferencia sexual. Técnicamente, el complejo de Edipo hace referencia al cuerpo organizado de deseos amorosos y hostiles que el niño experimenta hacia sus padres. Toma su nombre de una tragedia griega escrita por Sófocles, la cual, para Freud, dramatizaba la rivalidad (y el deseo de muerte) con el padre y el deseo sexual por la madre, que Freud consideraba como una verdad de la vida psíquica. La palabra COMPLEJO, que hace referencia a un grupo de ideas y sentimientos interconectados que ejercen un efecto dinámico sobre la conducta del individuo, enfatiza la intersección de relaciones más que la idea (de sentido común) de un desorden en la personalidad. Para Freud, que llamó a la situación edípica «el complejo nuclear de las neurosis» (Freud, 1963b, pág.66), éste es un punto decisivo en la estructuración de la personalidad y la orientación del deseo humano, ya que define la emergencia del individuo en una autoidentidad sexuada. La teoría infantil de la castración es el resultado de la perplejidad del niño ante la diferencia anatómica entre los sexos; el niño considera la diferencia atribuible al hecho de que los genitales de la niña han sido cortados.

En las fases preedípicas, tanto el niño como la niña se encuentran en una relación
diádica con la madre y comparten por igual impulsos masculinos y femeninos. Con el momento edípico, la relación de dos términos se convierte en tres, un triángulo, que está sexualmente definido, es formado por el niño y ambos padres. El progenitor del mismo sexo se convierte en un rival para el deseo del niño por el progenitor del sexo opuesto. El muchacho abandona su deseo incestuoso por la madre debido al miedo, al miedo del castigo por castración que percibe proveniente del padre; al hacer esto, se identifica con su padre (se convierte en él simbólicamente) y se prepara
para ocupar su posición de rol masculino en la sociedad. El deseo prohibido hacia la
madre es conducido a lo inconsciente, y el muchacho aceptará sustitutos para la madre/objeto deseado en su futuro como un hombre adulto. Para la mujer, el momento
edípico no es un momento de temor, sino de realización, ella reconoce que ya ha sido
castrada, y, desilusionada en su deseo por el padre, de mala gana se identifica con la madre. Además, el complejo de Edipo es mucho más complicado para la muchacha,
que debe cambiar su objeto amoroso de la madre (el primer objeto para ambos sexos)
al padre, mientras que el muchacho puede sencillamente continuar amando a la madre.
El complejo de Edipo marca la transición desde el principio de placer al principio
de realidad, del orden familiar a la sociedad en general. El miedo a la castración
y el complejo de Edipo son las imposiciones simbólicas de las normas de una cultura,
representan la ley, la moralidad, la conciencia, la autoridad, etc. Freud utiliza
este esquema para describir el proceso mediante el cual el niño desarrolla un sentido
unificado del yo (un EGO) y ocupa un lugar particular en las redes culturales de
relaciones sociales, sexuales y familiares.

Mary Ann Doane describe este proceso en términos lacanianos:

Es con el complejo de Edipo, la intervención de un tercer término (el padre) en la relación madre-hijo y la serie resultante de desplazamientos, los cuales reformulan la relación con la madre como el deseo de un objeto perpetuamente perdido, que el sujeto accede al uso activo del significante (Doane, 1978, pág. 11).

El término «significante» confirma el énfasis lingüístico de Lacan, en el que la
situación edípica se convierte en un conflicto entre el deseo y la ley, representado
en lo que el llama el registro SIMBÓLICO de la psique. En el sentido más amplio,
esto significa que el momento edípico implica estructuras simbólicas,representaciones
que son significantes para el sujeto, más que individuos reales. Y el drama es representado en lo inconsciente, de ahí que implique un red de significación radicalmente distinta de nuestras vidas diarias.

Debido a su énfasis lingüístico, Lacan relee el complejo de Edipo a lo largo de estas líneas: el niño sale de la unidad preedípica con la madre no sólo a través del
miedo a la castración, sino también mediante la adquisición del lenguaje. Así el momento de capacidad lingüística (la habilidad de hablar, de distinguir un yo hablante) es también el momento de la inserción de uno en un reino social (un mundo
de adultos y de intercambio verbal). Lacan enfatiza la conexión entre lo lingüístico
y lo social subsumiendo la adquisición del lenguaje y la prohibición del incesto
bajo la ley general de la cultura, designada como el NOMBRE DEL PADRE: es la agencia
(no debe confundirse con el padre «real») que instituye y mantiene la ley e impone
una identidad sexual sobre el sujeto.

Lacan considera dos leyes simbólicas que caracterizan a la especie humana, la capacidad de un lenguaje y el TABÚ DEL INCESTO, que gobiernan la formación del mismo inconsciente. El tabú del incesto es la prohibición de relaciones sexuales entre parientes de sangre, vista en términos culturales como la agencia proscritora (o la ley universal de las estructuras familiares) que establecen las condiciones mínimas para la definición de una cultura. Tal y como mantiene Lacan-. La ley primordial es por tanto aquella que al regular los vínculos matrimoniales sobreimpone el reino de la cultura sobre aquel de una naturaleza abandonada a la ley del emparejamiento. La prohibición del incesto es meramente su pivote subjetivo [...] Esta ley, así, se revela suficientemente como semejante a un orden de lenguaje (Lacan, 1977, pág. 66).

Debido a que se establece una conexión con el lenguaje, un principio general estructurador de la cultura y los orígenes de lo inconsciente, puede decirse que lo
inconsciente está presente en todos nosotros, que hemos aprendido a hablar, a utilizar el lenguaje. Aprendemos a hablar en la lengua y las costumbres de nuestra cultura particular; Lacan invierte esto para decir que somos en realidad hablados por
la misma cultura. Nuestro sentido de yo se forma a través de las percepciones y el
lenguaje de otros, incluso a" los niveles más profundos de lo inconsciente. Esto es
otra forma de ilustrar la función simbólica de lo inconsciente, en su intersección
con una función social igualmente determinante.

El trabajo de Lacan depende de una alianza entre el lenguaje, lo inconsciente,
los padres, el orden simbólico y las relaciones culturales. El lenguaje es lo que nos
divide internamente (entre consciente e inconsciente), pero también es eso que nos une externamente (a los otros en la cultura). Mediante la reinterpretación de Freud en términos lingüísticos, Lacan enfatiza las relaciones entre lo inconsciente y la sociedad humana. Estamos todos ligados a la cultura mediante relaciones de deseo; el lenguaje es tanto aquello que habla desde el fondo de nuestro interior (mediante esquemas y modelos que preexisten a nuestro nacimiento), como aquello que nosotros hablamos en nuestra continua interacción con otros.

Como un orden de estructuras sociales preestablecidas (tales como el tabú del incesto que regula las relaciones matrimoniales y de intercambio), lo Simbólico introduce el reconocimiento de «otros» culturales. Donde lo Imaginario era caracterizado por las relaciones armoniosas y duales de madre e hijo, lo Simbólico está marcado por la intervención de un tercer término disruptivo. Así la figura del padre representa el hecho de que existe una red familiar y social más amplia, y por implicación, que el niño debe buscar una posición en ese contexto. El niño debe ir más allá de la identificación imaginaria del reino dual en el cual la distinción entre yo/tú siempre se vuelve borrosa, para tomar una posición como alguien que se puede designar a sí mismo como «yo» en un mundo de terceros, adultos sexualmente diferenciados («el», «ella» y «ello»). La aparición del padre prohibe así la unidad total del niño con la madre, y causa que el deseo sea representado en lo inconsciente.

Debido a que el discurso Simbólico connota el reino de todo discurso e intercambio cultural, cuando entramos en el ORDEN SIMBÓLICO entramos en la misma lengua/cultura. Existe por tanto una dimensión social compartida para lo inconsciente; el significado ya no es por más tiempo simplemente una consecuencia del desarrollo social,'es la fuente de la que el ser social se deriva.

Lacan opone lo Simbólico a lo Imaginario (aunque están en una relación imbricada
compleja) ya que es el orden de los sujetos sociales que utilizan el lenguaje.
Esta oposición se deriva de tres puntos principales. En primer lugar, porque hace referencia a la organización de la sociedad en términos de autoridad paterna, lo Simbólico está regulado por la ley del padre, mientras que las relaciones diádicas de lo Imaginario pueden considerarse como dominadas por la madre. En segundo lugar, como el orden del lenguaje y la significación estructurada, lo Simbólico está organizado en términos del sujeto que habla, mientras que lo Imaginario es mayormente prelingüístico. Y en tercer lugar, debido a que el acceso a lo Simbólico se constituye a partir de la renuncia de los sentimientos incestuosos hacia la madre, es considerado como un orden de ley y lenguaje fundado sobre la represión de lo Imaginario.

Para Lacan, el significante de la castración es el FALO, y la formulación lacaniana
del guión edípico está encuadrada en términos de su posesión. En la antigüedad clásica el falo era la representación figurativa del órgano masculino; en psicoanálisis el término denota la función simbólica de este órgano como el posible objeto de la castración en la relación edípica. En su función como significante, y de
aquí su diferencia del genital masculino real, el falo no es el símbolo de una cosa;
más bien representa el propio hecho de significar en sí mismo. Así, ambos sexos se
definen a sí mismos en relación con el falo, como significante de la falta, y es esta
representación de la ausencia la que simboliza todas las separaciones anteriores. El
momento de la castración divide el mundo entre aquellos que poseen los medios para representar esta ausencia y aquellos que no los poseen.

Esto se debe a que en la estructura de Lacan se supone que ambos sexos son el falo durante la fase preedípica. El niño pequeño se imagina lo que la (M)adre desea, el objeto que satisfará su deseo de plenitud que surge de su sensación de falta. El guión de la castración, representado por el falo, marca la transición desde ser a tener, y por tanto crea la división entre masculino y femenino que la posesión del falo significa. Pero esto no es la misma cosa que la distinción, anatómica o biológica, entre el pene y la vagina. Más bien, el falo tiene un valor simbólico, cuyo estatus como un objeto transformable y separable, le convierte en el único factor en relación con el cual ambos sexos toman una posición que es definida en términos de presencia y ausencia, de tener o no tener. El falo puede ser visto como en posesión de dos significados interrelacionados, que se corresponden a las fases preedípica y edípica. En primer lugar, como un órgano imaginario y separable, el pene que el niño cree que la madre posee, es un efecto de una fantasía de unidad y plenitud.

En segundo lugar, como resultado del reconocimiento de la castración, el falo viene a significar la ley del padre y una entrada en lo Simbólico. Como tal, es una presencia que representa una ausencia, un significante de la pérdida y así una versión posterior del objeto perdido originario (el pecho).

Cuando se hace referencia al falo como el SIGNIFICANTE DEL DESEO, se entiende que desempeña un papel simbólico en los deseos de los tres protagonistas del triángulo edípico, la madre, el padre y el niño; es el objeto al que se dirige el deseo.

Es por tanto no un objeto real, sino uno ausente (un objeto fantasmático marcado por la pérdida), uno que figura en una relación significativa triangular; en realidad nunca «pertenece» a ninguno de los tres. En palabras de Parveen Adams: «Lo que le falta [a la mujer] no es el pene como tal, sino el medio para representar la falta» (Adams, 1978, pág. 67). Como significante del deseo, el falo representa la sustitución de las gratificaciones inmediatas de la sexualidad infantil con un reconocimiento del yo como un sujeto social, sexuado, que habla.

Todas estas «representaciones» de pérdida que produce el inconsciente a través de un proceso de represión también fisuran al sujeto como una entidad ideal, es decir producen un SUJETO ESCINDIDO. Estrictamente hablando, en Freud existe una separación entre dos niveles del ser, la vida consciente del ego, o yo, y los deseos reprimidos de lo inconsciente. Un modelo relativamente esquemático está implicado en esta división, en la cual los deseos culpables, ocultados bajo la superficie del entendimiento consciente, produce que lo inconsciente llegue a manifestarse.

Lo inconsciente es radicalmente distinto de la vida consciente racional, es totalmente otro, extraño, ilógico y contradictorio en su juego instintivo de las pulsiones y su incesante anhelo de satisfacción. El psicoanálisis lacaniano modifica (y multiplica) esta separación en términos de lingüística estructural: el sujeto dividido se produce en el lenguaje como una dinámica constante de diferencia articulada.

Stephen Heath describe el proceso de este modo: El paso al interior de y al lenguaje divide y en esa división produce al individuo como sujeto [...] El sujeto, por tanto, no es el principio sino el resultado de una estructura de diferencia, del orden simbólico, y el resultado indica una pérdida, la división, que es el constante «drama del sujeto en el lenguaje» [...] En breve, existe una permanente
representación del sujeto en la misma lengua (Heath, 1981, págs .117-118).

El sujeto escindido es distinto del «individuo» tal y como es concebido por la
PSICOLOGÍA DEL EGO. El énfasis lacaniano en la articulación de la subjetividad mediante procesos sociales contrasta con las interpretaciones normativas, restrictivas y desarrollacionistas de la psicología del ego, que ve la resistencia como externa al ego ya constituido y unificado. El ego es concebido como una agencia de adaptación, mientras que para los lacanianos la resistencia es interna, parte de la constitución del mismo ego. Consideran al ego como el producto dinámico de identificaciones, en un proceso dialéctico y continuo, cuyo resultado es, hablando de forma simple, la formación de un objeto-amado. Mientras que la psicología del ego persigue sostener al sujeto unificado mediante el reforzamiento de la percepción de un yo coherente, el psicoanálisis lacaniano implica una crítica de esta unidad idealizada por medio de la introducción de la contradicción y la división en la misma noción de la formación del sujeto.

La distinción se reduce a una cuestión de énfasis; una vez que lo inconsciente y sus mecanismos son vistos como que establecen la discontinuidad fundamental de la vida psíquica, no puede nunca existir certeza absoluta acerca de la observación empírica. Radicalmente separado de la experiencia objetiva, el inconsciente dinámico es concebido como un lugar de deseo, atravesado perpetuamente por impulsos que sobrepasan nuestra comprensión consciente. Teorías de la percepción y el conocimiento pierden esta radical heterogeneidad del inconsciente, mientras que es concretamente esa diferencia de la vida consciente la que define la perspectiva lacaniana.

Un concepto relacionado es aquel de la REALIDAD PSÍQUICA, un término utilizado por Freud para designar la correlación del mundo de la psique y el mundo material, una relación que permite a elementos en el interior de la psique adquirir para el sujeto la fuerza de la realidad. Es un concepto íntimamente conectado con los deseos inconscientes y, tal y como lo describe Jean Laplanche y J.-B. Pontalis, la «noción está conectada con la hipótesis freudiana sobre los procesos inconscientes: no sólo estos procesos no toman en cuenta la realidad exterior, también la reemplazan con una psíquica» (Laplanche y Pontalis, 1973, pág. 363). Sin embargo, esto no significa simplemente una oposición entre dos tipos de realidad; más bien, los deseos inconscientes y su formación como fantasías están constantemente implicadas en la vida material del sujeto, mientras que la relación entre lo consciente y lo inconsciente es una relación de conexiones enmascaradas.

Al sujeto escindido también se hace referencia como el SUJETO EN EL LENGUAJE o el SUJETO HABLANTE, convirtiendo la conexión entre identidad, subjetividad y lenguaje en una característica fundamental de lo inconsciente. Decir que el sujeto «actúa en el lenguaje» es reconocer la presencia diferenciadora de lo inconsciente en cada acto de habla. El yo hablante es una unidad ilusoria (y elusiva) que permite que la comunicación tenga lugar, pero debajo de cada sujeto hablante está la fuerza contradictoria de lo inconsciente articulando su propia lógica, su propio lenguaje de deseo. Así, cuando nosotros hablamos, nunca existe simplemente un significado completo, obvio o lógico para nuestras palabras (ya que «nuestras palabras» son siempre la suma de las mismas palabras y de nuestra afirmación de ellas). Tú el sujeto, como el sujeto de una frase, siempre ocupa una posición de algún modo arbitraria cuando se habla. El pronombre «yo» permanece en lugar del sujeto siempre elusivo, el yo hablante.

Por tomar el ejemplo citado con más frecuencia, cuando digo «yo estoy tumbado», el «yo» en la frase es bastante estable y coherente; pero el «yo» que pronuncia la frase (y pone su veracidad bajo cuestión en el camino) es una fuerza que se desplaza, en perpetuo cambio. Por motivos de comprensión, el «yo» de la frase y el que la produce/pronuncia son colocados en una unidad que es de un tipo imaginario.

Así existe un cierto nivel de ilusión sobre la identidad; nosotros estabilizamos el desplazamiento que se da al hablar para hacer posible la comunicación. Es en este sentido en el que la identidad del sujeto hablante, totalmente consciente, autopresente y con dominio de sus significados, es un constructo ficcional.

Además, presentado en términos de psicoanálisis lingüísticamente orientado, el «yo» de la afirmación (el sujeto del énoncé) está diciendo la verdad: es un hecho que lo que yo digo es falso. Pero el yo que produce la afirmación (el sujeto de la énonciation) está realmente engañando al oyente, produciendo de forma engañosa una afirmación que aparece como verdad. Y esto es incluso más complicado, ya que el sujeto de la enunciación está, en realidad, afirmando también la verdad: yo te estoy engañando (ése es mi deseo). Al engañar, el sujeto de la enunciación está siendo fiel a [su] deseo. Este desplazamiento contradictorio y el juego de significados son una evidencia de que el inconsciente está trabajando. Stephen Heath demuestra que la conexión entre la significación, lo inconsciente y la formación del sujeto resulta central para el pensamiento de Lacan:

Lo inconsciente es el hecho de la constitución-división del sujeto en el lenguaje; un énfasis que incluso puede llevar a Lacan a proponer sustituir la noción de lo inconsciente por aquella del sujeto en el lenguaje. «Es un círculo vicioso decir que nosotros somos seres hablantes; nosotros somos «hablantes», una palabra que puede ser de forma ventajosa sustituida por lo inconsciente» (Heath, 1981, pág. 79).

Finalmente, debido a que rechaza situar una esencia preexistente y específicamente
femenina (o masculina) sino más bien describe y analiza los procesos mediante los cuales se produce la DIFERENCIA SEXUAL en la sociedad humana, el psicoanálisis ha sido retomado por las feministas interesadas en comprender la construcción cultural de la sexualidad y las implicaciones de ello para el DISCURSO FEMENINO; la articulación y expresión del lenguaje, el deseo y la subjetividad de las mujeres. En el psicoanálisis, la FEMINIDAD es considerada como una categoría, producida psicológica y socialmente, más que como un conjunto de características biológicas o anatómicas, y por esta razón los feministas (tanto hombres como mujeres) encuentran al psicoanálisis útil para formular una estética y una práctica social alternativas.

Bajo esta luz, la caracterización familiar de Freud del sexo femenino como el «continente oscuro» está tomada no como una reafirmación del mito perdurable de la esencia enigmática y seductora de las mujeres, sino como el planteamiento de una cuestión para que se someta a análisis, y el mismo Freud es muy claro en esto: «De conformidad con su peculiar naturaleza, el psicoanálisis no trata de describir lo que es una mujer, ésta sería una tarea que apenas podría realizar, pero comienza a indagar cómo ella llega a ser» (Freud, 1965, pág. 116). Del mismo modo es malinterpretada la famosa frase de Lacan: «La mujer no existe» porque más que negar la existencia de la mujer real, se refiere al hecho de que no hay una esencia femenina universal, sólo una fantasía de feminidad. Tal y como lo explica Jacqueline Rose: Como el lugar en el que la falta es proyectada, y a través del cual es simultáneamente denegada, la mujer es un «síntoma» para el hombre. Definida como tal,
reducida a ser no otra cosa que este lugar fantasmático, la mujer no existe. La afirmación de Lacan [...] significa, no que las mujeres no existan, sino que su estatus como categoría absoluta y garante de la fantasía (exactamente La mujer) es falso (La). (Rose, 1986, pág. 72).

Sin embargo, semejante crítica del BIOLOGISMO puede virar hacia la negación total del cuerpo. Para diversos teóricos feministas el problema se convierte en una cuestión de mantener la preocupación por la naturaleza construida de la feminidad (un proceso que es paralelo a la emergencia de la misma subjetividad) mientras se negocia un espacio para el cuerpo femenino y se reclama la JOUISSANCE (el éxtasis sexual o el placer caracterizado por la explosividad, la disipación, el hacer añicos los límites) desde su definición fálica. Varias feministas francesas proponen teorías de la escritura femenina basadas en una concepción muy específica del cuerpo femenino; irónicamente, esto las ha abierto a las mismas críticas de esencialismo aplicadas a los que proponen una esencia femenina universal preexistente.

Julia Kristeva y Héléne Cixous ven fuerzas de resistencia asociadas con el registro imaginario de la psique, con lo preedípico, y con el cuerpo maternal (femenino). Cixous pregunta: «¿Qué es el placer femenino, dónde sucede, cómo se inscribe en su cuerpo, en su inconsciente? ¿Y después cómo lo escribimos?» (Heath, 1982, pág. 111). Kristeva responde con la teoría de la CHORA SEMIÓTICA en relación especial, al tiempo, con la lengua poética y con lo femenino que, a través de su desordenamiento de la sintaxis y de la secuencia lógica y de su énfasis en los ritmos, entonaciones y energías del discurso preverbal, desafían constantemente y transforman el falocentrismo del orden simbólico. Luce Irigary, una psicoanalista que rompió con la Ecole Freudienne de Lacan, defiende una especificidad del LENGUAJE FEMENINO que está basada en una identidad con la anatomía femenina; su «discurso bilabial» desafía la unidad de la representación simbólica fálica con fluidez y multiplicidad, indicando así posibles formas para la expresión del deseo femenino.

Michelle Montrelay sugiere que hay un inconsciente femenino específico que existe simultáneamente con el inconsciente masculino, por tanto le permite adherirse a las estructuras de la economía fálica, mientras defiende unajouissance específicamente femenina basada en «el "conjunto" de pulsiones femeninas». Así, mientras se mantiene la prioridad simbólica del falo, ella sitúa una noción de mujer no como «castrada», sino como «plena» que ha de ser reprimida, y en tal plenitud reside la «ruina de la representación».

Para Mary Ann Doane, los términos del cuerpo y de la sexualidad no son reductibles a lo meramente físico (como en la definición de sentido común de «respuesta sexual»), sino que están construidos en una matriz de relaciones simbólicas y sociales. Aun, ella encuentra que un énfasis sobre la organización de los procesos físicos definidos sólo en relación a una subjetividad masculina está en peligro de dejar al cuerpo femenino completamente fuera. En palabras de Joan Copjec existe un legítimo «temor a ser engañado por la misma teoría a través de la cual esperamos que se nos lleve a la verdad» (Copjec, 1986, pág. 58). Doane por tanto propone que «tratemos de considerar la relación entre el cuerpo femenino y el lenguaje, sin olvidar nunca que es una relación entre dos términos y no dos esencias» (Doane, 1981, págs. 30-31). Para hacer esto, ella sugiere utilizar la noción de ANACLISIS desarrollada por el psicoanalista Jean Laplanche; es el proceso mediante el cual los instintos libidinales tempranos (tales como las pulsiones orales y anales) se separan a sí mismas de sus objetos originales (los órganos corporales) mientras que estos objetos asumen una función simbólica, o fantasmática. Tal y como vimos anteriormente, el deseo nace de esta desviación, de este «vacío» en la pulsión, pero el cuerpo físico debe estar allí como soporte de este proceso. Como lo expresan Robert Lapsey y Michael Westlake: «Aunque el cuerpo no es la causa de la psique, no obstante, tiene un papel en su estructuración» (Lapsey y Westlake, 1988, pág. 102). Así, a diferencia de las teorías de las feministas francesas, la sexualidad preedípica no implica algún reino prístino extraído de las estructuras de la simbolización; el cuerpo está ya atravesado por una red organizada de relaciones de fantasía y símbolos deseantes, incluso en la condición preedípica de la infancia. Doane concluye que: «La sexualidad sólo puede tomar forma en una disociación de la subjetividad desde la función corporal, pero el concepto de función corporal está necesariamente en la explicación como, precisamente, un soporte (Doane, 1981, pág. 27).

Las cuestiones de la feminidad y el deseo femenino permanecen como asuntos importantes que la teoría psicoanalítica debe confrontar. Dado que el psicoanálisis describe la emergencia de la subjetividad masculina, pero lo hace alrededor del catalizador de la diferencia sexual, resulta crítico comenzar a desarrollar una teoría de la sexualidad que no privilegie a un sexo sobre el otro. Elizabeth Cowie señala que debemos ser capaces de: «Ver a la mujer no como algo dado biológicamente
o psicológicamente, sino como un categoría producida en prácticas significativas... o a través de la significación al nivel de lo inconsciente» (Cowie, 1978, pág. 60). Paradójicamente, ésta es quizá la característica más importante del psicoanálisis: que comienza a trazar el camino para que nosotros pensemos en estos términos, pero lo hace de tal modo que el desafío feminista es absolutamente necesario.

La teoría psicoanalítica del cine

Si se puede decir de algún texto que cristaliza el pensamiento psicoanalítico sobre
el cine es el importante ensayo de Metz El significado imaginario.5 Tal y como apunta el título, el cine implica procesos de lo inconsciente en mayor medida que
cualquier otro medio artístico: la propia constitución de su significante es imaginaria.

A diferencia de las artes literarias o pictóricas, cuyos significantes preexisten al
trabajo imaginativo del lector o espectador (bajo la forma de palabras en un texto o
imágenes en un lienzo), las películas en sí mismas sólo llegan a existir a través del
trabajo ficcional de sus espectadores. Obviamente, esto no significa que la propia
película (en un sentido material) no preexista a su visionado, sino que sus significantes (su modo de producir significado) son activados al ser vista. Las imágenes y sonidos del cine no son significativos sin el trabajo (inconsciente) del espectador, y es en este sentido en el que toda película es una construcción de su espectador. En cierto modo, El significado imaginario es el texto básico de la teoría psicoanalítica del cine; casi cualquier artículo sobre el tema realiza alguna referencia al trabajo de Metz. La pregunta principal del ensayo es la siguiente: «¿Qué contribución puede...realizar el psicoanálisis al estudio del significante cinemático?» (Metz, 1975, pág. 28) y Metz busca responderla mostrando cómo el cine moviliza técnicas del imaginario con la finalidad de:
1) asegurar el funcionamiento del aparato cinematográfico;
2) crear las condiciones de repetición específicas para el espectador cinematográfico; y
3) generar la cualidad peculiarmente fantasmática de la significación cinemática.

Metz utiliza el término «imaginario» de tres modos; el primero trata del sentido
ordinario de la palabra como «ficcional» o «ficticio»: las películas son historias
imaginarias representadas por imágenes presentes de objetos y personas ausentes.
El segundo significado tiene que ver con la naturaleza «imaginaria» del significante
cinemático. Debido a que el cine depende en un alto grado de la actividad perceptual
(visión, sonido y la percepción del movimiento en una secuencia ordenada) mientras que al mismo tiempo invoca un grado inferior de sustancialidad (las imágenes filmadas y sus espectadores no comparten el mismo tiempo y espacio, tal y como sucede, por ejemplo, en el teatro dramático) existe un penetrante sentido de la ausencia en el corazón de su representación. Las imágenes en la pantalla se «hacen presentes bajo la forma de ausencia» ofreciéndonos «una riqueza perceptual desacostumbrada, pero normalmente marcada profundamente por la irrealidad» (Metz, 1975, pág. 48).

El tercer significado es más estrictamente psicoanalítico, en la medida en la que Metz se refiere específicamente al «imaginario» lacaniano, aquel lugar de la constitución inicial del ego anterior al momento edípico (que, como se ha apuntado, contiene la totalidad de las relaciones de fantasía y deseo que forman el «núcleo inicial de lo inconsciente» (ibídem, pág. 15). Pero incluso en el mismo inicio del ensayo, Metz tiene cuidado de evitar la caracterización del cine como exclusivamente imaginario, afirmando que estará constantemente preocupado por «la articulación de este imaginario que se ramifica íntimamente con la hazañas del significante, con la huella semiótica de la ley (aquí los códigos cinemáticos) que también marca lo inconsciente» (ibídem). En otras palabras, el cine es al tiempo un sistema simbólico y una operación imaginaria, y cualquier análisis que tenga éxito deberá estar equilibrado en una situación dinámica entre los dos.

En términos más generales, la teoría psicoanalítica del cine basa su descripción
en una equivalencia entre el espectador de la película y el que sueña, tomando esa
producción arquetípica de la fantasía inconsciente, el TRABAJO DEL SUEÑO, como
análoga al mismo cine. En su condición de realizaciones simbólicas de deseos inconscientes, los sueños son «textos» estructurados que pueden entenderse mediante
un análisis de su CONTENIDO MANIFIESTO (la «historia» contada en el sueño), con
la finalidad de revelar el CONTENIDO LATENTE, el DESEO DEL SUEÑO (el deseo inconsciente y prohibido que genera el sueño) bajo la colección, aparentemente aleatoria y confusa, de imágenes. En La interpretación de los sueños, Freud demuestra, a través de un proceso de desciframiento (en el cual se desenredan los diversos hilos de la imaginería del sueño), los procesos transformadores y deformadores del trabajo del sueño que permiten al deseo inconsciente aflorar en una representación.

Estos procesos del trabajo del sueño reciben el nombre de PROCESOS PRIMARIOS, y consisten en la CONDENSACIÓN (en la cual un abanico completo de asociaciones puede representarse mediante una única imagen), DESPLAZAMIENTO (en el que la energía psíquica se transfiere desde algo significante a algo banal, confiriendo gran importancia a un hecho trivial), CONDICIONES DE REPRESENTABILIDAD (en las que se hace posible para ciertas ideas el ser representadas mediante imágenes) y REVISIÓN SECUNDARIA (en la que una coherencia narrativa lógica se impone sobre la corriente de imágenes). En la actividad de la producción inconsciente, se combinan para transformar las materias primas del sueño (estímulos corporales, cosas que han sucedido durante el día, ideas del sueño) en esa «historia visual» alucinatoria que es el mismo sueño.

El poder de la analogía cine-sueño para la teoría fílmica viene de la peculiar construcción que hace el cine de su espectador como un soñador semidespierto. El énfasis de la teoría psicoarjalítica del cine sobre la subjetividad como un proceso de construcción implica que nunca puede existir un reino del significado fijado e independiente de una cadena significativa en la que el sujeto se halla insertado.

Por este motivo, el desplazamiento desde el análisis del significado como un contenido al análisis del significado como un proceso estructurante da nueva prioridad al inconsciente en la descripción del estatuto del espectador. Si el significado es siempre producido para un sujeto, la preocupación de la teoría psicoanalítica del cine abarca a su vez el significado del mismo texto fílmico (el énoncé) y la producción de ese texto (la énonciation), considerando a su vez al realizador cinematográfico y al espectador como fuentes de esa producción. Desde esta perspectiva, tanto autor y espectador son concebidos no sólo como individuos que toman decisiones cognitivas al formar interpretaciones conscientes, sino como procesos en la producción de una subjetividad deseante, y esto implica una noción global del cine como una institución, una práctica social y una matriz psíquica. Si se puede decir que el psicoanálisis se ocupa del problema de «subjetividades entrelazadas» atrapadas en una red de sistemas simbólicos, entonces la teoría psico-analítica del cine se ocupa del estatuto del espectador como una parte integral de este complicado tejido.

Así, el espectador del cine es un espectador deseante, y dentro del marco psicoanalítico, tanto el estado de visionado que «construye» a este espectador como el texto fílmico en sí mismo se considera que movilizan las estructuras de la FANTASÍA INCONSCIENTE. Más que cualquier otra forma, el cine es capaz de reproducir
realmente o .aproximarse a la lógica y la estructura de los sueños y de lo inconsciente.

Por Freud sabemos que «fantasía» hace referencia a la producción psíquica alrededor de un deseo inconsciente por medio de una ESCENA IMAGINARIA en la que el sujeto/soñador, descrito como presente o no, es el protagonista. Para los franceses posfreudianos Laplanche y Pontalis: «Las ideas [Inconscientes están organizadas en fantasías o guiones imaginarios a los que el instinto se fija y que pueden ser concebidas como verdaderas mises-en-scéne [representaciones/actuaciones del deseo]» (Laplanche y Pontalis 1973, pág. 475). La teoría psicoanalítica del cine enfatiza en su descripción la noción de producción, centrándose en los modos en los que el espectador es situado por medio de una serie de «atracciones» alucinatorias, como el productor deseante de la ficción cinemática. De acuerdo con esta idea, cuando vemos una película estamos de algún modo soñándola también; nuestros deseos inconscientes trabajan en tándem con aquellos que generaron la película-sueño.

Deben hacerse tres puntualizaciones adicionales sobre la noción de fantasía. En primer lugar, fantasía en esta utilización no significa simplemente un contenido fantástico o imaginario que se origina en la mente del director (tal y como algunos análisis psicológicos basados en el contenido nos harían creer; citemos, por ejemplo, el caso de un Hitchcock anticlerical). Más bien es el resultado de una relación interactiva entre la película y el espectador, en la que el espectador tanto construye la fantasía como es constituido por ella en un complejo relevo de procesos de proyección (en el cual impulsos específicos, deseos y aspectos del yo se imagina que son situados en un objeto exterior a él) y de identificación (en la cual se trata bien de un extensión de identidad en otro, un préstamo de identidad de otro, o una fusión/ confusión de identidad con otro). En segundo lugar, la fantasía nunca es simplemente la satisfacción del deseo, sino la formación de un compromiso en el que (tal y como vemos en el trabajo del sueño) las ideas reprimidas sólo pueden encontrar expresión mediante la censura y la distorsión; el compromiso se da entre el deseo y la ley. De nuevo Laplache y Pontalis dejan esto claro cuando describen la fantasía como «escena imaginaria [...] que representa la realización de un deseo [...] de un modo que es en mayor o menor medida distorsionado mediante procesos defensivos» (Laplanche y Pontalis, 1973, pág. 314). Finalmente, la fantasía juega un papel en el aplazamiento perpetuo del deseo más que en su satisfacción (es representación de La satisfacción, y no satisfacción en sí misma). Lacan lo expresa
de este modo: «La fantasía es el soporte del deseo, no es el objeto el que es el soporte del deseo» (Lacan, 1979, pág. 185).

El espectador cinematográfico de la teoría psicoanalítica del cine es por tanto el «mecanismo» central de toda la operación cinemática. El texto fílmico (cuya afinidad con el sueño está marcada por el hecho de que ambos son «historias contadas
en imágenes» que el sujeto se relata a sí mismo) implica a este espectador en un complejo de placer y significado mediante la movilización de estructuras de fantasía,
identificación y visión profundamente enraizadas, y lo hace mediante el entrelazamiento de sistemas de narratividad, continuidad y punto de vista. El resultado es que en cada visionado de una película se puede decir que los espectadores repetidamente «enuncian su propia economía de deseo» (Lapsley y Westlake, 1988, pág. 95). Las discusiones sobre la teoría psicoanalítica del cine se organizaran alrededor de cinco conceptos esenciales: el aparato, el espectador, la enunciación, la mirada y la teoría feminista.

El aparato cinematográfico

Debido a que la constitución psicoanalítica del espectador cinematográfico
también sugirió modos de comprender el impacto social del cine como institución,
Metz formuló, en primer lugar, su petición de una aproximación psicoanalítica en
términos de la forma institucional del cine. En El significado imaginario, habla de
la «relación dual» entre la vida física del espectador y los mecanismos financieros
o industriales del cine con la finalidad de mostrar cómo las relaciones recíprocas
entre los componentes psicológicos y tecnológicos de la institución cinemática trabajan para crear en los espectadores no sólo una creencia en la impresión de
realidad ofrecida por sus ficciones, sino una profunda satisfacción psíquica y un
deseo de continuo retorno. Vale la pena citar el pasaje completo, ya que esta intersección de lo psíquico y lo social se halla en el núcleo de la definición del APARATO CINEMÁTICO:

La institución cinemática no es simplemente la industria cinematográfica (que también trabaja para llenar los cines, no para vaciarlos). Es también la maquinaria
mental, otra industria, que los espectadores «acostumbrados al cine» han internalizado históricamente, y que los ha adaptado al consumo de películas. (La institución está fuera de nosotros y dentro de nosotros, colectiva e íntima indistintamente, sociológica y psicoanalítica, exactamente como la prohibición del incesto tiene como su corolario individual el complejo de Edipo [...] o quizá [...] diferentes configuraciones psíquicas que [...] imprimen la institución en nosotros a su propio modo.) La segunda máquina, es decir, la regulación social de la metapsicología del espectador, como la primera, tiene como su función establecer buenas relaciones objetuales con las películas [...] Al cine se asiste atendiendo al deseo, sin desgana, con la esperanza de que la película nos agradará, no nos desagradará [...] [L]a institución en su totalidad tiene únicamente como su objetivo el placer fílmicó (Metz, 1975, págs. 18-19).

Hablando de forma general, el término aparato cinemático se refiere a la totalidad
de las operaciones interdependientes que disponen la situación de visionado del cine, que incluyen: 1) la base técnica (efectos específicos producidos por los diversos componentes del equipamiento fílmico, que incluyen: cámara, luces, película
y proyector); 2) las condiciones de proyección de la película (la sala oscura, la
inmovilidad implicada por estar sentado, la pantalla iluminada al frente, y el haz de
luz que es proyectado desde detrás de la cabeza del espectador); 3) la misma película
como un «texto» (que implica diversos mecanismos para representar la continuidad,
la ilusión de espacio real y la creación de una impresión de realidad verosímil);
y 4) "fe «maquinaria mental» del espectador (que incluye procesos perceptuales
conscientes así como inconscientes y preconscientes) que le constituyen como
sujeto de deseo. Así, tanto los componentes tecnológicos como los libidinales/eróticos se combinan para formar el aparato cinemático como una totalidad, produciendo una definición de todo el cine-máquina que va más allá de las mismas películas hasta el abanico completo de operaciones implicadas en su producción y consumo, y que sitúa al espectador, como sujeto inconsciente del deseo, en el centro de todo el proceso. Otro modo de definir el aparato cinematográfico es considerarlo como un punto de intersección de un número de relaciones: relaciones de texto, significado, placer y posición del espectador, que cristalizan y se condensan en la proyección de una película.

Los textos germen en la teoría del aparato son el artículo de Jean-Louis Baudry de 1970, «Los efectos ideológicos del aparato cinematográfico básico» y el más profundamente psicoanalítico «El aparato: aproximaciones metodológicas a la impresión de realidad en el cine» (1975). Aunque el aparato cinemático es
definido como una estructura compleja de engranajes a través de cuatro tipos distintos de funcionamiento, desde la perspectiva de la teoría psicoanalítica del cine la característica más destacable de este aparato es su construcción como un ESTADO DE SUEÑO. Determinadas condiciones hacen el visionado de películas similar
al soñar: nos encontramos en un habitación oscurecida, nuestra actividad motora
está reducida, nuestra percepción visual se aumenta para compensar nuestra falta
de movimiento físico. Debido a esto, el espectador del cine entra en un RÉGIMEN
DE CREENCIA (donde todo es aceptado como real y diáfanas imágenes bidimensionales
tienen la misteriosa sustancia de cuerpos y cosas reales) que es similar a la condición del que sueña. El cine puede conseguir su poder más grande de fascinación sobre el espectador no simplemente por su impresión de realidad, sino más precisamente porque esta impresión de realidad es intensificada por la condición
del sueño, lo que se conoce como el EFECTO DE FICCIÓN.

Es este efecto de ficción el que permite al espectador tener la sensación de que
él o ella están realmente produciendo la ficción cinemática, soñando las imágenes
y situaciones que aparecen en la pantalla. Esto es lo que hace ir al cine, similar a
otras situaciones de fantasía (soñar despierto, soñar, fantasear) y proporcionan
la base para el deslizamiento entre soñador y espectador, que es la bisagra de la teoría psicoanalítica del cine. El cine, de hecho, crea una impresión de realidad, pero se trata de un efecto total, que engulle y en cierto sentido «crea» al espectador, ya que es mucho más que una simple replica de lo real. Otro término de esta constelación de características es el EFECTO SUJETO, y viene del hecho de que Baudry, en su segundo ensayo, atribuye la impresión de realidad del cine, no a su verosimilitud sino a una experiencia creada en el espectador: «Todo el aparato cinematográfico se activa para provocar esta simulación: es en realidad una simulación de una condición
de sujeto, una posición del sujeto, un sujeto y no la realidad» (Baudry, en
Cha, 1980, pág. 60).
Estas condiciones producen lo que Baudry llama «un estado de REGRESIÓN ARTD7ICIAL
» (ibídem, pág. 56). Los efectos totalizadores, como de matriz de la situación
de visionado del cine representan, para él, la activación de un deseo inconsciente
de regresar a una fase anterior del desarrollo psíquico, anterior a la formación
del ego, en la que las divisiones entre yo y otro, internas y externas, todavía no
han tomado forma. Para Baudry, esta condición en la que el sujeto no puede distinguir
entre percepción (de una cosa real) y representación (una «imagen» que está
en lugar de) es como las formas más tempranas de satisfacción del niño en las que
las barreras entre él mismo y el mundo están confusas. Baudry dice que la situación del cine reproduce el poder alucinatorio de un sueño porque convierte una percepción
en algo que parece como una ALUCINACIÓN, una visión con una irresistible sensación de realidad de algo que, precisamente, no está allí. Pero Baudry señala que existe una diferencia importante. Donde Freud afirma que el sueño es una «psicosis alucinatoria normal» de cada individuo, Baudry señala que el cine ofrece una «psicosis artificial sin ofrecer al que sueña la posibilidad de ejercer cualquier tipo de control inmediato» (ibídem, pág. 58). Resulta central para la teoría psicoanalítica del cine el hecho de que la capacidad única del cine para recrear el estado del sueño hace de lo inconsciente el factor primario tanto en nuestro deseo por el cine como en su. efecto de realidad.

En su explicación de la curiosa disyunción entre dos mundos experimentada
«en la sala de cine», Roland Barthes también retoma la receptividad aumentada del
espectador (un estado algo así como la sugestibilidad de la hipnosis) producida por
la regresión artificial del efecto de ficción. Dice que nosotros soñamos antes de
convertirnos en espectadores, situados tal y como estamos, en una «condición cinemática » prehipnótica dentro de «un cubo anónimo e indiferente de oscuridad»,
«un capullo cinematográfico» donde nosotros «brillamos con toda la intensidad de
[nuestro] deseo» (Barthes, 1975a, págs. 1-2). Al invocar al sujeto escindido del psicoanálisis (el espectador está a la vez en la historia y «en otra parte»), Barthes conecta la fascinación fílmica con la atracción del narcisismo en las identificaciones imaginarias anteriores (todos los términos deben ser considerados en relación con el espectador). Con mayor importancia, sugiere modos en los que podemos complicar nuestra relación con la pantalla (nosotros estamos «fijados a la representación » (ibídem, pág. 3) ya sea estableciendo una distancia crítica a través de la técnica brechtiana, o multiplicando la fascinación mediante la atención a los alrededores extracinemáticos.

El trabajo preparatorio para la centralidad del espectador en el aparato ya había
sido dispuesto por el mismo artículo que introdujo el término «aparato» en la
teoría fílmica, el ensayo anterior de Baudry sobre «Efectos ideológicos». Fue
aquí donde se planteó la relación entre la cámara y el sujeto que mira como el lugar
de la producción ideológica, y que el espectador ocupa una posición central e
ilusoria en toda la disposición cinemática. Baudry demostró en primer lugar
cómo la noción idealista de un SUJETO TRASCENDENTAL (en la cual todos los objetos
son percibidos desde un punto fijado, concebido como la fuente del sentido,
y este punto es entonces considerado como una unidad ideológica, que deniega a
la contradicción mantener su centralidad ilusoria y sitúa al sujeto filosófico del
idealismo) fue transferida desde las leyes ópticas de la perspectiva monocular en
la pintura renacentista a la base mecánica de la cámara. Analiza el modo en el que el sentimiento de dominio del sujeto es reforzado cuando las diferencias entre los fotogramas son borradas en nombre de una ilusión de realidad sin fracturas, una visión continua. La sensación de dominancia incluso se mantiene más allá cuando las múltiples perspectivas implicadas por el montaje son sintetizadas por el sujeto en una totalidad coherente y significativa. El trabajo ideológico del aparato se explica en términos de una duplicidad: el sujeto se siente como la fuente de los significados cuando en realidad el sujeto es el efecto de los significados.

Lo que surge aquí (de modo resumido) es la función específica desarrollada por
el cine como soporte e instrumento de la ideología. Constituye al «sujeto» mediante
la delimitación ilusoria de una posición central, sea ésta la de un dios o cualquier
otro sustituto. Es un aparato destinado a obtener un efecto ideológico preciso, necesario para la ideología dominante: creando una fantasmatización del sujeto, colabora con una marcada eficacia en el mantenimiento del idealismo [...] Todo sucede
como si el mismo sujeto fuera incapaz de dar cuenta de su propia situación, y por algún motivo, fuera necesario sustituir órganos secundarios [...] instrumentos o formaciones ideológicas capaces de llenar su función como sujeto. En realidad, esta sustitución sólo es posible con la condición de que la misma instrumentalización sea
ocultada o reprimida (Baudry, en Cha, 1980, pág. 34).

Esta combinación de operaciones técnicas, ideológicas y psicológicas, nos devuelve
a la definición original de aparato, cuya forma dé funcionamiento está brillantemente
ilustrada por el ejemplo cinemático de Dziga Vertov, Czseloviek s Kinoappartom
[El hombre de la cámara]. En una película cuyo tema ostensible es un día en la vida de una bulliciosa ciudad soviética, las cuatro áreas del aparato son hábilmente puestas en movimiento, mientras que «el hombre con la cámara de cine» conecta las diversas «demostraciones » (del aparato y de la vida cotidiana) y da prioridad al ojo de la cámara (y del espectador). Todos los aspectos del aparato se movilizan en esta película, que constantemente revela el proceso de su propia creación: trata tanto de la construcción de la realidad cinemática como de la vida soviética, proporcionando un poderoso desenmascaramiento de esas operaciones que el trabajo ideológico del aparato debe suprimir. Se alude a la base técnica en la actividad del cámara; la cámara, trípode, lentes, y otras tecnologías para grabar y proyectar son descritas del mismo modo. Las condiciones de recepción son mostradas por secuencias en la misma sala de cine. El texto-filme tiene una especie de papel estelar, en la medida que el montaje es mostrado en fotogramas que son congelados en la mitad del movimiento, llevados a la mesa de montaje, examinados, catalogados y cortados en
secuencias que ponen en primer plano las manos y los ojos del montador. Pero más
importantes son los mismos espectadores: aquellos que ven la película dentro de la
película como los espectadores descritos, deslizándose constantemente desde la
realidad documental a la ilusión construida, fascinados y conscientes al mismo
tiempo. Más que una exposición de técnicas y métodos cinemáticos, El hombre de
la cámara refuerza el papel central del espectador en el aparato cinemático, porque
mientras desmitifica su ilusión para mostrar cómo son producidas, reafirma continuamente el hecho de que la participación psíquica del espectador es lo que hace
existir a la película.

El espectador

La concepción psicoanalítica del ESPECTADOR cinematográfico es la matriz de
la que fluyen todas las otras descripciones en éste campo. Pero éste es un tipo de
espectador muy particular, bastante diferente de aquel presupuesto por otras aproximaciones metodológicas en los estudios fílmicos. A diferencia de los modelos de
público de masas ofrecidos por aproximaciones al cine empíricas o sociológicas (la
gente «de verdad» que va al cine), y a diferencia de la noción del espectador conscientemente informado proporcionada por las aproximaciones formalistas (gente
que tiene ideas artísticas e interpretaciones conscientes acerca de lo que ellos ven), la teoría psicoanalítica del cine discute el estatuto del espectador del cine en términos de la circulación del deseo. El abanico de conceptos psicoanalíticos que tienen que ver con la fantasía inconsciente y la formación de una identidad (sexuada) son listados para explicar y describir las formas peculiares de proyección imaginaria y comprehensión que caracterizan al sujeto-cinematográfico y el estado de visionado.

Alain Bergala determina cuatro áreas de investigación en la teoría del espectador:
1) ¿Qué es lo que el espectador desea al ir al cine? 2) ¿Qué clase de sujeto-espectador es construido por el aparato cinematográfico? 3) ¿Cuál es el «régimen»
metapsicológico del espectador durante la proyección de la película? 4) ¿Cuál es,
estrictamente hablando, la posición del espectador dentro de la misma película? (en
Aumont y otros, 1983, págs. 172-173). Mientras cada una de estas cuestiones delimita
una posible aproximación al estatuto del espectador en términos de una teoría
de lo inconsciente, un examen más detallado revela que todos son contingentes uno
con otro, un completo complejo de características que se entrecruzan forma al espectador psicoanalíticamente construido. La discusión sobre el aparato fue en cierto modo orientada a responder las preguntas 1) y 2); el apartado sobre la mirada se ocupara más profundamente de la cuestión 4). La cuestión 3), aquella del «régimen
» metapsicológico, es la base de las teorías psicoanalíticas sobre el estatuto del
espectador, y será discutida aquí.

La teoría psicoanalítica del cine ve al espectador no como una persona, un individuo
de carne y hueso, sino como un constructo artificial, producido y activado por el aparato cinemático. El espectador es concebido como un «espacio» que es al tiempo «productivo» (como en la producción del material del sueño u otras estructuras
de la fantasía inconsciente) y «vacío» (cualquiera lo puede ocupar); para lograr
esta dualidad ambigua, el cine, en cierto sentido, «construye» su espectador a
lo largo de un número de modalidades psicoanalíticas que unen al que sueña con el
espectador del cine. Pero una película no es exactamente la misma cosa que un sue-"
ño; para que el espectador del cine se convierta en el sujeto de una fantasía que no
es autogenerada, se debe producir una situación en la que el espectador es «vulnerable de forma más inmediata y más predispuesto a permitir que sus propias fantasías trabajen ellas mismas en el interior de aquellas ofrecidas por la máquina de ficción » (August, 1981, pág. 3). Este proceso se basa en la distinción entre la persona real (como un individuo) y el espectador del cine (como un constructo); y la teoría psicoanalítica del cine toma como base las operaciones del inconsciente con el fin de explicarlo. Cinco factores entrecruzados se encuentran en la construcción psicoanalítica del espectador: 1) se produce un estado de regresión; 2) se construye una situación de creencia; 3) se activan mecanismos de identificación primaria (sobre
los que, entonces, se «insertan» las identificaciones secundarias); 4) se ponen en
juego por la ficción cinemática estructuras de fantasía tales como el romance de familia; y 5) se deben ocultar aquellas «marcas de la enunciación» que sellan a la película con la autoría.

Ya hemos visto cómo los procesos del mismo aparato, y más específicamente, las condiciones de recepción provocan un estado de regresión en el espectador que hace que se dé la susceptibilidad hacia la fantasía cinemática. Esto también crea el contexto para el tipo particular de creencia que caracteriza la situación de visionado: el espectador del cine es, en primer lugar y ante todo, un espectador
crédulo. Utilizando el modelo psicoanalítico del FETICHISMO (estrictamente hablando,
el mantenimiento por parte del niño de una creencia en el falo maternal
frente a la evidencia de su castración que crea ansiedad) y extrayendo su discusión
en parte del trabajo del psicoanalista Octave Mannoni, Metz describe la creencia
en el cine como un proceso de negación o RECHAZO, el mecanismo, o modo de defensa,
invocado en el fetichismo, mediante el cual el sujeto rechaza reconocer la
realidad de una percepción traumática. Detrás de cada espectador incrédulo (que
sabe que los hechos que tienen lugar en la pantalla son Acciónales) se encuentra
uno crédulo (que, sin embargo, cree que estos hechos son verdad); así el espectador
rechaza lo que él o ella saben con la finalidad de mantener la ilusión cinemática.
El efecto total de la situación de visionado de la película depende de este continuo
retroceso y avance del conocimiento y la creencia, esta escisión en la conciencia
del espectador entre «Yo sé muy bien ...» y «Pero, sin embargo ...», este «no» a la realidad y «sí» al sueño. El espectador es, en cierto sentido, un espectador doble cuya división del yo es, extrañamente, como aquella entre lo consciente y lo inconsciente.

«Yo sé... pero, sin embargo» es la estructura del fetichismo en el psicoanálisis,
puesto que el sujeto rechaza la falta interpretada como resultante de la castración
precisamente mediante una creencia imaginaria en su realización. El fetichismo es
diferente de la negociación, o de la supresión total, en que por virtud de su rechazo
de la diferencia, evoca continuamente lo que pretende negar. Freud llama rechazo a
«un proceso que en la vida mental del niño parece ni poco frecuente ni muy peligroso,
pero que en un adulto significaría el inicio de una psicosis» (Freud, 19o3,
pág. 188), y mantiene que algo se puede aprender del fetichismo acerca de la «escisión del ego». El rechazo, como respuesta a la ansiedad de la castración, no es la reacción a una simple percepción de una cierta realidad, sino a la relación de dos formaciones simbólicas, el reconocimiento de la diferencia sexual y el temor a la
castración por el padre. Fetichismo es el proceso que permite la interacción simultánea de dos significados contradictorios, pero es un proceso simbólico al nivel de lo inconsciente.

Mediante la conexión de esta ESCISIÓN DE LA CREENCIA con un guión primordial en la vida del sujeto, Metz traza aún otra relación entre el visionado del cine y lo inconsciente. Dice que si uno entiende el guión de la castración como un drama simbólico que se convierte en una metáfora de todas las pérdidas, tanto reales e
imaginarias (como en Lacan), o lo toma de forma más literal (como en Freud), el
proceso es el mismo.

Con anterioridad a este descubrimiento de una falta (ya nos encontramos cerca del significante cinemático), el niño [...] tendrá que desdoblar su creencia (otra característica cinemática) y desde entonces para siempre mantener dos opiniones
contradictorias [...] En otras palabras, retendrá, quizá definitivamente, su anterior
creencia debajo de las nuevas, pero también se mantendrá fiel a su nueva observación
perceptual mientras la rechaza en otro nivel [...] Así se establece la matriz
duradera, el prototipo afectivo de todas las escisiones de la creencia (Metz, 1975,
pág. 68).

Estas cuestiones tienen consecuencias dramáticas para la crítica feminista.
Laura Mulvey interpreta el fetichismo como una modalidad en la relación entre el
espectador y la imagen de la mujer, mientras que Jaqueline Rose cuestiona la represión de lo femenino en este modelo de creencia. Ambas serán consideradas más
detalladamente con posterioridad, pero aquí está una sugerencia provisional sobre
la relación de la mujer con el concepto de fetichismo. El guión del fetichismo no
trata de una mujer real que carece de un pene real, sino una estructura en la que relaciones simbólicas, ya constituidas como significantes, son puestas en juego. Mirar a la pantalla no es como mirar a una mujer «castrada», pero las estructuras de
creencia recapitulan la formación psíquica anterior.

Quizás el asunto más complicado en la teoría del espectador es la IDENTIFICACIÓN;
no sólo existe una distinción entre identificación primaria y secundaria, tanto
en el psicoanálisis como en la teoría fílmica, sino también la definición de éstas
es interpretada de forma distinta por Freud y Lacan, y más tarde por Baudry y
Metz, los dos teóricos que utilizaron el término de forma más comprehensiva. Brevemente, en el psicoanálisis la definición más simple del término implica un proceso de asimilación por el sujeto de un otro, bien en su totalidad (como al identificarse con un individuo), o parcialmente (como en la aceptación de un rasgo físico o una característica). De acuerdo con Laplanche y Pontalis, el sujeto «se transforma, total o parcialmente, tras el modelo que el otro proporciona. Es por medio de unas series de identificaciones que se constituye y especifica la personalidad» (Laplanche y Pontalis, 1978, pág. 205).

Debido a que la identificación, el más temprano lazo emocional en la vida del
sujeto, desempeña un papel en la formación imaginaria del ego (pese al hecho de
que el mismo Freud nunca estuvo completamente satisfecho ni con su definición ni
con su situación entre otros procesos de la psique), la teoría psicoanalítica del cine le concede una posición central en su concepción del acceso imaginario del espectador a la película. Así para Alain Bergala: La [¡Identificación es al tiempo el mecanismo básico de la constitución imaginaria del ego (una función fundante) y el núcleo, el prototipo de un número de instancias psíquicas subsiguientes y procesos mediante los cuales el ego, una vez constituido, continúa diferenciándose de sí mismo (una función matriz), (en Aumont y otros, 1983, pág. 174).

Para Freud (provisionalmente), la identificación primaria implica un modo
temprano de la constitución del yo sobre el modelo de otra persona, y como tal, una
forma anterior de relación afectiva con un objeto, antes de que exista cualquier tipo
de distinción real entre el yo y el objeto. Es preedípica, en estrecha relación con la incorporación oral, y caracterizada por una cierta cantidad de confusión entre el
ego y el otro. Es distinta del tipo de identificación en la fase del espejo de Lacan,
porque para Lacan es aquí donde se establece la. relación dual entre el ego y el otro, entre sujeto y objeto (una relación de similitud y diferencia), Esta primera diferenciación del sujeto empieza sobre la base de una identificación con una imagen en una relación inmediata, dual y recíproca, pero depende, precisamente, de un reconocimiento del yo como distinto y distanciado de la imagen. Sin embargo, existe
también un sentido en el cual esto es también identificación primaria (las afinidades
entre las descripciones dejan esto claro).

Otro modo de clarificar este asunto es pensar en términos de la distinción entre
el ego ideal (asociado con lo preedípico y lo imaginario) y del ideal del ego (asociado con la función paterna punitiva en el complejo de Edipo y que emerge en lo
simbólico). Aunque estas distinciones no están muy claras en la mayoría de la literatura, pensar en la identificación primaria en relación con el ego ideal la asocia con una idealización temprana del yo, mientras que los procesos que implican
al ideal del ego tienen que ver con la identificación con los padres, sus sustitutos, o ideales colectivos como modelos a los cuales el sujeto intenta parecerse, procesos más alineados con la identificación secundaria.

Para Freud y Lacan, las identificaciones secundarias son aquellas bajo la competencia
del complejo de Edipo, en las que el sujeto al tiempo se constituye a sí mismo en lo Simbólico (el reino del lenguaje y la cultura) y establece su singularidad, su identidad en relación a los padres y «otros» culturales. Las identificaciones
secundarias son siempre ambivalentes, caracterizadas por la complejidad de sentimientos contradictorios de amor y de odio. Los padres pueden servir en la misma
medida como objetos de relación libidinal (el deseo de tener) u objetos de identificación (el deseo de ser); lo que es importante retener es la idea de que todas las relaciones futuras contendrán algún elemento de identificación, sobre el modelo del TRANSITIVISMO infantil (por ejemplo, cuando un niño atribuye su propia conducta a otro, como cuando ve que otro niño se hace daño y empieza a llorar).

Lo que normalmente llamamos «identificación», cuando se basa en una especie
de reacción empática con personajes en una novela, obra de teatro o película, se
considera que está en el reino psicoanalítico de las identificaciones secundarias.
Pero el tema de la identificación en el sentido psicoanalítico es incluso más complejo: ya que la identificación psicoanalítica se ocupa de los procesos inconscientes de la psique más que de los procesos cognitivos de la mente, la empatia conscientemente experimentada tiene muy poco que ver con la identificación en el sentido psicoanalítico (o en el cine, en lo que se refiere a esto). La diferencia puede ser expresada del modo siguiente: Empatia = «Yo sé cómo te sientes»; el conocimiento y la percepción son sus categorías estructurantes. Identificación = «Yo veo cómo tu ves, desde tu posición»; visión y situación psíquica definen sus términos. Aunque esto puede parecer a algunos como una rígida escisión de los procesos cognitivos de aquellos del inconsciente, es absolutamente crucial mantener una distinción entre estos dos niveles de actividad. Aunque el conocimiento y lo inconsciente se interaniman (el deseo motiva pensamiento consciente y, en ciertos casos, viceversa) la distinción entre empatia e identificación depende de un claro entendimiento de su separación. Otra cosa más que mencionar (particularmente en términos de las críticas al modo en el que la identificación ha sido utilizada en la teoría fílmica) es que, lejos de establecer un sujeto unificado, las identificaciones imaginarias que constituyen el ego lo hacen en un complejo agrupamiento, «una verdadera labor de imágenes dispares» (Aumont y otros, pág. 180) que ha llevado a Lacan a llamar al ego una «mezcolanza de identificaciones» (citado por Bergala, ibídem).

Metz define la IDENTIFICACIÓN CINEMÁTICA PRIMARIA como la identificación del espectador con el mismo acto de mirar:

Yo estoy percibiéndolo todo [...] la instancia constitutiva [...] del significante cinemático (soy Yo el que hace la película) [...] [E] 1 espectador se identifica con él mismo, con él mismo como un puro acto de percepción (como el estar despierto,
alerta): como condición de posibilidad de lo percibido y así como una especie de sujeto trascendental, anterior a todo hay (Metz, 1975, págs. 48-49).

Esta clase de identificación es considerada primaria porque es la que hace posibles
todas las identificaciones cinemáticas secundarias con personajes y hechos en la pantalla. Este proceso, al tiempo perceptual (el espectador ve el objeto) e inconsciente (el espectador participa en un modo fantasmático o imaginario), es
construido y dirigido, de forma inmediata, por la mirada de la cámara y su sustituto, el proyector. Desde una mirada que proviene de la parte de detrás de la cabeza, así, «precisamente donde la fantasía sitúa el "foco" de toda visión» (Metz, 1975, pág. 49), al espectador se le da esa capacidad ilusoria de estar en todas partes al mismo tiempo, ese poder de la visión por el que el cine es famoso. En «Efectos ideológicos», Baudry describe este pacto de un modo ligeramente más tecnológico.

El espectador se identifica menos con lo que es representado, el espectáculo en sí
mismo, que con lo que representa el espectáculo, se hace visible, obligándole a ver
lo que ve, ésta es exactamente la función asumida por la cámara como una especie
de relevo» (Baudry, en Cha, 1980, pág. 34).

Metz pone en relación esta clase de identificación con la fase del espejo al decir
que la identificación cinemática primaria sólo es posible porque el espectador
ya ha sufrido el proceso psíquico formativo de esta constitución inicial del ego. La
participación ficcional del espectador cinematográfico en el desarrollo de los hechos
se hace posible por esta primera experiencia del sujeto, aquel momento anterior
en la formación del ego, cuando el niño pequeño empieza a distinguir objetos
como diferentes de sí mismo, y al hacerlo, comienza a distinguir un yo. Lo que une
este proceso con el cine para Metz es el hecho de que sucede en términos de imágenes
visuales, lo que el niño ve en este momento (una imagen unificada que es distanciada y objetivizada) constituye como él o ella interactuará con otros en etapas posteriores de la vida. El aspecto ficticio también resulta crucial aquí, la percepción de ese «otro» como un yo más perfecto es también un percepción errónea,
un reconocimiento erróneo.

Asi, parte de la correspondencia de la teoría del cine entre identificación cinemática primaria y la fase del espejo, proviene de las semejanzas entre el niño en
frente del «espejo» y el espectador en frente de la pantalla, encontrándose ambos
fascinados por, y identificados con, un ideal imaginado, visto desde una distancia.
Este proceso anterior a la construcción del ego, en el que el sujeto que ve encuentra
una identidad mediante la absorción de una imagen en un espejo, es uno de los
conceptos fundantes en la teoría psicoanalítica del estatuto del espectador del cine
y la base para su discusión de la identificación primaria. De acuerdo con esta descripción, parte de la fascinación del cine proviene del hecho de que mientras permite la pérdida temporal del ego (el espectador del cine se «convierte» en alguien
más), al mismo tiempo refuerza el ego (a través de la invocación de la fase del espejo).

En cierto sentido, el espectador del cine al tiempo se pierde a sí mismo y se
encuentra a sí mismo, una y otra vez, al representar continuamente este primer momento ficticio de identificación y establecimiento de identidad.

Otro aspecto de la analogía con la fase del espejo que es punto de debate en la
teoría psicoanalítica del cine tiene que ver con la ilusión de coherencia y dominio
sugerida por la constitución imaginaria del ego (como correlato de la ilusoria posición de control del espectador). Se pueden buscar los orígenes de esto en el sujeto trascendental de Baudry del primer artículo, en el cual «tanto la tranquilidad
especular y la afirmación de la propia identidad de uno» (Baudry, en Cha, 1980, pág. 34) son producidos por la posición del espectador: «El significado y la conciencia
» confluyen en un único punto para el sujeto (ibídem, pág. 30). En un artículo que critica esta noción del espectador precisamente porque niega las ramificaciones de la diferencia sexual y al espectador femenino, Mary Ann Doane define esta problemática: «La coherencia de visión asegura un conocimiento controlador, el
cual, a su vez, es una garantía de la centralidad y unidad carente de problemas del
sujeto» (Doane, 1980, pág. 28). Pero éste es un reconocimiento erróneo, traído por
aquellos procedimientos cinemáticos que borran la contradicción y la diferencia.
Para Doane, «el placer de este reconocimiento erróneo reside en última instancia en
su confirmación del dominio del sujeto sobre el significante, su garantía de un ego
unificado y coherente capaz de controlar los efectos de lo inconsciente» (ibídem).
La transformación para el sujeto en la fase del espejo desde una imagen del
cuerpo fragmentada a una imagen de totalidad, unidad y coherencia, es tomada
(por Baudry en su primer artículo) para ser aplicada al espectador en el cine. De
esta fantasía de integración asociada con el espejo proviene una concepción del
cine como una respuesta a nuestro deseo de plenitud, ofreciéndonos mundos fijados,
coherentes, no contradictorios con el sujeto como la fuente del significado.
Este concepto del espectador figuró ampliamente dentro de un importante debate
teórico en Francia durante los años setenta (implicando a Baudry, Marcellin Pleynet,
Jean-Patrick Lebel, Jean Narboni, Jean-Louis Commoli y otros, y revistas
como Cinéthique, Cahiers du Cinema y Tel Quel) sobre la relación entre el aparato,
el sujeto y la ideología. El alcance político del debate se centró en las posibilidades de un cine alternativo, materialista, que enfatizara la contradicción y esas diferencias borradas en la producción del sujeto trascendental (ejemplificado por el trabajo de Godard y del Grupo Dziga Vertov, Jean-Marie Straub/Danielle Huillet y otros). Pero éste es un énfasis ligeramente diferente de la construcción específicamente psicoanalítica del sujeto que discutimos aquí.

La unidad, en el sentido estrictamente psicoanalítico, pone un poco más de énfasis
en la constitución imaginaria del yo en el paradigma lacaniano, «en el que lo imaginario, opuesto a lo simbólico pero constantemente imbricado con ello, designa
la atracción básica del ego [énfasis añadido], la impresión definitiva de un antes
del complejo de Edipo [que también continúa después de él] ...» (Metz, 1975, pág. 15). Barthes enfatiza la correlación entre ver cine y esta temprana unidad narcisista:

Una imagen fílmica (sonido incluido), ¿qué es? Una atracción. Esta palabra debe de tomarse en el sentido psicoanalítico. Yo estoy encerrado en la imagen como si estuviera atrapado en la famosa relación dual que establece el imaginario.[...] Por
supuesto la imagen mantiene (en el sujeto que yo creo que soy) un conocimiento
erróneo conectado al ego y al imaginario [...] Yo pego mi nariz en el espejo de la
pantalla, al imaginario otro con el que me identifico a mí mismo narcisísticamente
(Barthes, 1975a, pág. 3).

Sin embargo, Metz tiene siempre cuidado de enfatizar la relación entre esta
unidad imaginaria y las discordancias de lo simbólico, respondiendo implícitamente
a las críticas de totalización al sugerir que no es la teoría la que totaliza, sino la interpretación de la teoría. Como él dice:
El imaginario del cine presupone lo simbólico, ya que el espectador debe en primer
lugar haber conocido el espejo primordial. Pero como este último instituyó el
ego en gran parte en el imaginario, el segundo espejo de la pantalla, un aparato simbólico, él mismo a su vez depende del reflejo y la falta (Metz, 1975, págs. 58-59). Cualquier forma de identificación en el cine se relaciona, así, con un nivel psicoanalítico secundario, porque trata de un sujeto ya constituido, un sujeto que ha
evolucionado más allá de la indiferenciación de la niñez temprana y accedido al orden
simbólico, y, por consiguiente, que es capaz de «poseer» una mirada. Por esta
razón, Metz establece una distinción entre identificación primaria en el sentido psicoanalítico e identificación primaria cinemática, que es la identificación del espectador con su propia mirada. Este tipo de identificación tiene sus raíces en la fase del espejo, pero no es completamente homologa a ella: «El espejo es el lugar de la identificación primaria. La identificación con la propia mirada de uno es secundaria con respecto al espejo [...] pero es el fundamento del cine y por tanto primario cuando este último está bajo discusión» (Metz, 1975, pág. 58).

Se pueden encontrar aclaraciones adicionales en el concepto de IDENTIFICACIÓN
CINEMÁTICA SECUNDARIA: En lo que se refiere a las identificaciones con personajes, con sus propios niveles diferentes (personaje fuera de campo, etc) son identificaciones cinemáticas secundarias, terciarias, etc.; tomadas en su conjunto en oposición a la simple identificación del espectador con su propia mirada, constituyen la identificación cinemática secundaria, en singular (Metz, 1975, pág. 58).

Este concepto de múltiples puntos de identificación proporciona una escapatoria
de ese callejón sin salida de la unidad implicada por la idea monolítica de la
identificación primaria, bien sea en términos de invocar las «identificaciones
múltiples» sugeridas por la estructura de la fantasía inconsciente o en términos
de una «variedad de posiciones del sujeto» sugerida por algunas formas de cine
alternativo. La primera opción, la sugerida por la fantasía, retiene la fuerza de lo
inconsciente como el motor del estatuto del espectador mientras desafía la idea
de que éste sólo implica la presuposición de una imagen propia unificada. El ensayo
de Freud, «Pegar a un niño» (Freud, 1963a), es el artículo utilizado por los
teóricos del cine para trazar el modo en el que, en palabras de Janet Bergstorm:
«Los espectadores son capaces de ocupar múltiples posiciones identificatorias,
bien sucesiva o simultáneamente» (Bergstorm, 1979a, pág. 58). Freud demuestra la posibilidad para el sujeto de la fantasía de participar en una variedad de papeles,
deslizándose, intercambiándose y duplicándose en las posiciones intercambiables
de sujeto, objeto y observador. Hace esto al comprometerse con diferentes formas de la fantasía en términos de los pronombres lingüísticos que implican:

«Mi padre está golpeando al niño», «Yo estoy siendo golpeado por mi padre» y
«Un niño está siendo golpeado» (yo estoy probablemente viéndolo). Durante las
tres fases de esta fantasía, el sujeto (una mujer) ocupa el lugar del padre que es el
que está golpeando, el niño que está siendo golpeado y el espectador de la escena.

El sujeto de la fantasía se convierte así en una entidad móvil y mutable más
que un individuo particular dotado de género, y la sexualidad asume la cualidad
variable implicada por el psicoanálisis (la teoría de Freud sobre la bisexualidad).
Las implicaciones para los estudios feministas están bastante claras.

El concepto de POSICIONAMIENTO DEL ESPECTADOR, a menudo citado como POSICIONAMIENTO DEL SUJETO, es otra forma de referirse al modo en el que el espectador es «situado» en (y por) el texto y se le hace asumir papeles basados en la participación identificatoria. Sitúa la habilidad para establecer la coherencia o el significado de una película en lo inconsciente, y se refiere más bien a un «lugar» que a un individuo. Todavía existe gran confusión y la distinción exacta entre posicionamiento
del sujeto e identificaciones de la fantasía no está muy clara, aunque el posicionamiento del sujeto se halla más alineado con el proyecto político de un
contra-cine. El potencial radical de una película puede ser considerado en términos
de su habilidad para «romper» posiciones fijadas de identificación y la coherencia
del estado unificado del sujeto. Por otra parte, la discusión de la fantasía inconsciente como un posible modo de identificación dispersa ha sido ampliamente considerado en términos del cine narrativo de ficción dominante.

Stephen Heath proporciona aclaraciones adicionales. Para él, las películas no
son unidades formales discontinuas, sino «relaciones de subjetividad, relaciones
que no son la simple "propiedad" de la película ni la del espectador individual,
sino aquellas de la producción de un sujeto en las que la película y el individuo
tienen su específica realidad histórica y social como tales» (Heath, 1979, pág. 44).
Considerar el texto fílmico como un proceso de producción de subjetividad significa
incorporar una noción de posicionamiento del espectador al análisis del cine
v rastrear los posibles modos en que se podría producir la identificación; Heath
aporta una dimensión histórica a este concepto mientras mantiene la fuerza radical
de lo inconsciente en la definición. Sin embargo, también parece utilizar el posicionamiento del sujeto de modo intercambiable con identificación, y esto ha contribuido a la confusión. Por ejemplo, en «Narrative Space» describe la operación
cinemática en términos de «posicionamiento» inducido en el sujeto: los elementos
combinados de la representación en perspectiva, montaje, narración y modos de
identificación producen una posición del sujeto de coherencia y unidad. Pero también
tiene cuidado de unificar esta definición con un énfasis correctivo en el proceso:
Lo que mueve una película, en definitiva, es el espectador, inmóvil enfrente de
la pantalla. El cine es la regulación de ese movimiento, el individuo como sujeto
atrapado en un desplazamiento y posicionamiento del deseo, energía, contradicción,
en una perpetua retotalización del imaginario (la escena dispuesta de imagen y sujeto).

Esta es la inversión del cine en la narrativización; y crucialmente por un espacio
coherente, la unidad de lugar para la visión. Otra vez, sin embargo, la inversión está en el proceso [...] el toma y daca de la ausencia y la presencia, el juego de la negatividad y la negación, flujo y detención. La narrativización, con su continuidad, cierra, y es ese momento de clausura el que desplaza al espectador como sujeto en sus términos: el espectador es el punto de las relaciones espaciales del cine; el cambio, por ejemplo, de plano a contraplano, su ratificación como sujeto (Heath, 1981, págs. 53-55).

El cuarto rasgo que caracteriza la construcción del espectador deseante (después
de la regresión, la creencia y la identificación) es la utilización de estructuras
de fantasía tales como el ROMANCE FAMILIAR. Ésta se utilizará como un modelo de
la forma en la que el cine moviliza producciones inconscientes con el fin de activar
la participación fantasmática del espectador. En psicoanálisis, el término novela familiar hace referencia a una forma temprana de actividad imaginativa mediante la
cual el niño fantasea padres ideales para reemplazar a los reales, considerados inferiores.

Fantasías de este tipo implican la modificación de las relaciones de los padres,
como si fuera un huérfano de una cuna real, o fuera el bastardo de una relación
ilícita de la madre con un padre noble. Basadas en el complejo de Edipo, se
considera que surgen por la presión ejercida sobre el sujeto por la situación edípica.

Ambos tipos de romance familiar están ligados a la diferenciación del sujeto
respecto a sus padres, y pueden ser combinados con otros procesos dentro de la estructura en evolución del ego. La fantasía del huérfano es asexual e implica la simple sustitución de los padres reales por unos superiores; la fantasía del bastardo
emerge por un elevado conocimiento de la diferencia sexual e incorpora la sexualidad
a la producción ficcional de los orígenes.

Mediante la utilización de frases como «trabajos de ficción» y «romances imaginativos
», Freud acuñó por primera vez el término para dar cuenta de una primitiva
forma de actividad ficcional a cargo del sujeto. Tanto lo psicoanalítico (relaciones
de lo familiar) como lo narrativo (la etimología de «novela») convergen en esta
clase temprana de trabajo fantasmático discutido por Freud según las líneas del
sueño durante el día. Como una escena narrada que el sujeto se relata a sí mismo en
un estado de vigilia, soñar despiertos es el prototipo para la producción de mundos
imaginarios en un intento de corregir la realidad percibida. Su estructura y forma
son indicativas de toda la vida de fantasía (consciente o inconsciente) en el sentido
de que es, como en el trabajo del sueño, una escena imaginaria, un guión ficticio, que representa la realización de un deseo inconsciente y la designación del sujeto
como protagonista. La novela familiar es un tipo particular de fantasía que anticipa futuras formas de fantasear más complicadas. Considerado inicialmente por Freud
un síntoma patológico de la paranoia, más tarde resultó ser un fenómeno normal, y
de hecho universal, de la vida infantil. La universalidad de una estructura de fantasía como el romance familiar está relacionada con una cualidad a priori de la generalización que Freud encuentra en el complejo de Edipo, y por extensión, en lo
inconsciente.

Los estudios fílmicos utilizan la novela familiar de dos modos, dos énfasis generales
que corresponden a grandes rasgos a temáticas (la novela familiar como un
contenido narrado o representado) y procesos de producción (el romance familiar,
en su función de realizar deseos, corregir la realidad, como generador ficticio de
ese contenido narrado o representado). Las dos áreas se cruzan; el contenido representado de una película no es simplemente una asunto de análisis social o ideológico, mientras que el proceso de producción psíquica no es simplemente el dominio del psicoanálisis. Stephen Heath y Geoffrey Nowell-Smith ven el melodrama
como «una inversión en una constante repetición de la novela familiar fantaseando
tanto en sus temas y en sus procesos relaciónales como en las posiciones
del sujeto-hablante» (Heath y Nowell-Smith, 1977, pág. 119). Con mucho, el desarrollo
más interesante de la novela familiar en el cine es el de Stephen Heath en
un artículo titulado «Screen Images: Film Memory». Donde el énfasis de Freud se
sitúa sobre fantasías específicas de la niñez acerca de padres nobles, Heath utiliza
el concepto para discutir el cine como un proceso de narrativización y memoria.
En ambos casos las relaciones familiares son el punto de partida tanto para las producciones ficticias como las fantasmáticas. Heath contrasta dos teorías de la ficción en Freud, la del romance familiar, en la que «la producción de ficción sirve
para regular y unificar, para mantenerse unido en el imaginario» (Heath, 1976,
pág. 39) y la del juego fort-da, en el que la ficción no es simplemente un dominio
coherente, sino que es producida como una repetición de la ausencia. El argumento
de Heath es que de los dos tipos de creación de la ficción en Freud —uno totalizador
(como en los sueños de día y la novela familiar), el otro orientado hacia un
proceso (como en el regreso continuado de una pérdida en el juego fort-da)— el
último es más fundamental para el cine en su proceso sin fin de activar y recobrar
la diferencia y la ausencia. Pero el cine produce sus efectos en un movimiento
doble: el cine clásico siempre trabaja para atrapar el flujo en «ficciones de coherencia » manteniendo, suspendiendo y fijando sus procesos. Este juego dialéctico
permite a Heath afirmar: «En un sentido real, en el sentido de este desarrollo y explotación, las novelas y las películas tienen un único título (el título de la novelística): Novela familiar...» (ibídem, pág. 4).

Semejante utilización de la novela familiar indica algo fundamental en la creación
de la ficción y el inconsciente que se repite a sí mismo en el visionado del
cine, y esto tiene que ver con el espectador. El sueño, la fantasía y el cine, todos tienen esto en común: son producciones imaginarias que tienen su fuente en el deseo
inconsciente, y el sujeto en todas las producciones/proyecciones fantasmáticas (de las cuales, aquí, la novela familiar es el prototipo) se encuentra invariablemente
presente. Freud resume concisamente esta función del sujeto deseante: «Su Majestad
el Ego, el héroe de todos los sueños diurnos y todas las novelas» (Freud, 1958,
pág. 51). En el cine, debido precisamente a que este espacio de subjetividad es producido como un espacio vacío, se puede dar el deslizamiento que crea en el espectador la sensación de producir la ficción cinemática. La novela familiar, como una forma temprana de actividad ficticia, representa, a un nivel inconsciente, la participación en el fantasma justo en ese modo.

Antes de discutir cómo esto es posible a través de estrategias de enunciación
cinemática, dos ejemplos fílmicos demostrarán la construcción psicoanalítica del
estatuto del espectador. Vampyr, de Cari Dreyer, pretende representar lo sobrenatural
y es capaz de crear la realidad ambivalente de los sueños precisamente porque
construye una posición de visionado que es análoga a aquella del que sueña. Al hacer
borrosa la distinción entre fantasía y realidad, presente y pasado, percepción e
imaginación, sustancia y fantasma, Vampyr recrea el estado del sueño del sujeto
que ve una película. De acuerdo con Bertrand August:
La película se dobla hacia sí misma para explorar y definir la mismas condiciones
que caracterizan las operaciones elusivas del cine y del imaginario, estableciéndose
ella misma en el proceso concreto como la metáfora central del proceso creativo
[...] Parecería que la película fue concebida como una metáfora del mecanismo
del imaginario. (August, 1978, págs. 6, 23).7

Lo que nosotros como espectadores vemos (y lo que el personaje central David Gray también ve) elude constantemente nuestro entendimiento al desafiar todas las leyes de la representación realista; «el precario equilibrio entre creencia y no creencia se inclina a favor de la no creencia» (ibídem, pág. 12). En Vampyr, los fantasmas
bailan y desaparecen, los objetos familiares se convierten misteriosamente en «otros», y las percepciones se convierten en alucinaciones; la película dramatiza
la totalidad de las condiciones que producen el efecto de ficción, regresión, ruptura
de la creencia, identificación cinemática primaria, estructuras de fantasía, y el
borrado de las marcas de enunciación, en un reflejo del efecto-sujeto que abarca
del mismo modo tanto a los personajes como a los espectadores.

No en menor medida una película sobre lo inconsciente, El año pasado en Marienbad,
de Alain Resnais, cuenta la historia de una seducción que puede no haber
ocurrido nunca. Con un título muy apropiado (Jacques Lacan publicó el famoso artículo
«La fase del espejo» en Marienbad en 1936) la película implica activamente a su espectador en el ensamblaje de su relato, construyendo su propia realidad al
margen de las categorías externas. El autor del guión, Alain Robbe-Grillet, dijo que
la película representaba «un intento de construir un espacio y tiempo puramente
mental», aquel del sueño o la memoria. La propia interpretación de Resnais es que
la película trata «sobre grados mayores o menores de realidad», una interpretación
entre otras (hay al menos dieciocho posibles relatos de lo que sucede en la película), pero una que llega al corazón de la película. Debido a que está centrada en el espectador, la película funciona subliminalmente para crear una experiencia totalmente subjetiva al acercarse a la intrincada estructura no lineal de la mente. El más pequeño de los argumentos implica a tres «personajes» acerca de los cuales no sabemos nada, sólo que ellos existen en el continuum espacio-tiempo que es la película.

El personaje X de voz zalamera intenta a lo largo de la película convencer al personaje A de que escape con él, de dejar el lugar helado (¿recurso?) habitado por
elegantes invitados robótkos y también de que deje al personaje M. Como cada espectador es conducido a través de un laberinto de posibilidades autoconstruido, se
torna claro que la única realidad es la misma película, el pasado no tiene realidad
más allá del momento en que es evocado mientras que los personajes y las imágenes
no tienen status más allá de su presencia en la pantalla. Más que cualquier otra
cosa, El año pasado en Marienbad dramatiza su estatus como aparato para utilizar
fantasía, memoria y deseo, y al dejar de funcionar sin el espectador, crea una lección- objeto en la teoría del estatuto del espectador del cine.

La enunciación

El quinto elemento en la construcción del espectador cinemático tiene que ver
con la «autoría» y su borrado. Con el fin de dar al espectador la impresión de que es
él o ella el que está produciendo el fantasma cinemático sobre la pantalla, algo debe
ocurrir para ocultar a la vista al «verdadero» soñador, al autor implícito de la película, el sujeto putativo de deseo. Al espectador se le debe hacer olvidar que una ficción externa está siendo mirada, una ficción que ha surgido de otra fuente de deseo. Tal y como lo expresa Metz: «Yo [el sujeto] soy soporte de la mirada del realizador cinematográfico (sin lo cual no sería posible el cine)» (Metz, 1975, pág. 56). La teoría psicoanalítica del cine recurre al concepto de ENUNCIACIÓN para describir este complicado proceso de deslizamiento, pero utiliza el concepto de modo muy diferente a como lo hace la narratología, en gran medida porque se ocupa del lugar del sujeto escindido del inconsciente en la operación enunciativa. La teoría psicoanalítica del cine conecta así lo que la narratología describe como el reconocimiento de la narración por el espectador («La película parece ser narrada por el mismo espectador, que se convierte, en la imaginación, en su fuente discursiva»; véase, Metz, 1975, pág. 106), con el deseo y la subjetividad. La enunciación está relacionada con el soñar, como una operación inconsciente, fantasmática, y no como un proceso cognitivo.

La teoría psicoanalítica del cine toma prestado el concepto de enunciación de
la lingüística estructural, enfatizando la posición del sujeto que habla como un sujeto producido en división e implicado en la actividad constante del inconsciente.
En cada intercambio verbal existe tanto el énoncé (lo afirmado, lo dicho, el mismo
lenguaje) y la énonciation (el proceso que produce la afirmación, cómo se dice
algo, desde que posición emana). La consideración de la enunciación como un proceso
implica determinaciones extralingüísticas, sociales, psicológicas, inconscientes,
así como las características lingüísticas específicas del sistema de lenguaje utilizado por el hablante. Como tal, señala hacia la importancia fundamental de lo extralingüístico en cualquier acto de comunicación, por tanto enfatiza la subjetividad, el lugar del sujeto en el lenguaje, como constitutivo de la producción de todas las verbalizaciones, de todos los intercambios discursivos humanos. De acuerdo con el lingüista francés Emile Benveniste: «Lo que caracteriza a la enunciación en general es el énfasis en la relación discursiva con un compañero, sea real o imaginado, individual o colectivo» (Benveniste, 1971, pág. 85). En la medida en que está elaborado en la noción de sujeto escindido, cuando el psicoanálisis es incluido en esta relación lingüística, la énonciation, como un lugar de producción, se llena del deseo inconsciente. La teoría psicoanalítica del cine hace así uso del concepto como una forma de describir tanto el «origen» de la fantasía fílmica (en el lugar de la autoría) y su «apropiación» (en el lugar del estatuto del espectador).
De acuerdo con esta lógica, la teoría psicoanalítica del cine afirma que en cada
película siempre existe un lugar de enunciación: un lugar desde el que surge el discurso cinemático. El modelo psicoanalítico teoriza esto como una posición, que no
debe ser confundida con el individuo real (el realizador cinematográfico) y por tanto
no es accesible ni a teorías cognitivas ni a análisis de intencionalidad. El argumento más sustancial y sugestivo a favor de la enunciación cinemática ha sido presentado por Raymond Bellour, fundamentalmente en su artículo, «Hitchcock: el
enunciador» y en su clarificación en una entrevista con Janet Bergstorm. En «Hitchcock: el enunciador», Bellour utiliza el análisis de Marnie la ladrona, de
Hitchcock, para demostrar el modo en el que el director utiliza su posición privilegiada para representar su propio deseo, indicando cómo «se origina el despliegue lógico de la fantasía en las condiciones de la enunciación» (Bellour, 1977, pág. 73).

También es aquí donde acuña los términos CÁMARA-DESEO y CINE-DESEO para designar
esa correspondencia peculiar entre el cine y la fantasía inconsciente que es
la base de la teoría psicoanalítica del cine. Para Bellour, el sistema de la enunciación cinemática se define del modo siguiente: «Un sujeto dotado de una especie de poder infinito, constituido como el lugar desde el que el conjunto de las representaciones son ordenadas y dirigidas y hacia el cual son canalizadas de regreso. Por esa razón este sujeto es el que mantiene la verdadera posibilidad de cualquier representación » (Bellour, 1979a, pág. 98). Ya está implícito en esta definición el estatus recíproco de la enunciación, pues las imágenes de la pantalla no sólo emanan de una fuente deseante, sino que también son devueltas (con la finalidad de ser controladas) a una fuente del mismo modo deseante, el espectador. Ése es el motivo por el que, en la misma entrevista, Bellour se puede extender sobre el tipo de relevo implicado por el sistema enunciativo que él analiza en Marnie la ladrona, señalando cuan fácilmente uno puede moverse mediante la alternancia de los puntos de vista de los distintos personajes «hacia un punto central desde el cual emanan todas estas visiones diferentes: el lugar, a la vez productivo y vacío, del sujeto-director» (ibídem). El concepto operativo aquí es la dialéctica, el movimiento doble mediante el cual el espacio enunciativo es al mismo tiempo productivo y vacío. Es en este sentido en el que la enunciación es utilizada para describir, tanto la articulación del deseo del realizador cinematográfico a través del campo visual, como el deseo del espectador en la medida en que está atrapado en esta articulación.

Metz proporciona una aclaración adicional de cómo este espacio de la enunciación
cinemática se convierte en la posición del visionado cinemático en «Historia/
discurso: nota sobre dos vouyerismos»8 un artículo que conecta el proceso
enunciativo con el VOUYERISMO, el aspecto libidinal de la mirada placentera que es
tan central para el modelo de teoría psicoanalítica fílmica del cine. En el psicoanálisis, el vouyerismo se refiere a cualquier tipo de satisfacción sexual obtenida mediante la visión, y está normalmente asociado con una posición de observación privilegiada oculta, como el ojo de una cerradura. (En algunos casos es intercambiable con ESCOPOFILIA otro término para el componente erótico del mirar, ya que no existe una distinción precisa entre tales términos en la literatura psicoanalítica. En general, ambos términos son invocados en el cine donde, obviamente, lo visual es dominante, pero mientras la scopophilia define el placer general de mirar, el voyeurismo denota una perversión específica.) En la teoría fílmica, este punto de observación privilegiado (creado por el efecto ojo de cerradura) se convierte en la fuente y el punto final en el relevo enunciativo que representa la circulación del deseo entre autor, texto y espectador. «Si la película tradicional tiende a suprimir todas las marcas del sujeto de la enunciación, lo hace con la finalidad de que el espectador pueda tener la impresión de ser él mismo aquel sujeto, pero un sujeto vacío, ausente, una pura capacidad para ver» (Metz, 1976, pág. 24, énfasis añadido).

En la descripción teórica del cine, para que la ficción cinemática al tiempo produzca
y mantenga su fascinante sujeción del espectador, debe de parecer como si las
imágenes de la pantalla fueran las expresiones del propio deseo del espectador. O
más bien, como Bertrand August lo describe: «El sujeto-productor debe desaparecer
de modo que el sujeto-espectador pueda ocupar su lugar en la producción del
discurso fílmico» (August, 1979, pág. 51).

Para su modelo de cine, Metz transforma el énfasis lingüístico de la enunciación
en un concepto del enunciador como «productor de la ficción» que señala ese
proceso mediante el que todo realizador cinematográfico organiza el flujo de imágenes, eligiendo y designando las series de imágenes, organizando las diversas visiones que forman el relevo entre aquel que ve (la cámara, el realizador cinematográfico) y lo que está siendo visto (la escena de la acción). Después conecta esto con el voyeurismo del espectador concebido como una instancia de «puramente ver», la capacidad de manejar la mirada objetivizadora sin su componente exhibicionista.

Metz mantiene que una de las operaciones primarias del cine narrativo clásico (lo que en realidad lo distingue como «clásico»), es el borrado u ocultación
de esas marcas de enunciación que señalan hacia el trabajo del director de seleccionar y disponer los planos, indicadores textuales que, en cierto sentido, revelan la mano del realizador cinematográfico. Este efecto de enmascaramiento sobre
el proceso discursivo está en el corazón del «montaje invisible» o la transparencia
del cine de Hollywood. Se invocan términos de la teoría de la enunciación para
describir este proceso: el trabajo de producción se oculta por medio de disfrazar el
DISCURSO (en el que la fuente de enunciación está al mismo tiempo marcada y situada
en primer plano, su punto de referencia es el tiempo presente, y los pronombres
«yo» y «tú» son empleados) para presentarse a sí mismo como HISTORIA en la
que la fuente de la enunciación se suprime, el tiempo verbal es un pasado indefinido
de hechos ya finalizados, y los pronombres empleados son «él», «ella» y «ello».
En un artículo que acompaña al ensayo de Metz en Edinburgh 76 Magazine,
Geoffrey Nowell-Smith clarifica más la distinción: Discurso e historia son ambos formas de enunciación, residiendo la diferencia en el hecho de que en la forma discursiva la fuente de la enunciación está presente, mientras que en la histórica está suprimida. La historia es siempre «allí» y «entonces », y sus protagonistas son «él», «ella» y «ello». El discurso, sin embargo, siempre contiene como sus puntos de referencia, un «aquí» y un «ahora» y un «yo» y un «tú» (Nowell-Smith, 1976, pág. 27).

En el discurso, la relación discursiva es enfatizada, mientras que en la historia
(story) el destinatario es impersonal. En términos cinemáticos, la película, un discurso construido que emana lógicamente de una fuente específica, se hace pasar
por historia, una narración impersonal que simplemente existe. En la formulación
narratológica: «El proceso enunciativo transforma el discurso en una historia que
aparentemente se autogenera», pero hace esto (y ésta es la diferencia), para la teoría psicoanalítica del cine, precisamente de modo que puede tener otro sujeto de la enunciación.

Algunas teorías de contra-cine radicalmente político encuadran los desafíos de
estos realizadores cinematográficos al cine dominante en términos de enfatizar las
marcas discursivas en los procesos enunciativos. Las películas que ponen en primer
plano el discurso sobre la historia (mediante técnicas tales como montaje disyuntivo
e interpelación directa) son considerados como políticamente progresistas.
En este contexto, cualquier película de Godard puede ser analizada en términos
de las intervenciones discursivas del autor (bien aquellas específicamente a cargo de
Godard o aquellas producidas textualmente) que interrumpen la fabricación ilusoria
y sin fractura de la (hi)storia.* Pero es importante no confundir los dos métodos
de análisis (aquel de la teoría narrativa/lingüística y aquel del psicoanálisis); la
enunciación cinemática en su utilización psicoanalítica implica procesos inconscientes más que estrategias formales. La teoría psicoanalítica del cine trata de la producción de subjetividades deseantes, la del autor, la del espectador, y así concibe la enunciación como un proceso de circulación más que centrarse en su manifestación a través de instancias textuales específicas.

Así, con el fin de que el espectador asuma la posición de la enunciación fílmica,
para tener la impresión de que es su propia historia la que está siendo contada,
debe parecer como si la ficción de la pantalla no emergiera de ningún lugar. Ya que,
como afirma Metz: «La historia [...] es siempre (por definición) una story contada
desde ningún lugar, contada por nadie, pero recibida por alguien (sin el cual no
existiría)», el estilo invisible que oculta el trabajo del enunciador hace que parezca como que «es... el receptor (o más bien el receptáculo) el que la cuenta». (Metz, 1976, pág. 24). Por consiguiente, el funcionamiento efectivo y la implicación psíquica del cine como aparato sólo son posibles sobre la base de este ocultamiento de sus operaciones; en este sentido se crea un «pseudo-espectador», del que todo espectador se puede apropiar a voluntad.

La mirada

La primera forma y quizá la más directa de discutir la constelación de cuestiones
que rodean a la MIRADA en el cine es a través del concepto de la ESCENA PRIMARIA.
En la teoría psicoanalítica, la escena primaria designa una experiencia infantil
traumática, un guión de visión que implica la observación por parte del niño
del acto sexual paterno. Como todas las FANTASÍAS PRIMARIAS (es decir, estructuras
típicas de fantasía, tales como aquellas de la existencia intrauterina, la castración y la seducción, responsables de la organización de la vida psíquica), la escena primaria no está necesariamente basada en un hecho real. En realidad, sus estatus de «realidad» (para el sujeto) es lo que llevó a Freud a teorizar la fantasía inconsciente en general, y a establecer el concepto de realidad psíquica como modo de dar cuenta tanto del impacto dramático que estas fantasías tienen en la vida del sujeto como de la coherencia, organización, autonomía y eficacia del reino de la fantasía.

* Juego de palabras con los dos vocablos: (hi)story [he y story, la historia de él, su historia]. (TV. del t.)

Para Freud, las fantasías primarias eran prueba de que existen estructuras en la dimensión de la fantasía que son irreductibles a experiencias vividas; pueden por tanto ser consideradas «esquemas» inconscientes, o modelos que estructuran la vida
imaginativa del sujeto, que trascienden al tiempo las experiencias vividas del individuo y sus imaginaciones personales. Como los mitos colectivos, las fantasías primarias se considera que representan una solución a cualquier enigma fundamental
para el niño. Dramatizan respuestas a cuestiones de los orígenes: la escena primaria
representa la emergencia del individuo; la fantasía de la seducción dramatiza la
emergencia de la sexualidad; las fantasías de la castración representan los orígenes
de la diferencia sexual.

Freud es muy preciso acerca de la universalidad de esas fantasías, dando especial
importancia a la escena primaria:

Entre la riqueza de las fantasías inconscientes de los neuróticos, y probablemente
de todos los seres humanos, existe una que raramente está ausente y puede ser
revelada mediante el análisis de la observación del acto sexual entre los padres. Yo
llamo a estas fantasías, junto a aquellas de la seducción, castración, y otras, fantasías primarias (Freud, 1963a, pág. 103).

En otra parte, habla de la «semejanza constante que como regla caracteriza las
fantasías que son construidas [en] la niñez, sin tener en consideración el grado, mayor o menor, en el que las experiencias reales han contribuido a ellas» (Freud,
1936b, pág. 66). Esta descripción de la fantasía primaria como un fenómeno universal,
más la evidencia de que los significados psíquicos se acumulan a un hecho que puede que nunca haya ocurrido, da a Freud una base para la teoría de la herencia filogenética: las fantasías primarias están basadas en hechos que preceden al individuo y son transmitidos históricamente de generación en generación. Así, estructuran la vida psíquica no sólo del individuo sino de la cultura en general.
Freud elabora la noción de escena primaria en su relato del caso del «Hombre
Lobo». A través de un análisis del terrorífico sueño de un paciente, determinó que
la visión del acto sexual de los padres no era una memoria real, sino una reconstrucción hecha plausible por la convergencia de muchos detalles. Varias cosas
emergen de este análisis. En primer lugar, el coito de los padres es generalmente interpretado por el niño como una agresión paterna; en segundo lugar, la escena ocasiona la excitación sexual en el niño, y esto es con frecuencia asociado con el peligro y la ansiedad; en tercer lugar, dentro del contexto de una teoría sexual infantil, el acto es interpretado como relación sexual anal.

Pero lo más importante para nuestro propósito es el hecho de que una disposición
de elementos (oscuridad, capacidad motora reducida, estabilidad y una posición
de testigo) sitúan al sujeto de la fantasía en una posición de espectador que
presenta remarcadas similitudes con la del cine: «Era de noche, yo estaba tumbado
en mi cama. Es el comienzo de la reproducción de la escena primaria» (Freud, 1936b, pág. 228). En una fase inicial de su trabajo, Freud se refirió a todas las fantasías
primarias como escenas de guiones arquetípicos al designarlas como «fantasías
primarias» sin tener en cuenta su contenido. Sin embargo, sólo la estructura de
fantasía que implica que el niño sea testigo del coito de los padres ha retenido la
terminología visual de escena primaria, y esto es lo que hace tan productiva una
analogía con el estatuto del espectador en el cine.

En «El significado imaginario», Metz defiende que la reactivación en el cine de
la escena primaria hace al componente inconsciente del visionado del cine más
fuerte que en el teatro. Atribuye esto a «ciertas características precisas de la institución» (Metz, 1975, pág. 64) entre las que el efecto ojo de cerradura, producido por esas condiciones de recepción discutidas anteriormente (y reintroducidas en términos de vouyerismo), es sólo la más gráfica. Metz señala tres grandes razones para establecer la afinidad entre la escena primaria y el visionado del cine. En primer lugar, la soledad del espectador y la dirección impuesta de la energía hacia la pantalla convierten al público del cine en más fragmentado y aislado que la «colectividad temporal» del espectáculo teatral. En segundo lugar, porque el cine se compone de la representación de gente y objetos ausentes, lo que se ve es «más radicalmente ajeno al espectador» (ibídem, 63), mientras que los actores en el teatro pueden comprometerse en una verdadera relación recíproca con los espectadores (el vouyerismo del espectador se combina con el exhibicionismo del actor en «una auténtica pareja perversa» (ibídem). En tercer lugar existe una importante «segregación de espacios» implicada en el cine que aumenta y en realidad depende de la distancia entre el espectáculo y el espectador. Los dos espacios son reinos absolutamente separados. Así, «para el espectador la película se despliega en esa 'otra parte' simultáneamente bastante próxima y definitivamente inaccesible en la que el niño ve lo retozos de la pareja paterna, que son igualmente ajenos a él y lo dejan estar, un puro espectador cuya participación resulta inconcebible» (ibídem, 64). En este sentido la escena primaria es invocada para crear una analogía entre esta específica producción de una fantasía de los orígenes y las modalidades psíquicas del estatuto del espectador del cine y (de nuevo) para definir la matriz de visión y deseo que conecta el ver cine con la actividad inconsciente.

La mejor discusión de la escena primaria en relación con un texto fílmico específico
es el monumental análisis textual de Thierry Kuntzel de El malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932) de Schoedsack y Pichel (Kuntzel, 1980a, 1980b). La primera parte tiene afinidades obvias con el análisis de los sueños de Freud, trazando la labor de los procesos primarios en una detallada exploración de sesenta y cinco páginas de cada aspecto de la película. Concluye su artículo (que transforma una película menor de aventuras en una demostración sutil de los proceso psíquicos) con una formulación de la posición inconsciente del espectador del cine (comienza por citar a Metz): «"El vouyerismo cinemático, scopophüia no autorizada, está [...] en línea directa con la escena primaria". Misterios de El malvado Zaroff: pone enjuego, representa, mi "amor" por el cine; esto es lo que yo voy a ver (otra vez) con cada nueva película; mi propio deseo, repetido sin cesar, de re-presentación» (Kuntzel, 1980a, pág. 63). El segundo artículo, «Sight, Insight and Power: Allegory of a Cave», incluye un análisis plano a plano de una particular dramatización de una secuencia de la escena primaria. El final de este artículo interrelaciona de modo ingenioso la descripción de una escena primaria en Melanie Klein tanto con los personajes de El malvado Zarqff como con los espectadores más allá de ésta: «Para este último espectador, que ve ambas escenas a la vez, y a menudo las ve mejor que el primer espectador, que es atrapado en la escena y debe de ocultarse a sí mismo, ver es tener percepción divina» (Kuntzel, 1980b, pág. 109).

Por tomar un ejemplo fílmico, un episodio de escena primaria en Numero Deux,
de Godard/Miéville, consistente en la observación por parte de una niña pequeña de
una escena de penetración anal protagonizada por sus padres en la cocina, es presentada mediante un primer plano de la cara de la niña sobreimpreso a la imagen de
la pareja. El único primer plano de la niña se funde sobre uno de la pareja, de modo
que nosotros de forma retroactiva leemos el primer plano como una escena de visión.

En una llamativa compresión de plano y contra-plano (el espectador y la cosa que ve dentro de un única imagen) el acto de presenciar la escena primaria y su equivalente
cinemático son presentados sin corte. Este plano es fotografiado de nuevo, solarizado y manipulado visualmente, creando repetidos desplazamientos invisibles
de la escena. Las voces de los padres diegéticos se combinan con aquella del realizador cinematográfico (¿Qué es lo que la niña realmente vio? ¿Era violencia o hacer el amor? ¿Qué significa ser testigo? ¿Cómo fue interpretado el acto? ¿Sucedió realmente?), provocando tanto una reflexión sobre la producción de significado cinemático como sobre los componentes psíquicos del visionado del cine.

La intervención de Godard como voz autoral sugiere otra forma de pensar sobre
la mirada, una forma de especificar su uso particular por la teoría psicoanalítica
del cine, y se produce en términos de la conexión entre visión y enunciación. Tal
y como Bellour establece en su análisis de la función de Hitchcock en Marnie la ladrona, cada realizador cinematográfico se apropia y luego designa «la mirada» de
un modo específico, y esto es lo que caracteriza el sistema de enunciación de un
determinado director. El sistema enunciativo está así alineado con estructuras del
mirar, para describir el modo en que la visión y el deseo están organizados en la
construcción del discurso cinemático. A través de la demostración de como Marnie
es constituida como el objeto de la mirada deseante (de los personajes masculinos,
del mismo Hitchcock, la cámara y por extensión, del espectador) Bellour afirma
que el poder de Hitchcock para delegar su mirada (la función generadora de la imagen)
a los personajes masculinos (sus sustitutos ficcionales) los inscribe dentro de
la «trayectoria de posesión virtual del objeto» (Bellour, 1977, pág. 72). Cuando
Mark Rutland imagina a Marnie, en un primer plano que revela que «está soñando
despierto con la mujer cuya imagen virtual él ha ayudado a crear» (ibídem, pág.
71), su aparición inmediata en la pantalla, en un espacio que resulta diegéticamente
imposible para que Mark lo vea, produce esta conclusión:
El deseo obsesivo por Marnie se despierta de esta relación entre él mismo y la
imagen; Mark asume el deseo de Hitchcock, deseo que Hitchcock sólo puede realizar
a través de la cámara [un aparato] que le prohibe ejercer su deseo mediante la posesión [,] permitiéndole así representarlo (ibídem, págs. 71-72).

Bellour define el lugar del enunciador como aquel que controla los diferentes
tipos de relación escópica con el objeto, clasificando las posiciones relativas de la
cámara-mirada en relación con lo que es representado. De forma destacada, esta es
una relación de deseo definida por la subjetividad masculina, en la que la mujer
está irrefutablemente situada como el objeto-imagen de la mirada. Otra forma de definir la concepción de la mirada de la teoría psicoanalítica del cine es en términos de las estructuras de punto de vista y de contraplano, figuras
del montaje que se combinan con el aparato en la construcción del espectador
como una entidad fantasmática. La asociación de enunciación y visión sugiere la
posición central desempeñada por la organización textual de la mirada en la producción del deslizamiento entre autor y espectador que se activa en el estatuto del espectador. Las figuras de montaje que realizan esto utilizan la habilidad del espectador para crear una coherencia imaginaria, una dimensión fílmica espacio-temporal, mediante la articulación de una lógica observador/observado. En el modelo
clásico del cine de ficción, el relato narrativo, el montaje sin fractura y la identificación secundaria (con los personajes) contribuye a la producción de un mundo
ilusorio con su propia consistencia interna. Históricamente, fue mediante la conexión
de plano a plano en la construcción de este mundo ficcional cómo el cine llegó
a tener su propio método de construir, no sólo «realidad», sino también a su espectador.

Esto no significa que los noticiarios de un solo plano (los noticiarios antiguos)
estaban desprovistos de significado; para confirmárnoslo, existen relaciones
discursivas en el interior de un único plano. Pero junto al montaje vino el privilegiar, canalizar y dirigir esas relaciones hacia la producción de una subjetividad que es marcadamente diferente del espectador de los noticiarios de un solo plano.

El montaje clásico implica subjetividad, o su negociación, guiando los procesos
subjetivos hacia un efecto de significado. Pero mientras el espectador es construido, como se ha mencionado en lo que se refiere a la enunciación, la labor del principio organizador (el «autor», un sujeto motivado por el deseo y exterior al texto que seleccionó y dispuso los planos en un mundo ficcional compuesto) tiene que ser invisible. Las reglas de continuidad se desarrollaron para mantener la impresión de una coherencia imaginaria, permitiendo la creencia del espectador en la integridad de un espacio, la secuencia lógica del tiempo y la «realidad» del universo ficticio. La participación ficticia del espectador se basa, por tanto, en una coherencia espacial percibida: a las imágenes fragmentarias se les da una coherencia lógica porque están subordinadas a una secuencia causal de hechos narrativos. En «Narrative Space», Stephen Heath se refiere a este proceso como «la conversión de lo que se ve en escena», en el que la misma visión es dramatizada, representada como un espectáculo narrado (y por tanto con significado)
delante del espectador: «Lo que resulta crucial es la conversión de lo que se
ve en escena, la fijación del significante al significado: el encuadre, compuesto,
centrado, narrado, es el lugar de esa conversión» (Heath, 1981, pág. 37).
La habilidad del espectador para construir un tiempo y un espacio mentalmente
continuos a partir de imágenes fragmentarias se basa en un sistema de miradas,
un reino estructurado de miradas: 1) desde el realizador cinematográfico/enuncíador/
cámara hacia el hecho profílmico (la escena observada por la cámara); 2) entre
los personajes dentro de la ficción; y 3) a través del campo visual del espectador en
la pantalla; miradas que fijan al espectador en una posición de significado, coherencia, creencia y poder. Estas miradas que se cruzan son negociadas, en primer lugar, a través de las estructuras de contraplano y punto de vista, los medios centrales mediante los cuales «la mirada» se inscribe en la ficción cinemática. Principalmente aplicada a las situaciones de conversación, la estructura de CONTRAPLANO implica una alternancia de imágenes entre ver y visto; el PLANO SUBJETIVO ancla la imagen en la visión y la perspectiva de uno u otro personaje (y está marcado por un mayor o menor grado de distorsión subjetiva). El espectador, por tanto, se identifica, en efecto, con alguien que está siempre fuera de campo, un «otro» ausente cuya función principal es significar un espacio para ser ocupado (véase la discusión siguiente sobre la sutura). La estructura de contra-plano permite al espectador convertirse en una especie de MEDIADOR INVISIBLE entre una interacción de miradas, un participante ficticio en la fantasía de la película. Desde el plano de un personaje mirando, a otro personaje mirado, la subjetividad del espectador está limitada en el interior del texto.

Al recordar la compleja y ambivalente estructura de la identificación secundaria
en el complejo de Edipo (el movimiento entre el deseo, el deseo de tener y el deseo
de ser), Alain Bergala discute la configuración del contraplano en términos psicoanalíticos:

En las películas, los efectos combinados del découpage clásico y el punto de vista
sitúan al personaje en una situación similar [de ambivalencia], en ocasiones sujeto
de la mirada (él es el que observa la escena, otros) y en ocasiones como objeto de la
mirada de alguien (otro personaje o el espectador omnisciente). Mediante el mecanismo
de la mirada ¡Jeu des regards]* mediado por la cámara, el découpage clásico de la acción fílmica ofrece al espectador de una forma muy común, inscrito en el código,
esta regulada ambivalencia del personaje ficcional en relación con su mirada
(con el deseo del otro) (en Aumont y otros, 1963, pág. 179).

Metz conecta este reino de miradas con la identificación mediante la descripción
de las trayectorias de la visión como otras tantas «muescas» en la complicada
* Juego de miradas. (N. del t.)
estructura de la creencia espectatorial. Se refiere al intercambio textual de miradas
como «ciertas figuras localizadas de los códigos cinemáticos» que se entrecruzan
con «identificación cinemática primaria, [es decir] identificación con la propia mirada de uno» en el transcurso de una película (Metz, 1975, pág. 58).

Tal y como sucede (y esto es ya otra «muesca» en la cadena de identificaciones)
un personaje mira a otro que está momentáneamente fuera de campo, o bien es mirado
por él. Si hemos ido una muesca más allá, es porque todo lo que está fuera de
campo nos lleva más cerca del espectador, ya que es la particularidad de este último
el estar fuera de campo (el personaje fuera de campo tiene así un punto en común
con él: está mirando a la pantalla) (ibídem, pág. 57).
Metz continúa para decir que la mirada de este personaje fuera de campo es reforzada
por las diversas técnicas que establecen el punto de vista, bien a través de la
posición de cámara (como en el plano de punto de vista óptico) o a través de distorsiones visuales tales como el hacer borrosa la imagen o el enfoque débil (como en un plano semisubjetivo). Dice, sin embargo, que existen normalmente otros elementos, al margen de la posición de la cámara, que señalan el punto de vista del
personaje, tales como la lógica del relato, un elemento del diálogo, o un plano anterior.

Pero lo más importante desde la perspectiva teórica de Metz es el hecho de que
«la identificación que encuentra el significante es relevada dos veces, doblemente
duplicada en un circuito que lo conduce a lo largo de una línea [...] que sigue la inclinación de las miradas y es por tanto gobernada por la propia película» (ibídem).
Antes de «dispersarse por toda la pantalla en una variedad de líneas que se entrecruzan», compuesta de las miradas de los personajes en la pantalla (una segunda
duplicación), la mirada del espectador («la identificación básica») debe atravesar
(«"sufrir" como si cruzara un paso estrecho») la mirada del personaje fuera de campo
(la «primera duplicación), que, es asimismo, un espectador. Metz considera a
este personaje fuera de campo el «primer delegado» del espectador, y describe esta
operación extremadamente compleja del modo siguiente: «Al ofrecerse a sí mismo
como un paso para el espectador, modula el circuito seguido por la secuencia de
identificaciones y es, sólo en este sentido, que se le ve a él mismo: como nosotros
vemos a través de él, nos vemos a nosotros mismo no viéndolo a él» (ibídem).
Bertrand August clarifica esto al proponer un intrincado modelo variable que
asocia identificación con un completo abanico de miradas cinemáticas: «La identificación desempeña un papel central en las operaciones del aparato cinematográfico porque regula, nivela el sutil desplazamiento de equilibrio entre los muchos regímenes de creencia que intervienen continuamente en el proceso de producción del efecto de ficción» (August, 1978, pág. 12). Proporciona así el marco para la demostración realizada por Metz de la situación imposible construida por esas miradas y los circuitos del deseo implicados en la visión cinemática. Las identificaciones en el cine son siempre parciales, difusas e imaginarias, atrapan y suspenden momentáneamente al espectador en una red de miradas elusivas, un espejo invisible, pero poderoso, que mantiene al espectador en un estado de fascinación.
Otro concepto de la teoría psicoanalítica del cine que se desarrolla alrededor de
la mirada es SUTURA. Ésta es una idea extremadamente complicada, formulada por
primera vez en 1966 por Jacques-Alain Miller (un estudiante de Lacan) para designar
la relación del sujeto con la cadena de su propio discurso, un concepto con la
intención de clarificar la producción del sujeto en el lenguaje. En 1969, Jean-Pierre
Oudart lo aplicó a la teoría del cine, especialmente con referencia a las películas de Robert Bresson, como un modo de designar un tipo particular de relación entre la
mirada del sujeto-espectador y la cadena del discurso. De modo más general (aunque
la aplicación de la tesis de Oudart a otras películas que no sean las de Bresson
ha sido problemática), la noción de sutura se concentra en las diferentes posiciones
disponibles para el espectador en relación tanto con el espacio de la pantalla como
con el espacio fuera de campo. Los artículos posteriores en inglés, como la influyente exposición de Oudart que realiza Daniel Dayan (Dayan, 1974) y la crítica de William Rothman de la posición de Dayan/Oudart (Rothman, 1975), así como la
cuidadosa explicación del concepto a cargo de Stephen Heath en Questions of Cinema
(1981), sitúan los términos de debate tal y como ha sido concebido por la
teoría psicoanalítica del cine.

Buscando clarificar la relación del término de Miller con la producción inconsciente
del sujeto, Heath cita a Lacan:

El sujeto no es por tanto otra cosa que aquello que «se desliza en una cadena de
significantes» (Lacan, 1975, pág. 48), su causa es el efecto del lenguaje [...] Verdadero tesoro de significantes, lo inconsciente está estructurado como un lenguaje; el psicoanálisis, la «cura parlante», se desarrolla precisamente como una aguda atención al movimiento del sujeto en la cadena significante (Heath, 1981, pág. 79).

Heath apunta que Miller cita la división entre énoncé y énonciation como prueba
de que «el sujeto no es uno en su representación en el lenguaje» (ibídem, pág.
85). La sutura se convierte así en el proceso mediante el cual el sujeto es «cosido»
a la cadena del discurso, la cual al tiempo define y es definida por el trabajo de lo
inconsciente. Pero también es utilizado en el sentido de suturar sobre, entrelazando
y haciendo coherente ese proceso que produce el sujeto: «Sutura no sólo da nombre
a una estructura de ausencia, sino también una disponibilidad del sujeto, una
cierta clausura...» (ibídem). En este sentido sutura se entiende como un proceso de
ocultamiento, de toma de posesión, de ocupar el lugar de, o como lo expresa Heath:
«[E]l "yo" es una división pero une de todas formas; el sustituto es la falta en la estructura, pero sin embargo, simultáneamente, la posibilidad de una coherencia, de
un llenado» (ibídem, pág. 86).

La pretensión de Oudart es que los procesos psíquicos que constituyen la subjetividad
son reiterados en el cine mediante el proceso que atrapa al espectador en la coherencia de sus ficciones, a saber la estructura de contra-plano. Para él, la imagen de la pantalla ofrece al espectador una plenitud imaginaria que recuerda a la
temprana experiencia del espejo para el niño. La satisfacción, sin embargo, se rompe
inmediatamente por la conciencia de un espacio fuera de campo, el cual, de
acuerdo con Oudart, invoca ansiedad. La ansiedad es aliviada por la estructura de
contra-plano, la cual, al «responder» a la ausencia evocada por el espacio vacío
(con la visión del personaje fuera de campo, el AUSENTE), «sutura» al espectador
en la experiencia original de la satisfacción imaginaria. Dayan aporta el concepto
de ideología a estas operaciones, aplicando las teorías del enmascaramiento ideológico encontradas en el primer artículo de Baudry al sistema de la sutura activado en el montaje (véase Baudry, 1974-1975). Para él, la estructura de contra-plano hace invisible la construcción discursiva de la película, produciendo así un sujeto mistificado que «absorbe un efecto ideológico sin ser consciente de ello». La crítica de Rothman proviene de una presentación literal del concepto de posicionamiento del espectador, defendiendo que el ausente no existe en la situación de visionado porque los espectadores siempre saben de quién es el punto de vista que está siendo representado.

Sin embargo, tal y como ha sido establecido, sea llamado el ausente o no, siempre existe una agencia discursiva invisible en cualquier construcción cinemática.
En una película, «alguien que mira» es siempre la representación de alguien
que mira, y la noción de fuente enunciativa conecta esta representación con
el deseo.

Ya que Heath explora más profundamente los fundamentos psicoanalíticos del concepto de sutura, es capaz de establecer un argumento más fiable a favor de éste. Para él la alianza de significado y subjetividad en la «producción» de una película siempre reitera la emergencia del sujeto psicoanalítico en lo simbólico: «De modo significativo, lo que esta realización de la ausencia de la imagen consigue
de inmediato es la definición de la imagen como discontinua, su producción como
significante: el movimiento desde el cine a lo cinemático, el cine como discurso»
(Heath, 1981, pág. 87). Finalmente, considerado a la luz de las teorías de la sutura,
la descripción de Metz (arriba) de la trayectoria de las miradas que atrapan al
espectador en relaciones de deseo y significado proporciona de inmediato un argumento
convincente para su existencia y una sugerente propuesta para su aplicación.
La noción de PLENITUD, la producción de una entidad ideal (e idealizada) a través
de procesos cinemáticos, es extremadamente complicada, cada teórico la considera
en cierta medida de modo diferente. Por esta razón, las críticas a la mirada
han tomado diversas formas. El contexto completo del debate incluye la implicación
del cine en el RÉGIMEN ESCÓPICO. Situando la ausencia en el centro de todas
las representaciones cinemáticas y relacionando esto al tiempo con los procesos
fantasmáticos del imaginario y con los procesos significativos de lo simbólico,
Metz define el régimen escópico del modo siguiente:

La práctica cinematográfica sólo es posible a través de las pasiones perceptuales:
el deseo de ver (=pulsión escópica, scopophilia, voyeurismó) [y] el deseo de escuchar
(ésta es la «pulsión invocante», el deseo invocativo) [...] [Las] pulsiones visuales
y auditivas tienen una relación más fuerte o más especial con la ausencia del
objeto [...] porque, como opuestos a otros deseos sexuales, el «deseo de percibir»
[...] representa concretamente la ausencia de su objeto en la distancia a la que lo
mantiene y que es parte de su misma definición [...] [Pero] lo que define al régimen
escópico específicamente cinemático no es tanto la distancia mantenida, el mismo
«mantenimiento» (primera forma de la falta, común a todos los vouyerismos), como
la ausencia del objeto visto [...] El significante del cine [...] instala una nueva forma de la falta (Metz, 1975, págs. 59, 60, 62, 63).
Lo que distingue al cine de otras artes basadas en ver y escuchar (la pintura, escultura, arquitectura, música, opera, teatro, etc.) es el proceso imaginario específico mediante el cual la película proporciona «una reduplicación extra, un giro específico hacia el deseo en espiral de la falta» (ibídem, pág. 61). Debido a que el espectador y los actores nunca comparten el mismo espacio, el registro en el que la subjetividad del ver puede ser discutida, el régimen escópico, está mucho más conectado al intrincado proceso de lo inconsciente que otras formas de representación
que invocan las pulsiones perceptuales.

Esta «producción de una subjetividad que ve» dentro del régimen escópico ha
sido entendida de dos formas diferentes, bien como una operación de sujeción totalizadora o como una operación que implica un proceso constante de división y falta.

Cada opción sugiere una idea diferente del modo en que el aparato cinemático
afecta a su espectador como sujeto psicoanalítico. Dos objeciones principales caracterizan las discusiones sobre la relación entre el aparato cinemático y la mirada, aquellas que se refieren a sus afinidades con la fase del espejo (y las consecuencias subjetivas implicadas) y aquellas que se refieren a su fracaso a la hora de reconocer la diferencia sexual como una categoría. En algunos casos la segunda premisa se deriva de la primera. Por ejemplo en «Misrecognition and Identity» Mary Ann Doane dibuja cuidadosamente el concepto de identificación (tanto primaria como secundaria) tal y como es expresada tanto por Laura Mulvey como por Metz, que desafían la noción de una posición coherente de dominio y, al mismo tiempo, encuentran, bien una exclusión de lo femenino, bien una incorporación a las definiciones patriarcales. Las estructuras del mirar trazadas por las teorías psicoanalíticas del aparato, (escopophilia/voyeurismo, fetichismo e identificación primaria) han sido necesariamente determinadas en términos de subjetividad masculina; no son ideológicamente neutrales, ajenas al contexto de las definiciones sexuales. Concluye: Hablar de identificación y cine [...] [es] trazar otro camino en el que la mujer está inscrita como ausente, faltaría, un espacio en blanco, tanto al nivel de la representación cinemática como al nivel de su teorización. En la medida en la que se trata de una cuestión de dominio de la imagen, de representación y autorrepresentación, la identificación debe ser considerada en relación con [...] la problemática de la diferencia sexual (Doane, 1980, pág. 31).

En «The Cinematic Apparatus: Problems in Current Theory», Jacqueline Rose
sugiere exactamente ün modo tal de pensar la identificación en sus múltiples posibilidades, señalando hacia la disposición bisexual de cada individuo implícita en el concepto freudiano de las pulsiones. Dice que el ensayo de Freud «Pegar a un
niño», «demuestra que lo masculino y lo femenino no pueden ser asimilados a activo
y pasivo y que siempre existe una separación potencial entre el objeto sexual y
el objetivo sexual, entre el sujeto y el objeto de deseo» (Rose, 1986, pág. 210). La
bisexualidad puede ser incorporada productivamente dentro de una noción del aparato,
desestabilizando su imputada constitución de un sujeto coherente («una imaginaria
cohesión esencialmente pasiva» (ibídem, pág. 200) y permitiendo posibles
alternativas, identificaciones de género, disponibles tanto para los sujetos masculinos como para los femeninos. Éste es un movimiento (ella sugiere en su crítica a Metz) que no sólo es posible sino también necesario:
Redefinir [el concepto de rechazo] como la cuestión de la diferencia sexual es
necesariamente reconocer su referencia fálica: el modo en que la mujer está estructurada como imagen alrededor de esta referencia y el modo en que por eso viene a representar la pérdida potencial y la diferencia que fundamenta todo el sistema (y es el fracaso de ocuparse de esto en lo que reside el problema con el trabajo [...] de Metz). Lo que el cine clásico representa o «pone en escena» es la imagen de la mujer como otra, continente oscuro, y desde allí lo que escapa o se pierde para el sistema; al mismo tiempo esa sexualidad está congelada en su cuerpo como espectáculo,
el objeto del deseo fálico y/o de la identificación (ibídem, págs. 210-211).
La crítica más compleja (y más lacaniana) que hace Rose de Metz se encuentra
en «The Imaginary», donde hábilmente desarrolla la base para una discusión, en
seis partes, que resume al final del capítulo (ibídem, págs. 195-197). Entre sus puntos de crítica, Rose apunta que la ilusión en la base del sujeto «verse a sí mismo
viéndose a sí mismo» es producida por la actividad del crítico y no por la situación
especular; concluye que Metz necesita relacionar su consideración del «sujeto que
todo lo percibe», de forma más explícita, con su discusión de la perversión escópica.
Además, Rose afirma que Metz no da cuenta del uso ambivalente de la palabra
«pantalla» en Lacan, donde proporciona no sólo la función de un espejo, sino también
aquella de un velo («el signo simultáneo de la barrera entre el sujeto y el objeto
de deseo»). Concluye mediante la demostración de como la afirmación de Metz
de que el cine es más «imaginario» que otras artes puede ser cuestionada: lo que él
afirma sobre la capacidad ilusoria de la «ausencia hecha presente» del cine es
igualmente aplicable a cualquier representación pictórica. Rose apoya su razonamiento con una cita de Lacan, que utiliza la historia de Zeuxis y Parrhasios y su dibujar/pintar en una pared para mostrar que «con la finalidad de engañar a un sujeto humano: "lo que uno le presenta a él o ella es la pintura de un velo, es decir, algo más allá de lo cual él o ella exige ver"» (ibídem, pág. 197).

En «The Avant-Garde and Its Imaginary», la discusión de Constance Penley sobre la mirada critica la noción idealista del sujeto presentada por el aparato,
mientras que sus críticas están mucho más elaboradas en «Feminism, Film Theory
and the Bachelor Machines». En este último artículo proporciona una interpretación
y evaluación comprehensiva del trabajo de Doane, Copjec y Rose, en la que postula, como Rose, una noción de las identificaciones múltiples y cambiantes del sujeto que se encuentra en la estructura de la fantasía como un modo de incorporar la diferencia sexual a la teoría del aparato.

Uno de las más sofisticadas críticas psicoanalíticas viene de Joan Copjec,
cuya discusión (a través de una serie de complejos artículos) supone una precisa
y sutil compresión de Lacan. En «The Delirium of Clinical Perfection» dice que
el concepto de la mirada, como la mirada fundadora de la cámara «con la que el
espectador se identifica en un acto que establece su identidad como la condición
de la posibilidad de lo percibido» (Copjec, 1986, pág. 60), «no está gobernado
únicamente por el reconocimiento de una imagen completa con la que uno puede
entonces identificarse a sí mismo. En cambio esta relación permanece como una
de alteridad en la que hay una medida de no reconocimiento, desencuentro y ansiedad
» (ibídem, pág. 64). Los otros artículos que culminan en «The Orthopsychic
Subject», proporcionan una crítica profunda de todo el aparato de la mirada,
la única discusión (con la posible excepción de Rose) que proviene completamente
del interior de los parámetros del psicoanálisis lacaniano. Al argumentar
que la concepción de la mirada de la teoría fílmica depende de estructuras psicoanalíticas (y presumiblemente masculinas) de voyeurismo y fetichismo, Copjec
defiende en cambio que la mirada surge de las suposiciones lingüísticas que, a su
vez, dan forma a los conceptos psicoanalíticos desde una matriz de división. Por
ejemplo: La ley no construye un sujeto que simplemente y de forma inequívoca tiene un
deseo, sino un sujeto que rechaza su deseo, que quiere no desearlo. El sujeto es
así separado de su deseo, y el mismo deseo es concebido como algo, precisamente,
irrealizable (Copjec, 1989, pág. 61).

La introducción de la teoría fílmica del «sujeto» por medio del narcisismo elide
esta diferencia, una división implícita en la mirada lacaniana que «divide al sujeto
que describe». Además, esa escisión demuestra «porque el sujeto hablante no
puede estar nunca totalmente atrapado en el imaginario», (ibídem, pág. 67).
La mirada lacaniana es concebida en un punto invisible donde algo parece
haberse perdido en la representación, y así adquiere una alteridad terrorífica que prohibe al sujeto verse a sí mismo en la representación» (ibídem, pág. 69). Copjec
concluye:

En la teoría del cine el sujeto se identifica con la mirada como el significado de
la imagen y llega a existir como la realización de una posibilidad. En Lacan, el sujeto se identifica con la mirada como el significante de la falta que produce el que la imagen languidezca. El sujeto llega a existir, así, a través de un deseo que aun se considera como el efecto de la ley, pero no su realización (ibídem, pág. 70).
De acuerdo con Copjec, con la finalidad de ser más proporcionado con el modelo
lacaniano que invoca, la teoría del cine tendrá que tener esto en cuenta.

La teoría feminista del cine

El desafío más sustancial para la teoría psicoanalítica del cine (desde una aceptación y un argumento a favor del método psicoanalítico) proviene de la TEORÍA
FEMINISTA. Las cuestiones planteadas a la teoría psicoanalítica del cine como resultado de las investigaciones y trabajos feministas, precisamente alrededor de la
diferencia sexual, operan un correctivo necesario a sus naturalizadas presuposiciones
patriarcales. Como se ha discutido, la teoría psicoanalítica del cine sitúa al cine
como una producción fantasmática que moviliza procesos primarios en la circulación
del deseo. El aparato cinemático construye a su espectador y después estructura
la relación de la pantalla junto a modalidades psicoanalíticas de fantasía, el deseo
escópico, fetichismo, narcisismo e identificación. De modo convencional, es la
imagen de la mujer, que existe para ser mirada (y para ser deseada), la que es ofrecida al espectador-consumidor masculino que posee la mirada. Si la teoría psicoanalítica del cine describe la producción de un cine-sujeto masculino cuyo deseo es activado y desplazado constantemente, está claro que la crítica feminista tiene su trabajo hecho a medida para ello.

El texto que estableció el marco psicoanalítico para la teoría feminista del cine
fue el artículo de Laura Mulvey,9 en el que afirmó que «el inconsciente de la sociedad patriarcal ha estructurado la forma fílmica» de tal modo que «la interpretación socialmente establecida de la diferencia sexual [...] controla imágenes, formas eróticas de mirar y el espectáculo» (Mulvey, 1975, pág. 6). Defiende un uso interpretativo del psicoanálisis que revelaría las formas en que cada operación cinemática (y particularmente aquellos procesos asociados con la mirada, identificación, vouyerismo y fetichismo) reinscribe las estructuras subjetivas de la patriarcalidad.

Más allá de esto, el artículo invita al psicoanálisis a colaborar en la «destrucción
del placer como un arma radical» (ibídem, pág. 7), algo necesario si las mujeres
van a conseguir al tiempo poder sobre sus representaciones y una forma simbólica
autónoma, «un nuevo lenguaje de deseo» (ibídem, pág. 8) articulado por y a través
del cine.

La discusión de Mulvey es básicamente ésta: el estatuto del espectador en
el cine está organizado por líneas de género, que crean un espectador (masculino)
activo que controla a un espectador pasivo (femenino) objeto en la pantalla (screen
objet). Las operaciones del espectáculo y el relato se combinan para dictar unas posiciones de visión específicas masculinas y femeninas de acuerdo con un estándar
que es implícitamente masculino: «Los códigos cinemáticos crean una mirada, un
mundo, y un objeto, que produce así una ilusión de realidad adaptada a la medida
del deseo» (Mulvey, 1975, pág. 17). El cine realiza su llamada al inconsciente del
espectador sobre dos líneas, la de la scopophilia (en la que un sujeto activo extrae
placer de mirar a un objeto pasivo) y la del narcisismo/ego-libido (en la que un sentido del yo se reafirma en la unidad de la imagen de la pantalla). Ambas actividades están relacionadas con las formas más tempranas de satisfacción, conectadas bien a la erótica de la mirada como base para el vouyerismo (éste se corresponde con el efecto ojo de la cerradura apuntado por Metz) o a la fascinación de la fase del espejo (que Metz menciona en su discusión de la identificación primaria). Pero entonces, Mulvey continúa, en el cine estas actividades llegan a estar únicamente al alcance del hombre porque, «en un mundo ordenado por el desequilibrio, el placer de mirar ha sido dividido entre el hombre/activo y la mujer/pasiva [...] La mujer [es presentada] como imagen, el hombre como el poseedor de la mirada» (ibídem, pág. 11). «Una división heterosexual activa/pasiva del trabajo» (ibídem, pág. 12) define los parámetros tanto del relato como del espectáculo: el protagonista masculino (que es el sustituto del espectador) avanza la acción en el mundo tridimensional de la ficción; el femenino, como imagen, se alinea con el espectáculo, el espacio y la pantalla.

Todavía dentro del marco psicoanalítico, la mujer también significa el temor a
la castración, que provoca en el hombre una reacción defensiva. Existen dos opciones
textuales para desviar la ansiedad causada por la imagen de la mujer, SADISMO
(dominación a través de la subyugación narrativa, en la que la mujer es investigada
y castigada o salvada) y fetichismo (sobrevaloración, en la que la figura glamourizada de la mujer, o una parte de su cuerpo, se ofrece luminosa y espectacular, como una «imagen en relación erótica directa con el espectador» (ibídem, pág. 14). Mediante la orquestación de sus tres miradas (la cámara, los personajes, el espectador) el cine produce una específica imagen erotizada de la mujer, naturalizando la posición «masculina» del espectador y los placeres que supone. Así los modos cinemáticos de mirar y de identificación imponen inevitablemente sobre el espectador un punto de vista masculino, mientras que el poderoso impacto erótico de la altamente codificada imagen de la mujer connota «ser mirada [y] el cine construye el modo en el que va a ser mirada dentro del mismo espectáculo» (ibídem, pág. 17). Para Mulvey, la posibilidad de desestabilizar la mirada vouyerística (cuyos variados parámetros traza a lo largo del artículo) representa la opción más prometedora para una práctica cinemática alternativa. Cualquiera que sean las limitaciones del modelo de Mulvey, ella fue la primera teórica que consideró seriamente las implicaciones del género en los procesos del estatuto del espectador cinematográfico y, debido a esto, definió el terreno sobre el que la teoría feminista del cine debatiría en adelante sus asuntos.
Ese terreno estaba, en realidad, ya implícito en el proyecto de la teoría psicoanalítica del cine desde el principio, de forma específica, por dos razones. Debido a que no existe representación de género neutral, la cuestión del lugar de la mujer dentro de esa representación se planteó inmediatamente, y debido a que el reconocimiento de la diferencia sexual es la base de la teoría psicoanalítica, el psicoanálisis implica automáticamente una consideración de la feminidad (no como un contenido, sino como una «posición» que se crea). La investigación feminista sobre
estos asuntos puede ser considerada desde el punto de vista de tres áreas generales,
cada una presentada en términos de subjetividad y deseo femenino: el estatuto del
espectador femenino, la enunciación de la mujer y la práctica textual femenina.
El modelo de Mulvey ha introducido el asunto del género en el estatuto del espectador
en términos de la descripción de una posición masculina de mirar, defendiendo
de forma implícita que todo el aparato del cine clásico operaba de acuerdo
con estándares masculinos que objetivizaban y dominaban a la mujer. Así la cuestión
del ESPECTADOR FEMENINO se convirtió en la primera línea de investigación
para las feministas; Gaylyn Studlar, por ejemplo se opone a Mulvey al defender que:
el aparato cinemático y la estética masoquista ofrecen posiciones identifícatorias
para [ambos] espectadores masculinos y femeninos que reintegran la bisexualidad
psíquica, ofrecen los placeres sensuales de la sexualidad polimórfica, y hacen al
hombre y a la mujer uno en sus identificaciones con y su deseo por la madre preedípica (Studlar, 1988, pág. 192).

La misma Mulvey más adelante corrigió su posición en un ensayo sobre Duelo
al sol (Duel in the sun, 1946), afirmando que mientras su artículo anterior determinaba que en el cine dominante siempre existe una «masculinización» de la posición del espectador sin importar el sexo real (o la posible desviación) de cualquier persona real viva que va al cine» (Mulvey, 1981, pág. 12), las posibilidades del estatuto del espectador de la mujer deben no obstante ser tomadas en consideración. Manteniendo su argumento de que el placer de mirar está asociado con experiencias libidinales tempranas, concluye que el espectador femenino «acepta temporalmente la "masculinización" en recuerdo de su fase "activa"» (ibídem, pág. 15). La posición femenina de mirada por tanto implica necesariamente la identificación con una mirada masculina ajena, un préstamo físico de «ropas para transvestirse».

The Desire to Desire, de Mary Ann Doane, conceptualiza la MIRADA FEMENINA
(y la posición del espectador femenino) en películas dirigidas explícita e institucionalmente a mujeres. Tomando como su objeto el «cine de mujeres», «en su intento obsesivo de circunscribir un lugar para el espectador femenino» (Doane, 1987,
pág. 37), Doane considera el modo en que el dirigirse a un público femenino implica
una presión contradictoria sobre los mecanismos físicos de vouyerismo y fetichismo.
Encuentra que: Cuando uno explora lo márgenes de los principales guiones masculinos que informan las teorías del aparato cinematográfico [guiones a los que «teóricos como Metz y Baudry a menudo apelan [...] como si fueran sexualmente indiferentes»],
uno descubre una serie de guiones que construyen la imagen de una subjetividad
específicamente femenina y también una posición espectatorial (Doane, 1987,
pág. 20).

Concluye que las películas que intentan trazar la subjetividad femenina y el deseo
tanto en su materia-sujeto como en sus modos de interpelación lo hacen en términos
de fantasías tradicionalmente asociadas a lo femenino: MASOQUISMO: la perversión
sexual en la que el sujeto extrae placer de que se le provoque dolor, el componente
pasivo del sadismo; HISTERIA: el tipo de neurosis en la que el conflicto psíquico
está expresado bien simbólicamente a través de síntomas corporales o fónicamente,
a través de ansiedad conectada con un objeto específico; PARANOIA: la
psicosis engañosa expresada a través de fantasías de persecución, herotomanía,
grandeza, celos y similares, en las que los desengaños están organizados en un sistema coherente internamente consistente, y la NEUROSIS: el conflicto defensivo que
forma la base del psicoanálisis, que puede ser entendido como la teoría del conflicto
neurótico y sus formas.

Otro concepto asociado con el estatuto del espectador femenino es la MASCARADA.
Convencionalmente definido por Joan Riviére como el reconocimiento de características «femeninas» para disfrazar una preferencia masculina subyacente (o
exagerar estas características para destacar el hecho de que son un constructo), el
concepto ha sido retomado por teóricos feministas del cine, primero por Claire
Johnston en su análisis de La mujer pirata (Anne of the Indies, 1951) y después por
Mary Ann Doanne en dos artículos sobre el estatuto del espectador, para analizar la
representación de la feminidad en el cine. Stephen Heath señala que el trabajo de
Riviére plantea la cuestión de la identidad femenina más que pretender responderla:
«En la mascarada la mujer imita una auténtica, genuina, feminidad, pero la auténtica
feminidad es tal imitación, es la mascarada ("son la misma cosa") ser una
mujer es disimular un masculinidad fundamental, la feminidad es ese disimulo»
(Heath, 1986, pág. 49). En su análisis Johnston concluye que Riviére muestra
«cómo la homosexualidad/heterosexualidad en el sujeto se produce por la interrelación
de conflictos más que por una tendencia fundamental» (Johnston, 1975a,pág. 41), con la finalidad de demostrar el modo en que La mujer pirata «plantea la
posibilidad de una disposición genuinamente bisexual mientras permanece como
un mito masculino (ibídem, 42). La película es así leída como una parábola de la
represión de la feminidad por una cultura patriarcal.
En «Film and the Masquerade» y «Masquerade Reconsiderad», Doane utiliza
el concepto para centrar más allá su trabajo sobre el estatuto del espectador. Ambos
artículos exploran las posibilidades al alcance del espectador femenino, que se encuentra a sí mismo en relación con el texto clásico, bien demasiado cerca (absorbido en su propia imagen como el objeto del deseo narcisístico), o demasiado lejos (asumiendo la alienada distancia necesaria para la identificación con el voyeur
masculino).

Cualquiera de las dos posiciones conlleva el peligro de la subjetividad femenina,
lo que supone para la mujer, una pérdida perpetua de la identidad sexual en el
acto de mirar. Pero aunque debe concluir que en el cine dominante la mujer posee
una mirada que no ve, Doane se detiene antes de afirmar la total imposibilidad de
la mujer como sujeto de la mirada. Existen todavía placeres al alcance del espectador
femenino, placeres, por ejemplo, en «el potencial de la mascarada para crear
una distancia de la imagen que es manipulable, producible, y legible por la mujer»
(Doane, 1982, pág. 87), placeres para ser obtenidos de una dislocación liberadora
de la mirada femenina. Doane afirma que el estatuto del espectador femenino no
está nunca totalmente hipotecado, reprimido o irrecuperable; incluso en su negación
se produce, como lo es la misma feminidad, como una posición, una posición
fortalecida (por la misma actividad que la produce) para sugerir un desafío radical
de los modos dominantes de visión. En «Masquerade Reconsidered» sugiere otras
opciones desestabilizadoras relacionadas con la mascarada, tales como el «juego»,
el «chiste» y la «fantasía», para definir todo su proyecto como una reconceptualización de la mirada en su relación con una teoría general de la subjetividad femenina.

Se debe realizar una puntualización más sobre el espectador femenino. Tanto
las teoría de Lacan como las de Freud del inconsciente establecen el hecho de
que la sexualidad nunca es dada, en ningún modo puede ser asumida de forma
automática. Ambas, la masculinidad y la feminidad, son constituidas en procesos
simbólicos y discursivos, y esto implica que la misma sexualidad no es'un
contenido, sino un conjunto de posiciones que son reversibles, cambiantes,
conflictivas. Debido a esto, nunca podemos de forma complaciente asumir o
atribuir una identidad sexual fijada; para las teorías del estatuto del espectador,
se necesita un concepto más preciso del espectador femenino para incorporar
este hecho.
Una posibilidad puede encontrarse en especificar los diferentes niveles a los
que el espectador femenino es interpelado. E. A. Kaplan proporciona una útil formulación sobre estas líneas al sugerir una distinción entre tres tipos de espectador femenino: 1) el espectador histórico: la persona real que se encuentra entre el público en el momento de la exhibición de la película; 2) el espectador hipotético: el sujeto construido por las estrategias textuales de la película, sus modos de interpelación y su activación de procesos psicoanalíticos tales como voyeurismo e identificación; y 3) el espectador femenino contemporáneo, cuya lectura de la película puede estar influenciada por una conciencia feminista que sugiere interpretaciones alternas, significados «contrarios al grano» (Kaplan, 1985, págs. 40-43). Mientras que la teoría psicoanalítica del cine se dirige al segundo nivel, nunca puede ignorar los otros dos. Al mismo tiempo, el analista del cine debe ser capaz de discernir qué formas de interpelación implican realmente procesos psicoanalíticos en la construcción de la subjetividad y cuáles trabajan en un nivel de funcionamiento distinto (la distinción entre «empatia» e «identificación» resurge aquí). Porque se ocupa precisamente de esta mediación necesaria entre lo psíquico y lo social, el trabajo feminista sobre el estatuto del espectador continúa proporcionando algunas de las utilizaciones más conprehensivas y ricas en implicaciones de la teoría psicoanalítica del cine hasta la fecha.

Al mismo tiempo que la teoría feminista introdujo el género en los conceptos
de estatuto del espectador, también situó una consideración de lo femenino en las
teorías de la autoría cinematográfica. Como se ha mencionado, la teoría psicoanalítica del cine conecta la autoría con la enunciación, definiendo al realizador cinematográfico como el sujeto del deseo e implicando una posición enunciativa masculina.

Esto presenta algunos problemas complejos para definir la ENUNCIACIÓN
FEMENINA. El trabajo de Raymond Bellour sobre Hitchcock como modelo de teoría
enunciativa demostró, al nivel del texto, que «el sistema de enunciación hitchcockiano... cristaliza alrededor del deseo hacia la mujer» (Bellour, 1977, pág. 85). Bellour es explícito sobre los problemas que esto crea para conceptualizar un espacio enunciativo femenino:
[E]xiste siempre, más o menos enmascarado o más o menos marcado un cierto
lugar de enunciación [...] el lugar de un cierto sujeto del discurso y por consiguiente de un cierto sujeto del deseo [...] El cine clásico americano se funda sobre una sistematicidad que funciona de forma muy precisa a expensas de la mujer [...] mediante la determinación de su imagen [...] en relación con el deseo del sujeto masculino [...] [Esto es] una perspectiva que siempre colapsa la representación de los dos sexos en la lógica dominante de uno único (Bellour, 1979, págs. 99, 97).

Las cuestiones planteadas por la teoría feminista del cine son éstas: si la concepción psicoanalítica de la autoría es definida (y por tanto enmarcada) por una estructura en la que la enunciación se determina por la subjetividad masculina y el
deseo, ¿impide esto cualquier concepto de enunciación femenina? Del mismo modo, si la enunciación elimina la intencionalidad como categoría en su construcción de la autoría, ¿como puede encontrarse la presencia textual de un «discurso femenino», como puede situarse una «voz femenina»?

En un esfuerzo por definir al autor femenino como uno que intenta originar la
representación de su propio deseo, la investigación feminista ha tomado dos rutas.
La primera ha sido mediante un examen del trabajo de mujeres directoras dentro
del sistema de Hollywood (como Dorothy Azner), mediante el análisis de textos
para la manifestación de un discurso femenino que surge del interior de los confines
regulados del cine clásico. El segundo implica un análisis (fundamentalmente)
de trabajos contemporáneos de la que puede ser considerada una «vanguardia feminista
», realizadoras cinematográficas cuyas estrategias de subversión de los códigos
cinemáticos dominantes se articulan en trabajos que comprenden una tradición
feminista alternativa. En cualquiera de los casos, surge la contradicción de la
enunciación femenina. Mientras que el intento de teorizar la autoría como una posición (más que como un individuo) es la base de la teoría enunciativa, el «descubrimiento » o reevaluación de las mujeres directoras ha sido fundamentalmente motivada por el hecho de que ellas eran/son mujeres. El interés en las mujeres reales per se parecería, entonces, estar en contradicción directa con el movimiento en aras de designar la producción textual de autoría sexuada. Para evitar dar validez a las verdades comunes que la teoría enunciativa niega (el autor como la fuente puntual de significado, intencionalidad que define el texto, la pura expresividad de la voz de una mujer, basada en la biología o la esencia, que se manifiesta a sí misma en una película), los estudios feministas deben avanzar una nueva definición de la enunciación femenina que medie entre la diferencia sexual y la voz autorial.

Es posible que el concepto de enunciación pueda ofrecer un medio de teorizar la
subjetividad femenina al permitir que las categorías de autor, espectador y texto sean pensadas de nuevo desde el punto de vista del deseo femenino. Como modo de análisis de la organización sistemática de los modos de mirar, la enunciación puede permitir la compresión de cómo una mujer realizadora cinematográfica podría negociar
las visiones dispares del texto. Como medio de interpretar el proceso de visionado
del cine, la enunciación puede permitir la conceptualización de las posibilidades
para el estatuto del espectador femenino. Y como un método para designar instancias
textuales, la enunciación puede hacer visibles los modos en los que el deseo
femenino podría ser articulado e interpelado dentro de una película determinada.
Otro conjunto de temas sacados a colación por la teoría psicoanalítica del cine
por las feministas son aquellos que versan sobre la PRÁCTICA TEXTUAL FEMINISTA
y el discurso femenino. Al perseguir la definición y especificación de un «lenguaje
del deseo» alternativo, la investigación feminista comenzó a observar las prácticas
vanguardistas de las mujeres realizadoras cinematográficas para ver cómo la autoría
femenina podría manifestarse e inscribirse textualmente. Esto era, en algunos
casos, precedido por trabajos feministas centrados en el texto clásico como una forma
de elaborar de modo más preciso cómo la voz de la patriarcalidad (y su posición
de subversión) venía a articularse cinemáticamente. El más importante de estos
estudios analizó el relato edípico, demostrando cómo la problemática narrativa
y simbólica de la diferencia sexual motivaba al mismo tiempo a los personajes y
estructuraba la forma de la película. Así el análisis de Bellour de Con la muerte en
los talones (1979), el análisis de Heath de Sed de mal (1979) y el análisis colectivo
de Cahiers du Cinema de El joven Lincoln (1972), examinaban la inscripción textual
de la trayectoria edípica, mientras que artículos de Pam Cook/Claire Johnston
y Elizabeth Cowie prestaban particular atención al lugar de la sexualidad en el contenido simbólico general del relato.

En un capítulo de Alicia ya no titulado «El deseo en la narración», Teresa
de Lauretis discute la configuración edípica tanto en los relatos literarios como en
los cinemáticos: «El Edipo del psicoanálisis es el Oedipus Rex, donde el mito está
ya textualmente inscrito, revestido de un forma literaria dramática, y así centrando
en el héroe como el resorte de la narración, centro y término de referencia de la conciencia y del deseo» (De Lauretis, 1985, pág. 112). En un esfuerzo por definir un
lugar para la mujer dentro del relato, de colocar una cuña entre la ficcionalización y sus fundamentos patriarcales, y después de un amplio análisis del modo en el que la
lógica edípica se considera que estructura una variedad de textos, concluye:
Lo que yo he estado defendiendo [...] es un alto en la triple vía mediante la cual
quedan construidos el significado, la narración y el placer desde el punto de vista
masculino. La labor más excitante del cine y el feminismo actual no es antinarrativo
o antiedípico; más bien todo lo contrario. Es vengativamente narrativa y edípica,
pues quiere acentuar la duplicidad de ese guión y la contradicción específica del sujeto femenino en él, la contradicción por la cual las mujeres históricas deben trabajar con y contra Edipo (De Lauretis, 1985, pág. 157).
Las propuestas para una especie de resistencia textual cinemática unen el trabajo
del análisis textual psicoanalíticamente informado con la práctica específica
de las mujeres realizadoras cinematográficas. Los trabajos de Chantal Akerman,
Marguerite Duras, Laura Mulvey/Peter Wollen, Lizzie Borden, Sally Potter y
Yvonne Rainer, entre otras, son todos considerados bajo la luz de los desafíos que
ofrecen a las estructuras cinemáticas dominantes de visión, relato e interpelación.
Mientras en la mayoría de ocasiones, estas realizadoras cinematográficas no se
ocupan explícitamente del psicoanálisis, sus películas resumen muchos de los temas
centrales para la teoría feminista del cine. Al final de su valoración crítica del
trabajo de Claire Johnston, Janet Bergstom señala que los análisis textuales del
cine clásico «han probado de forma consistente cómo las mujeres funcionan de
modos diferentes pero igualmente cruciales para asegurar el relato, para situar la
enunciación» (Bergstorm, 1979b, pág. 30). Formula la cuestión de una práctica cinemática feminista alternativa en términos de «cómo el discurso femenino, el deseo
femenino puede organizar la enunciación fílmica, cómo el discurso femenino
podría constituir la lógica textual de modo diferente» (ibídem). Las películas de
Chantal Akerman proporcionan una demostración particularmente poderosa de esa
rearticulación.

Jeanne Dielman, 23 quai du Commmerce, 1080 Bruxelles es una película de
tres horas que muestra las tareas diarias de una (¿típica?) mujer en tiempo real por
medio de una minimalista, casi hiperrealista mise-en-scéne. La mujer, una viuda
que incorpora la prostitución diaria en su rígidamente definido horario familiar
(hacer el desayuno, enviar a su hijo al colegio, hacer la cama, comprar, practicar el
sexo, ser pagada, hacer la cena, dar un paseo, etc.) se ve por medio de una cámara
implacable y distanciada. Al hablar de su mirada penetrante no narrativizada que
estructura la película, Akerman resume su instancia enunciativa:
Se sabe quién está mirando, siempre sabes cuál es el punto de vista, todo el
tiempo. Siempre es el mismo. Pero aún... no era una mirada neutral... no estuve demasiado cerca, pero no estaba muy lejos.... La cámara no era voyeurística en el sentido comercial porque siempre sabías dónde estaba yo. Ya sabes, no estaba filmado a través del ojo de una cerradura (Akerman, 1977, pág. 119).

Y al hablar del registro de las miradas secundarias, dice: Nunca estaba filmado desde el punto de vista del hijo o de cualquier otra persona. Siempre era yo. Porque de otro modo es manipulación. El hijo no es la cámara; el hijo es su hijo. Si el hijo mira a su madre, es porque tú le pediste a él que lo hiciera. Así tú debes mirar al hijo que mira a la madre, y no tener la cámara en lugar del niño que mira a la madre (Akerman, 1979, pág. 119).

Al evitar de forma sistemática el plano subjetivo (y su complemento, el contraplano,
tan centrales en el cine clásico), y simultáneamente poner en primer plano
su propia «mirada», Akerman puede considerarse que reinscribe esas marcas de la
enunciación que el cine clásico trabaja para borrar, y lo hace al mismo tiempo tanto
en los niveles de la identificación primaria como de la secundaria. Al afirmar
que la lógica de la visión que organiza los planos y dispersa la mirada es enfáticamente la suya propia, Akerman se reinserta a sí misma en el proceso enunciativo, y lo hace como una mujer. La película construye su climax precisamente alrededor de un «deseo irrepresentable», dejando al espectador contemplar aquello que no puede ser visto, y esta contemplación inevitablemente plantea interrogantes, cuestiones sobre la misma feminidad. De este modo, Akerman es capaz de apropiarse
esa articulación del deseo y la visión que define a la enunciación, en una película
que (en sus palabras) ejemplifica «la jouissance du voir» (el éxtasis de mirar).
La teoría psicoanalítica del cine, y la teoría feminista en particular, han descrito
los modos en que es necesario teorizar la relación del cuerpo de la mujer con el
discurso, teniendo en consideración que la construcción simbólica de la sexualidad
proporciona un medio de pensar este cuerpo en otros términos que los de la biología
o la esencia mística. Debido a esto, las realizadoras cinematográficas feministas
interesadas en «re-imag[in]ar» a la mujer han encontrado formas de incorporar
las nociones de deseo y lenguaje a sus películas. En palabras de Mary Ann Doane:
«Las películas más interesantes y productivas [...] que tratan de la problemática feminista son aquellas que elaboran una nueva sintaxis, «hablando» del cuerpo femenino de modo diferente, incluso de forma detenida o inapropiada desde la perspectiva de la sintaxis clásica» (Doane, 1981, pág. 34). Como esta explicación de la teoría psicoanalítica del cine ha demostrado, «hablar» cinemáticamente no es una
tarea sencilla, existe una completa constelación de complejos procesos psíquicos
interrelacionados que se combinan en la producción de lo que es, en el análisis definitivo, la articulación del deseo (autorial, espectatorial y textual).

5. Desde el realismo a la intertextualidad

Una clara trayectoria nos lleva desde el énfasis sobre el realismo, en la teoría
del cine de los años cincuenta y principios de los sesenta, hacia una relativización
de e incluso ataque al realismo en nombre de la reflexividad y la intertextualidad a
finales de los años sesenta, setenta y ochenta. Esta trayectoria nos conduce desde
un interés «ontológico» por el cine como una descripción prodigiosa de las «existencias» de la vida real, a un análisis del realismo fílmico como una cuestión de convención y elección estética. El énfasis se desplazó al arte como REPRESENTACIÓN, es decir, semejanza, dibujo, copia, modelo; una palabra cuyas resonancias eran a la vez verbales/literarias y visuales, estéticas, semióticas, teatrales y políticas.

(Todos estos significados, tal y como señala W. J. T. Mitchell (en Lentrinccha,
1990) tienen en común una relación triangular mediante la cual una representación
lo es de algo o alguien, por algo o alguien, y para alguien.) La teoría del cine, por
tanto, se transformó gradualmente a sí misma, desde una reflexión sobre el objeto
fílmico como reproducción de fenómenos profílmicos, hasta una crítica de la misma
idea de reproducción mimética. El cine vino a ser considerado como texto, verbalización, acto de habla, no como la descripción de un hecho sino más bien un
hecho en sí mismo, un hecho que participaba en la producción de cierto tipo de
sujeto.

El propósito de esta parte será trazar un mapa de las ramificaciones ideológicas
de este desplazamiento global desde cuestiones de realismo a cuestiones de representación e intertextualidad. El término REALISMO es por supuesto un término de
una elasticidad poco frecuente, con una pesada carga, tal y como hemos visto, de
incrustaciones milenarias de debates anteriores en filosofía y literatura. Dentro de
la crítica del arte, el término realismo, aunque anclado en el fondo a la idea mimética occidental de que el arte imita a la realidad, adquiere significación programática sólo en el siglo xix, cuando viene a denotar un movimiento en las artes figurativas y narrativas dedicado a la observación y a la representación exacta del mundo contemporáneo. Un neologismo acuñado por los artistas y escritores franceses del siglo xix, el realismo estaba originalmente ligado a una actitud de oposición hacia los modelos románticos y neoclásicos en la ficción y la pintura. El objetivo de este movimiento, que consiguió" su formulación más coherente en Francia, pero que
tuvo ecos y paralelos en todas partes, fue, en palabras de Linda Nochlin: «Dar una
representación verdadera, objetiva e imparcial del mundo real, basada en una observación meticulosa de la vida contemporánea» (Nochlin, 1971, pág. 13). Las novelas realistas de autores como Balzac, Stendhal, Flaubert y George Eliot emplazaron a personajes intensamente individualizados, seriamente concebidos, en situaciones sociales típicamente contemporáneas. El impulso realista estaba acompañado por una dimensión social bajo la forma de una teleología de democratización implícita que facilitaba la emergencia de «grupos humanos más extensos y socialmente inferiores a la posición del sujeto asunto de una representación problemática-existencial » (Auerbach, 1953, pág. 491).

El realismo cinemático

Sin meternos en los embrollos intelectuales normalmente desencadenados por
los intentos de una definición rigurosa del término «realismo», podemos situar varias
tendencias amplias dentro del debate alrededor del REALISMO CINEMÁTICO. Algunas
definiciones de realismo cinemático tienen que ver con la aspiración de un
autor o una escuela de crear una representación innovadora, considerada como un
correctivo de los cánones dominantes o del modelo literario o cinemático precedente.
Este correctivo puede ser estilístico (como en el ataque de la Nueva Ola
francesa a la artificialidad de la «tradición de calidad») o social (el neorrealismo
italiano con la pretensión de mostrar la verdadera cara de la Italia de la posguerra)
o ambas cosas a la vez: el Novo Cine brasileño que revolucionaba tanto las temáticas
sociales como los procedimientos cinemáticos del cine precedente. Otras definiciones
de realismo se basan en la cuestión de la verosimilitud, la adecuación
putativa de una ficción a modelos culturales profundamente arraigados y ampliamente
diseminados de «historias verosímiles» y «caracterización coherente». Definiciones
relacionadas tienen que ver con el grado de conformidad de un texto con los
códigos genéricos; se puede esperar del severo padre conservador, que se opone a
la entrada en el mundo del espectáculo de su hija loca por las candilejas, que de
forma «realista» aplauda entre bastidores su apoteosis al final de la película. Otra
definición del realismo en la misma línea implica creencias relativas al lector o al
espectador, un realismo de respuesta subjetiva, enraizado en menor medida en la
exactitud mimética que en un fuerte deseo de creer por parte del espectador. Los
teóricos influenciados por el psicoanálisis como Baudry y Metz, tal y como hemos
visto, remarcaron los aspectos metapsicológicos de este deseo, por lo que la combinación del representacionalismo cinemático verosímil y una situación espectatorial que induce a la fantasía, conspiran para proyectar al espectador hacia un estado como el del sueño, donde la alucinación interna se confunde con la percepción real.

Una definición puramente formal de realismo, finalmente, enfatizaría la naturaleza
convencional de todos los códigos ficcionales, y presentaría al realismo simplemente
como una constelación de mecanismos estilísticos, un conjunto de convenciones
que en un momento determinado en la historia de un arte consigue, mediante
el ajuste adecuado de la técnica ilusionística, cristalizar un fuerte sentimiento de
autenticidad.

El cuestionamiento semiótico del tema del realismo cinemático se produce sobre
el trasfondo de esas visiones críticas que consideraban al cine como esencialmente
o intrínsecamente realista. Los medios mecánicos de reproducción fotográfica,
tanto para Kracauer como para Bazin, aseguraban la «objetividad» esencial
del cine. Que el fotógrafo, a diferencia del pintor o el poeta, no puede trabajar con
la ausencia de un modelo, se suponía que garantizaba un nexo ontológico entre la
representación fotográfica y lo que representa. Puesto que los procesos fotoquímicos
implican un nexo indéxico entre el analogón fotográfico y su referente, la cinematografía aporta un impecable testigo de «las cosas tal y como son». Pensadores
tan diversos como Panofsky, Kracauer, Bazin y Pasolini destacan al cine como un
«arte de realidad» e incluso Metz, en su trabajo temprano, contrastó el signo lingüístico «arbitrario» e «inmotivado» con la imagen fotográfica «análoga» y «motivada».

La ideología y la cámara

Como resultado de los acontecimientos de Mayo del sesenta y ocho, las revistas
de cine francesas Cahiers du Cinema y Cinéthique buscaban extrapolar las prácticas
teóricas de Althusser para alcanzar una comprensión científica del cine como
un aparato ideológico. Teóricos como Marcelin Pleynet, Jean-Louis Baudry y Jeanlouis
Comoli cuestionaron la idealización de las capacidades supuestamente inherentes
del cine para contar la verdad, señalando que la ideología burguesa estaba
construida en el interior del mismo aparato. Jean-Louis Baudry defendió en «Los
efectos ideológicos del aparato cinematográfico básico», que el aparato debe ser
examinado en el contexto de la ideología que lo produce como un efecto; sostuvo la
especificidad del aparato cinemático como un modo de representación y como una
práctica material que consistía en su forma de realizar literalmente los mismos procesos mediante los que el sujeto se construye en la ideología. La función específica del cine como soporte e instrumento de la ideología era constituir al sujeto mediante la delimitación ilusoria de una posición central, creando así una «fantasmatización » y colaborando en el mantenimiento del idealismo burgués (Baudry, en Rosen, 1986). Marcelin Pleynet señaló (en Harvey, 1978, pág. 159) que la tecnología de la cámara estaba condicionada por el CÓDIGO DE LA PERSPECTIVA RENACENTISTA, es decir, la convención de la representación pictórica desarrollada por los pintores del Quattrocento, que descubrieron que el tamaño percibido de los objetos en la naturaleza varía proporcionalmente al cuadrado de la distancia desde el ojo.

Los pintores del Quattrocento incorporaron este código a sus pinturas para proyectar
un espacio tridimensional sobre una superficie plana bidimensional, produciendo
así la impresión de profundidad, una innovación que en última instancia llevó
hasta los impresionantes efectos trompe-l'oeil. Presente en el interior de la cámara,
el código funcionó, tal y como lo expresa Marcelin Pleynet, para «rectificar»
cualquier anomalía en la perspectiva, así como para reproducir en toda su autoridad
el código de visión especular tal y como fue definido por el humanismo renacentista
».' Al incorporar la perspectiva artificialis a su aparato reproductivo, la cámara
dio expresión al «espacio centrado» del «sujeto trascendental»; la imagen convergió
hacia un punto de fuga, suponiendo un punto de vista privilegiado y unitario dirigido
desde un espacio exterior imaginario. Más que simplemente grabar la realidad,
la cámara traslada el mundo ya filtrado a través de una ideología burguesa que
hace al sujeto individual, supuestamente libre y único, el foco y el origen del significado.

El código de la perspectiva, además, produce la ilusión de su propia ausencia;
deniega «inocentemente» su estatus como representación y hace que la imagen
pase como si fuera realmente una especie de «pedazo del mundo».
Los semióticos del cine hablaron de la IMPRESIÓN DE REALIDAD engendrada
por el cine, desencadenada por: a) la analogía perspectiva de la imagen fotográfica;
b) la persistencia de la visión; y c) el EFECTO-PHI O «fenómeno del movimiento
aparente», es decir el mecanismo perceptual-cognitivo mediante el cual la mente
sitúa continuidades de movimiento incluso cuando percibe, como en el cine, nada
más que una serie de imágenes estáticas. Gracias al efecto-phi, configuraciones
cambiantes de luz y sombra son recibidas como el equivalente del movimiento material
tangible. Jean-Paul Fargier defendió que la impresión de realidad era una parte
constitutiva de la ideología producida por el aparato cinemático: «[La pantalla]
se abre como una ventana, es transparente. Esta ilusión es la sustancia misma de la
ideología específica ocultada por el cine» (Fargier, en Screen Reader I, pág. 28).
En «Cine/Ideología/Crítica», Jean-Louis Comolli y Jean Narboni defendieron desde
un marco althuseriano que:

Lo que la cámara registra en realidad es el mundo vago, no formulado, no teorizado,
no meditado, de la ideología dominante [...] mediante la reproducción de las
cosas no como realmente son sino como aparecen cuando son refractadas a través de
la ideología. Esto incluye cada fase en el proceso de producción: sujeto, «estilos»,
formas, significados, tradiciones narrativas; todas subrayan el discurso ideológico
general (en Screen Reader I, págs. 4-5).
1. Marcelin Pleynet, «Economical-Ideological-Formal», citado en Harvey (1978, pág. 159).
Los comentaristas posteriores fueron rápidos en censurar semejante visión
como monolítica y ahistórica, basada en una epistemología ingenuamente realista
que virtualmente equiparaba la misma percepción con la ideología, llevando así a
una condena cuasipuritana del aparato como una «máquina de influenciar» todopoderosa,
contra la que toda resistencia resultaba vana. (La carencia de esperanza
en subvertir el aparato no dejaba de tener relación con un cierto declive y derrota
de la izquierda en el período, principios de sesenta, durante el que las teorías estaban siendo formuladas.) El modelo monolítico del cine no tuvo en cuenta posibles
modificaciones del aparato, para «trucar» o distorsionar la perspectiva, procesos
que podrían «desfantasmatizar» al espectador, o «lecturas» que podrían subvertir el
modelo. Procedente de una perspectiva antisemiótica, Noel Carroll defendió en
Mistifying Movies (1988) que el concepto de posicionamiento del sujeto era superfluo
para el análisis político-ideológico, ya que la subordinación del sujeto al orden
social reinante estaba mejor explicada por lo que Marx llamó el «obtuso impulso
de las relaciones económicas» que por la hipótesis que se refiere a la construcción
del sujeto.

El texto clásico realista

Los semióticos defendieron que la impresión de realidad en el cine estaba también
reforzada por convenciones de construcción del relato. La noción de CINE
CLÁSICO, formulada por primera vez por Bazin pero, seguidamente, ampliada y criticada
por otros, denota un conjunto de parámetros formales que incluyen prácticas
de montaje, trabajo de cámara y sonido. El cine clásico evoca la reconstitución de
un mundo ficcional caracterizado por la coherencia interna, la causalidad plausible
y lineal, el realismo psicológico, y la aparición de continuidad espacial y temporal.
Esta continuidad se lograba, en el período clásico del cine de Hollywood, mediante
una convención para la introducción de nuevas escenas (una progresión coreografiada
desde plano de situación a plano medio y primer plano); mecanismos convencionales
para evocar el paso del tiempo (fundidos, efectos de iris); técnicas
convencionales para hacer imperceptible la transición de plano a plano (raccords
de posición, raccords de dirección, raccords de movimiento e insertos para ocultar
las inevitables discontinuidades); y mecanismos para implicar a la subjetividad
(planos subjetivos, planos de reacción, raccords de mirada, música enfática). El
cine clásico realista representaba la TRANSPARENCIA, es decir, el intento de borrar
las huellas del «trabajo de la película» haciéndola pasar por «natural» y reproduciendo así el mundo vago y no teorizado del sentido común, es decir de la ideología dominante en el sentido de Althusser. Los semióticos del cine también se basaron en la noción de Barthes de EFECTOS DE REALIDAD ficcionales, es decir la orquestación artística de detalles aparentemente no esenciales como garantes de la
autenticidad, designados, en la perspectiva barthesiana, para engendrar una aquiescencia tácita en la ideología de la verosimilitud. La exactitud representacional de los detalles era menos importante que su papel en la creación de la ilusión óptica de verdad. Al borrar los signos de su producción, el cine «dominante» persuadió a los espectadores para que tomaran tales simulaciones construidas en tanto que representaciones transparentes de lo real.

A través de tales procesos, mediante la combinación de los códigos de la percepción
visual introducidos en el Renacimiento con los códigos de narración dominantes
en el siglo xix, el cine clásico de ficción adquirió el poder emocional y el
prestigio diegético de la novela realista. En realidad, en su modelo dominante,
el cine prolongó el régimen estético y la función social de la novela mimética del
siglo xix. En esta perspectiva, Colin MacCabe habló de TEXTO CLÁSICO REALISTA,
definible como un texto fílmico o literario en el que una clara jerarquía ordena los
discursos que componen el texto, una jerarquía definida en términos de una noción
empírica de verdad. El cine dominante heredó de la novela del siglo xix una forma
precisa de estructuración textual que posicionaba al lector/espectador de un modo
específico. Los textos clásicos privilegiaban ciertos discursos sobre otros; la narración proporcionaba un metalenguaje, un lugar de autoridad incuestionable desde el que los otros discursos podían comprobarse, rechazarse o aprobarse. El texto clásico era reaccionario no debido a algunas inexactitudes miméticas, sino más bien por su sometimiento autoritario respecto al espectador.

David Bordwell, entre tanto, defendió que la visión de MacCabe de la novela
era simplista en comparación con la noción bakhtiniana, más matizada, como el lugar
privilegiado de la heteroglosia o la rivalidad entre discursos. Al tiempo, basándose
y criticando el trabajo de los semiólogos del cine, Bordwell defendió que los
lugares comunes sobre la «transparencia» y la invisibilidad eran inútiles para ocuparse de los procedimientos narrativos del cine clásico. En La narración en el cine de ficción, Bordwell traza estos procesos en la medida en que tienen que ver con el cine clásico de Hollywood. Mediante la combinación de temas relacionados con la representación denotativa y la estructura dramatúrgica, Bordwell destaca los modos
en que la NARRACIÓN CLÁSICA DE HOLLYWOOD constituye una configuración particular de opciones normalizadas para representar la historia y manipular el estilo.

Defiende que el cine clásico hollywoodiense presenta individuos psicológicamente
definidos como sus principales agentes causales, que luchan para solucionar
un problema bien definido o para consegir objetivos específicos; la historia finaliza, bien con la resolución del problema, bien con una clara consecución o no consecución de los objetivos. La causalidad que gira alrededor del personaje proporciona el principio unificador fundamental, mientras que las configuraciones espaciales están motivadas por el realismo, así como por la necesidad composicional.
Las escenas se demarcan mediante criterios neoclásicos, unidad de tiempo, espacio
y acción. La narración clásica tiende a ser omnisciente, altamente comunicativa y
sólo moderadamente autoconsciente. Si se produce un salto en el tiempo, una secuencia
de montaje o un fragmento de diálogo nos informa; si falta una causa, se
nos informa de su ausencia. La narración clásica se sitúa como una «inteligencia
editorial» que selecciona ciertos períodos de tiempo para tratarlos a gran escala, reduce otros y presenta otros de un modo altamente comprimido, mientras que, supuestamente, suprime los hechos inconsecuentes. El estilo clásico, entretanto, 1)
trata la técnica cinematográfica como un vehículo para la transmisión mediante el
syuzhet de la información de la fábula; 2) estimula al espectador a construir un
tiempo y un espacio coherentes y constantes de la acción de la fábula y 3) consiste
en un número limitado de mecanismos técnicos organizados en un paradigma estable
y clasificado probabilísticamente de acuerdo con las exigencias del syuzhet. (La
iluminación, por ejemplo, puede ser «de alta intensidad» o «de baja intensidad»,
proveniente de tres puntos o de una única fuente, difusa o concentrada. En una comedia, una iluminación de baja intensidad es más probable.)

La écriture cinemática

Un término muy en circulación en todo el período de la posguerra es ÉCRITURE, o escritura. En realidad, se pueden trazar fácilmente los desarrollos principales de
la historia intelectual de la posguerra, al menos en Francia, por las sucesivas inflexiones dadas a este término. Ya en Le Degré Zéro de VÉcriture, Barthes distinguió entre ¿A¿VGI/£/ESTILO y écriture, donde langue representa el «horizonte» de la misma posibilidad de escribir, estilo es la marca de la individualidad, y écriture representa el proceso de negociación expresiva entre la generalidad social del lenguaje y el estilo como una especie de repertorio personal de mecanismos. En 1960, Barthes distinguió entre ÉCRIVANTS (escritores), es decir, aquellos para los que el escribir es transitivo, un medio hacia un fin, y ÉCRIVAINS (autores), es decir, aquellos para los que escribir es una actividad llena de sentido en sí misma, un fin es sí mismo. Pero junto a la discusión literaria y filosófica de écriture, el discurso fílmico también llegó a orientarse hacia la constelación de conceptos que giran alrededor de la «escritura » y la «textualidad». El TROPO GRAFOLÓGICO, es decir la metáfora que compara la realización de una película con una especie de escritura, ha dominado la teoría y la crítica cinematográficas, especialmente en Francia, desde los años cincuenta, desde la «camera-stylo» de Astruc (cámara-pluma) hasta la discusión de Metz sobre «cine y écriture» en Lenguaje y cine. Los directores de la Nueva Ola francesa eran especialmente aficionados a la metáfora de la escritura, hecho apenas sorprendente, dado que muchos de ellos comenzaron como escitores-críticos que consideraban el escribir artículos y el realizar películas como formas alternativas de écriture. En realidad la misma Nueva Ola formaba parte de un continuum discursivo de experimentación que incluía el noveau román, el teatro del absurdo y otros experimentos en la música y las artes. La metáfora de la escritura, en cualquier caso, facilitaba un desplazamiento del interés desde el realismo a la textualidad, desde la situación o los personajes descritos al mismo acto de escribir.

La AUTORÍA fue definido por André Bazin, en «La Politique des Auteurs» (1975), como el proceso analítico de «elegir en la creación artística el factor personal
como un criterio de referencia, y así postular su permanencia e incluso su progreso
desde una obra a la siguiente».2 La autoría se alimento por corrientes sucesivas
de «cine arte» europeo y por producciones independientes en 16 mm. Los autoristas
extendieron la noción de autoría individual, obvia en el caso de directores
tan claramente artísticos como Eisenstein o Cocteau, a directores de la corriente
dominante de los estudios como Hitchcock y Hawks. Mientras que la autoría en un
sentido resucitaba un romanticismo descartado, al tiempo por las otras artes y por
la teoría más avanzada, su proyecto de rastrear y construir personalidades autoriales
introdujo al menos un tipo de sistema, aunque problemático, en el reino de los
estudios fílmicos. Este lugar sistemático de autoría lo hacía aparentemente reconciliable con un híbrido llamado AUTOR-ESTRUCTURALISMO, ejemplificado por libros
tales como el de Geoffrey Nowell-Smith, Visconti (1968). El autor-estructuralismo
puso el nombre del director entre comillas, para enfatizar su visión del autor como
un constructo crítico, más que una persona originaria, con una biografía de carne y
hueso.

Tanto el estructuralismo como el postestructuralismo relativizaron la noción
del autor como la única fuente que origina y crea el texto. Para B armes el «autor»
se convirtió en una especie de producto de la escritura. El autor nunca era más que
la instancia de escritura, así como lingüísticamente el sujeto «yo» no es nada más
que la instancia que dice «yo». Barthes habló, en cierto sentido demagógicamente,
de la «muerte del autor» y el consecuente «nacimiento del lector» (Barthes, 1977,
pág. 148). Foucault, entre tanto, anticipó una futura «anonimidad generalizada del
discurso». El autor del cine, como consecuencia del ataque postestructuralista sobre
el sujeto originario, tendió a desplazarse desde ser la fuente generadora del texto
a convertirse meramente en un término en el proceso de lectura y expectación,
un espacio donde los discursos se entrecruzan, una configuración cambiante producida
por el entrecruzamiento de un grupo de películas que constituyeron históricamente
formas de leer y mirar.

Ya que el concepto de escritura es performativo, más que un concepto de mera
transcripción, socava de forma implícita la visión mimética que considera a la obra
un reflejo, como el de un espejo, de la realidad preexistente. Para Barthes y los colaboradores de Tel Quel, ÉCRITVRE evocaba prácticas literarias de vanguardia, así
como el concepto filosófico elaborado por Jacques Derrida. Derrida defendió que
los lingüistas saussurianos devaluaron de forma sistemática la escritura; mientras
que la voz es considerada como la fuente y el signo de la verdad y la presencia, la
escritura es considerada como secundaria y derivativa. Pero para Derrida écriture
hace referencia a cualquier cosa que se opone a la fuerza centrífuga del discurso logocéntrico del habla como presencia, que deshace el logocentrismo mediante los
tropos de la textualidad. La DECONSTRUCCIÓN, para Derrida (aunque el mismo Derrida
raramente empleó el término), era la actividad crítica que extrae del interior
de los textos filosóficos o literarios las lógicas contradictorias del sentido y la implicación.

Al llamar la atención sobre los gestos figurativos del texto, la desconstrucción
expuso el extremo hasta el cual todo lo que era excluido conscientemente
del texto, todo lo que era desplazado hacia los márgenes, era en realidad necesario
para su organización. La desconstrucción derridiana reduce las estructuras binarias
en las que se supone que se basa el pensamiento logocéntrico: realidad/
apariencia, dentro/fuera, sujeto/objeto, desestabilizando los dualismos mediante
la ruptura de la ilusión de prioridad que se concentra alrededor de uno de los términos.

De la «obra» al «texto»

Los semióticos prefirieron hablar no de películas sino de textos. El concepto de
texto (etimológicamente «red», «haz») tendía a enfatizar el cine no como imitación
de la realidad sino más bien como un artefacto, un constructo. El término tuvo el
efecto corolario de un ascenso cultural para el cine; mediante un único golpe etimológico, el cine-como-texto llegó a tener todo el prestigio de la literatura. En «De la obra al texto», Barthes distingue entre OBRA definida como la superficie singular del objeto, por ejemplo, el libro que uno tiene en sus manos, es decir, la escritura leída como un producto completo que transmite un significado planeado y preexistente, en oposición a TEXTO, definido como un campo metodológico de energía,
una producción en curso que absorbe conjuntamente al escritor y al lector. Barthes
escribe: «Nosotros sabemos ahora que el texto no es una línea de palabras que libera
un único significado "teológico" (el "mensaje" de un Autor-Dios), sino un espacio
multidimensional en el que una variedad de escrituras, ninguna de ellas original,
se mezclan y confluyen» (Barthes, 1977, pág. 146).

Barthes distingue más adelante en S/Z entre TEXTO LEGIBLE y TEXTO ESCRIBÍBLE, o mejor entre aproximaciones legibles y escribibles a los textos. La aproximación
legible privilegia aquellos valores perseguidos y asumidos en el texto clásico:
unidad orgánica, secuencia lineal, transparencia estilística, realismo convencional.
El texto legible sitúa el dominio autorial y la pasividad del lector. Al autor
como Dios responde el crítico como «el sacerdote cuya labor es descifrar la Escritura
del dios» (Barthes, 1974, pág. 174). El texto escribible, por contra, estimula
y provoca un lector activo, sensible a la contradicción y la heterogeneidad, consciente del trabajo del texto. Transforma a su consumidor en un productor, destacando el proceso de su propia construcción y promoviendo el juego infinito de la
significación.

En su S/Z, un trabajo frecuentemente considerado como la primera obra de crítica
literaria postestructuralista, Barthes realiza un inventario de los códigos necesarios para la producción del texto clásico «legible», en este caso la novela de Balzac, Sarrasine. La ilusión de realismo, para Barthes, se basa en el funcionamiento
integrado de cinco códigos o «voces». (El logro paradójico de S/Z fue llamar la
atención al mismo tiempo sobre las características legibles clásicas del texto de
Balzac y su naturaleza escribible y multivoz.) Entre estos códigos se encuentran los
siguientes: 1) el CÓDIGO HERMENÉUTICO; 2) el CÓDIGO PROAIRÉTICO; 3) el CÓDIGO
SÉMICO; 4) el CÓDIGO SIMBÓLICO; y 5) el CÓDIGO REFERENCIAL. Barthes, de forma
bastante perversa, secuestra la palabra «hermenéutico» (del griego hermeneuein,
«interpretar») de la disciplina clásica de la HERMENÉUTICA, la tradición filosófica y
exegética de la interpretación, para referirse al código hermenéutico, es decir la inculación del enigma, la cuestión que ha de ser perseguida a través del texto, en
suma todas la unidades cuya función es articular de varios modos una pregunta, su
respuesta y una variedad de hechos fortuitos, que bien formulan la cuestión o retrasan su respuesta o, incluso, constituyen un enigma y conducen a su solución. Mientras Barthes compara el código hermenéutico con la Voz de la Verdad, constituyendo la solución del enigma el momento de revelación, la función del código hermenéutico es rechazar esta revelación, esquivar el momento de la verdad mediante la colocación de obstáculos, detenciones, derivaciones. El código hermenéutico regula
la cadencia de los placeres permitidos por el texto, atrapando al lector/espectador
en lo que Barthes llama el «striptease narrativo», retrasando la revelación final
hasta el último momento. El código hermenéutico engendra un conjunto de tácticas y mecanismos como una parte de esta prestidigitación narrativa. La TRAMPA es una omisión deliberada de la verdad, una burla o implicación que envía al lector/espectador hacia falsas callejuelas de significado. La EQUIVOCACIÓN mezcla verdad y trampa; mientras que centra la atención sobre el enigma, también ayuda a densificarlo. La RESPUESTA PARCIAL exacerba la expectación de verdad en gran medida como el desnudo parcial exacerba el deseo de una desnudez total. La RESPUESTA SUSPENDIDA constituye una detención afásica de la revelación; la respuesta es dada a entender y después se aleja de ella, ESTANCAMIENTO hace referencia al reconocimiento de la insolubilidad del enigma. Mientras que el texto clásico a menudo concluye con una completa revelación o desciframiento de la verdad, el texto modernista es aficionado a un estancamiento anticlímax.

Debido a que el realismo literario y el cinemático están tan cercanamente aliados,
la totalidad de estas tácticas y mecanismos encuentran sus analogías en el
cine. La trampa en Sarrasine consiste en la descripción que hace Balzac de los «delicados pies pequeños» de La Zambinella para sugerir que «él» es una mujer. La serie de televisión brasileña Grande Sertao: Veredas, del mismo modo, engaña al
telespectador en lo referente al género del protagonista. La conversación (The Conversation,1974), de Coppola, engaña al espectador mediante la utilización de núestra creencia de que la pareja joven que está siendo espiada, simplemente porque
son jóvenes y atractivos, deben ser inocentes. Hitchcock, en El enemigo de las rubias
(The Lodger, 1962), «engaña» al espectador al lanzar de forma calculada sospechas
sobre la figura titular mediante iluminación gótica, diálogo siniestro y coincidencias narrativas engañosas. Del mismo modo que el texto de Balzac miente al
hacer referencia a «él» como «ella», Hitchcock miente en el falso flashback de Pánico
en la escena. El «estancamiento» se produce, entre tanto, cuando la película
enfatiza la insolubilidad de un enigma, por ejemplo cuando Buñuel, en El ángel exterminador (1962), rechaza explicar la imposibilidad de los invitados aristocráticos para abandonar la mansión. La explicación pisquiátrica final de Psicosis, por su parte, pretende ofrecer una revelación completa y definitiva, pero la misma pretensión de una explicación completa es en sí misma un especie de trampa. La pregunta del sheriff: «Entonces, ¿quién está enterrado en la tumba de la madre de Norman?», constituye un clásico ejemplo de «equivocación» diseñado para densificar el enigma al proporcionar una falsa orientación hacia la verdad. La revelación final de Psicosis consigue su impacto terrorífico casi por completo a través de la multiplicación de mecanismos hermenéuticos enterrados, como si fueran minas de tierra, a lo largo del territorio del texto. Todas las indicaciones falsas y evasiones que el texto ha presentado, magnifican la anticipación y curiosidad del espectador, de modo que la revelación de la respuesta al tiempo satisface las expectativas, y sorprende.

El texto, de acuerdo con Barthes, intentará mentir, «tan poco como sea posible»,
una compunción que da lugar al doble sentido, haciendo el código hermenéutico,
en este sentido, comparable a un discurso oracular que oculta tanto como revela.
La revelación de la verdad generalmente viene al final del relato clásico, lo que
lleva a Barthes a comparar la narrativa hermenéutica con la oración gramatical,
donde la clausura depende de un completa «predicación» del sujeto y el objeto. La
oración/relato hermenéutico clásico expresa un sujeto y elide la curiosidad acerca
del predicado, pero retrasa su conjunción mediante la mentira y la equivocación.
Para el lector/espectador, el código hermenéutico fomenta la curiosidad. En Sarrasine, el enigma comienza con el título, que plantea la interrogación: ¿quién es Sarrasine?, del mismo modo surge el interrogante en: ¿quién es Ciudadano Kanel,
una pregunta rápidamente suplantada por la cuestión: ¿cuál es el significado de
«Rosebud»? Welles nos ofrece verdades parciales, pero nos excluye de forma sistemática de la plenitud. El joven Kane aparece con el trineo en la nieve, pero nada empuja al espectador a conectar esa visión con la palabra «Rosebud». Finalmente,
los enigmas no están siempre tan claramente conectados con cuestiones de suspense
o ambigüedades de personaje. El enigma, en una película de vanguardia como
Wavelength, es simplemente del destino final del zoom simulado, la verdad del cual
es al tiempo revelada y ocultada por el juego de palabras del título.

El código proairético de Barthes se refiere al código de las acciones, PROAIRESIS,
para Aristóteles, era la capacidad de determinar racionalmente el resultado de
las acciones. Así, el código proairético se refiere a la lógica de las acciones tal y
como están gobernadas por las leyes del discurso narrativo. Barthes, en otra parte,
ofrece un ejemplo de una película de James Bond, James Bond contra Goldfinger
(Goldfinger, 1964). Bond oye una llamada de teléfono; el código proairético asegura
que se seguirá una ordenada secuencia de acciones narrativas. Bond contestará
el teléfono, esperará una respuesta, conversará, colgará y actuará de acuerdo con
el mensaje recibido (Barthes, 1977). El código de acciones está relacionado con la
narración secuencial y su parcelamiento de los hechos en segmentos comprensibles;
forma la armadura principal de un texto legible. Las acciones nombradas por
el código proairético pueden ser triviales (una llamada de teléfono, un golpe en la
puerta) o importantes (una declaración de amor, un asesinato, una fuga). El código
de acciones funciona en conjunción con los otros códigos para producir un relato
legible coherente.

El código de acciones ha recibido la mayor parte de la atención tanto en estudios
antiguos como modernos de la forma narrativa. Aristóteles en la Poética define las
acciones, más que los personajes, como el prerrequisito fundamental para el relato.
Barthes considera las secuencias proairéticas como constructos artificiales de la lectura que obtienen características definitivas sólo mediante la acción de nombrarlas:

«secuencias de besos», «secuencias de asesinatos», «secuencias de paseo por el jardín
». El código de acciones en el cine se ocuparía de cuestiones tales como: a)¿qué
acciones son consideradas objetos legítimos de representación fílmica?; b)¿qué acciones son prescritas (o proscritas) de modo convencional para situaciones específicas?; y c) ¿cuánto se va a mostrar de cada acción? La primera cuestión tiene que ver con lo que Metz llama lo VRAISEMBLABLE (LA VEROSIMILITUD) es decir las normas
en evolución que se ocupan de lo que es considerado merecedor de representación
narrativa. Las películas a menudo anexionan nuevo territorio para lo vraisemblable.
Las primeras películas de Godard, por ejemplo, desafiaban constantemente los
constreñimientos de lo vraisemblable al mostrar personajes utilizando baños públicos,
un tipo de «acción» que en el cine anterior hubiera sido considerada como fuera
de los límites (obscena) o carente de interés. La segunda cuestión tiene que ver
con las expectativas del público, una especie de cálculo internalizado de las posibilidades narrativas, y la predisposición o la falta de predisposición de una película para satisfacer tales expectativas. La tercera cuestión, referente a cuanto de una acción debe ser mostrado, tiene que ver con las coordenadas espaciales y temporales de la representación fílmica de las acciones. La Grande Syntagmatique de Metz intenta introducir un mínimo de rigor en este asunto: ¿deben las acciones humanas complejas, tales como una cena, ser presentadas mediante una taquigrafía cinemática convencional o exploradas en lo que uno imagina que debe de ser su duración «real»? ¿Debe el asesinato de un policía ser representado de modo que incluya todos los detalles cruciales o debe ser evocado estenográficamente, de un modo fragmentado, como en Al final de la escapada!

El código sémico de Barthes tiene que ver con la CONNOTACIÓN, es decir un segundo
nivel de significado relacionado con las asociaciones emotivas o afectivas
conectadas, por ejemplo, a una palabra o un nombre propio. (Por ejemplo, las connotaciones de «primavera» para los europeos del Norte, incluyen: «renovación»,
«nuevo florecimiento», etc.) El código sémico para Barthes designa la constelación
de mecanismos ficticios que tematizan personas, objetos y lugares. El código sémico
asocia significantes específicos con un nombre, un personaje o un escenario.
Barthes llama connotación sémica a una forma de «ruido» que a la vez nombra y
disimula la verdad, cuya rica ambigüedad da textura a la ficción. El código semico
se basa en un alto grado de repetición cultural, por la cual la significación connotativa ha sido habitualmente asociada con objetos culturales dados. El teléfono en las películas del período fascista italiano, «películas de teléfono blanco», por ejemplo, venía a connotar «ambiente burgués» y «decadencia». La máquina de discos en las películas de Hollywood de los años cincuenta connota «lugar de reunión para adolescentes».

En la práctica, es con frecuencia difícil separar el código sémico de la siguiente
categoría de Barthes, los CÓDIGOS CULTURALES (REFERENCIALES), es decir,
aquellos códigos que hacen referencia explícita o implícita a «aquello que todo el
mundo sabe», a la sabiduría convencional sobre el tiempo, la medicina, la historia,
en breve al «sentido común». (Barthes, en otro lugar, se refiere a la doxa, es decir
la «voz de lo natural», todo lo que «surge sin decirlo», opiniones corrientes, significados repetidos.) En su «S/Z y La regla del juego» un análisis de la película de Renoir desde una perspectiva barthesiana, Julia Lesage pone en relación los códigos culturales con el título de la película {La regla del juego, La regle du jeu, 1939):

«Renoir presenta de forma explícita las reglas que gobiernan el matrimonio y el
adulterio en la alta sociedad, las reglas de la caza, las reglas que rigen las relaciones entre amos y sirvientes y las reglas que rigen las relaciones de compañerismo (cortesía, amistad, honor, celos, cotilleo) entre amos y sirvientes». Lesage defiende que el tema de Renoir es la influencia sofocante de las «reglas del juego» que penetra en todo. Renoir, al tiempo, dibuja y «desnaturaliza» los rituales cotidianos y los códigos conductuales que prevalecen entre De las Chesnayes, entre los sirvientes y entre los dos grupos (Lesage, en Nichols, 1985).

La quinta categoría de Barthes, los códigos simbólicos, conlleva antítesis culturalmente determinadas que parecen no permitir mediación entre los términos. En
el transfondo de la noción de Barthes de lo simbólico está el papel crucial de las
oposiciones binarias dentro de la antropología de Lévi-Strauss, es decir, de las oposiciones culturales que forman parte de la «economía simbólica» de un mito, una
cultura, un texto. El juego de lo simbólico se elabora en términos de la cultura
como una totalidad, con sus oposiciones como hombre/mujer y naturaleza/cultura
dadas por sentadas. El código simbólico organiza los campos de la antítesis en
los que la cultura articula el significado a través de la representación diferencial de identidades simbólicas de modo que las oposiciones parecen naturales, inevitables
y nolingüísticas. Sarrasine, tal y como señala Barthes, al tiempo asume y subvierte
el binarismo simbólico del género mediante la atribución de cualidades masculinas o femeninas a sus personajes sin tomar en cuenta su identidad sexual «real», y
mediante el dar deliberadamente indicaciones falsas al lector en términos del género
del personaje del título. Lesage, en su extrapolación de los cinco códigos a Las
reglas del juego, encuentra las siguientes antinomias: naturaleza/civilización; sinceridad/mentiras; vida orgánica/artefactos; vida/muerte; exterior/interior; clase
baja/clase alta; sirvientes/amos; masculino/femenino; vida salvaje/propiedad; invernadero/casa solariega; y puerilidad/madurez.

El texto contradictorio

Diversos teóricos han tratado de alinear una versión de la desconstrucción de
Derrida con el materialismo dialéctico. Jean-Louis Baudry, en «Escritura, ficción,
ideología» (Afterimage 5, primavera, 1974), habló del revolucionario «texto de
écriture» como caracterizado por: 1) una relación negativa con el relato; 2) un rechazo de la representabilidad; 3)un rechazo de una noción expresiva de discurso
artístico; 4) una puesta en primer plano de la materialidad de la significación; 5)
una preferencia por estructuras no lineales, permutacionales o seriales.3 Entre tanto, en un artículo de 1969 «Cine/Ideología/Crítica» (en Nichols, 1985), Commolli
y Narboni propusieron una taxonomía referente a las posibles relaciones entre una
película y la ideología dominante, dispuesta en siete categorías, (los términos de
resumen son nuestros) que van desde:
a) PELÍCULAS DOMINANTES, es decir aquellas
películas profundamente imbuidas de la ideología dominante;
b) PELÍCULAS DE RESISTENCIA, que atacan la ideología dominante tanto en el nivel del significado como en el del significante;
c) PELÍCULAS FORMALMENTE DE RESISTENCIA, aquellas películas que, aunque no son explícitamente políticas, practican la subversión formal;
d) PELÍCULAS DE CONTENIDO POLÍTICAMENTE ORIENTADO, películas explícitamente políticas y críticas, por ejemplo las de Costa-Gavras, cuya crítica del sistema
ideológico es socavada por la adopción del lenguaje y la imaginería dominantes;
e) PELÍCULAS DE RUPTURA, es decir, películas que superficialmente pertenecen al cine dominante pero en las que una crítica interna abre una «fisura»;
f) CINE EN VIVO I, es decir, películas que describen los hechos sociales críticamente
pero que no desafían el método de descripción del cine tradicional ideológicamente
condicionado;
y g) CINE EN VIVO II, cine directo que simultáneamente describe de forma crítica hechos contemporáneos y cuestiona la representación tradicional.

La categoría e) de Narboni/Commolli fue con diferencia la más productiva del análisis interpretativo. La noción del «texto contradictorio» permitía una unión con
la concepción lacaniana/althusseriana del sujeto humano «escindido». Los críticos
del texto contradictorio estaban movidos por lo que Bordwell (1989, pág. 219) 11ama las metáforas del «error de San Andrés»: «rupturas», «vacíos», «grietas» y «fisuras
». Paul Willemen señaló que los análisis de «vacíos y fisuras» pronto llegaron
a ser bastante predecibles, conduciendo a la «conclusión familiar de que el "texto"
bajo análisis está lleno de tensiones contradictorias, necesita de lectores activos
y produce una diversidad de placeres». Pero uno puede razonar que el problema
se deriva en menor medida del modelo contradictorio en sí, o del proyecto «sintomático» generalmente interpretativo, que de la imposibilidad de ir más allá de parámetros puramente formales para unir las contradicciones textuales con las más amplias contradicciones sociohistóricas que impregnan el texto, el contexto y al espectador. La crítica de Bakhtin del formalismo, en este sentido, puede ser extrapolada para aplicarse a cualquier visión deshistorizante de los sistemas textuales.

Aunque los formalistas describieron la CONTRADICCIÓN TEXTUAL mediante metáforas
reminiscentes de la lucha social: «combate», «lucha» y «conflicto», su aproximación
era en última instancia sólo metafórica, ya que la contradicción literaria
tendía a permanecer en un mundo de textualidad pura herméticamente sellado.
Pero, tal y como señala Graham Pechey, Bakhtin/Medvedev consideran seriamente
las metáforas formalistas, especialmente esos términos que fácilmente resuenan
a lucha de clases e insurrección, términos tales como «revuelta», «conflicto», «lucha
» y «destrucción», pero los aplican por igual al texto y a lo social propiamente
dicho.

Por tanto, la visión semiótica del texto contradictorio podría ser fortalecida de
forma útil mediante el concepto bakhtiniano de HETEROGLOSIA, es decir una noción
de lenguas y discursos en competencia que se aplica igualmente al «texto» y
al «contexto». El papel del texto artístico, dentro de un perspectiva bakhtiniana, no
es el representar las «creaciones» de la vida real sino representar los conflictos, las coincidencias y las oposiciones de las lenguas y los discursos inherentes en la heteroglosia.

Los lenguajes de la heteroglosia, señala Bakhtin, en términos que recuerdan las afirmaciones de Metz sobre códigos fílmicos que se desplazan mutuamente, pueden ser «yuxtapuestos» unos a otros, suplementar mutuamente unos a otros, contradecir unos a otros y estar interrelacionados dialógicamente» (Bakhtin, 1981, pág. 292): La formulación bakhtiniana es especialmente apropiada para películas que más que representar hechos «reales» humanamente llenos de intención dentro de una estética ilusionística, simplemente representan el choque de lenguajes y discursos: uno piensa en Todo va bien (Tout Va Bien, 1972), de Godard-Gorin, con su tripartito juego estructurante de lenguajes ideológicos (el del capital, el partido comunista y el maoísta) o The Man Who Envied Women, de Yvonne Rainer, con su yuxtaposición horizontal y su superimposición vertical de una amplia gama de voces y discursos (textos teóricos, clips fílmicos, fotos de prensa, anuncios, retazos de diálogo). Tales películas practican lo que Bakhtin llamó la «iluminación mutua de los lenguajes», lenguajes que se entrecruzan, chocan y se relativizan mutuamente unos a otros.

En el interior de una aproximación translingüística bakhtiniana, una heteroglosia conflictiva impregna el texto y el contexto, al productor y al lector/espectador.
El texto se presenta como contradictorio por la diversidad de lecturas generadas por lectores que están situados en el tiempo y el espacio, que sostienen el poder o carecen de poder, cada uno acercándose al texto desde un ángulo dialógico específico. Partiendo de una tradición de «estudios culturales» derivada del marxismo, Stuart Hall, en su influyente ensayo «Encoding/Decoding» (Hal y otros, 1980), desarrolla su teoría de las LECTURAS PREFERIDAS. Hall considera los textos (en este caso textos televisivos) como susceptibles de diversas lecturas basadas en la contradicción político-ideológica, y sitúa tres estrategias de lectura generales en relación con la ideología dominante:
1) la LECTURA DOMINANTE: producida por un espectador situado para aceptar la ideología dominante y la subjetividad que produce;
2) la LECTURA NEGOCIADA: producida por el espectador que en gran parte acepta la ideología dominante, pero cuya situación provoca específicas derivaciones críticas «locales»; y
3) la LECTURA DE OPOSICIÓN, producida por aquellos cuya situación social los coloca en una relación directamente en oposición a la ideología dominante.

La naturaleza de la reflexividad

Dadas las limitaciones ideológicas del cine dominante, algunos analistas como Peter Wollen pidieron un CONTRACINE agresivo. El esquema de Wollen opuso a la corriente principal del cine un contracine, cuyo mejor ejemplo es el trabajo de Godard, bajo la forma de siete características binarias:
1) INTRANSITIVIDAD NARRATIVA, es decir, la ruptura sistemática del flujo del relato en lugar de la transitividad narrativa;
2) EXTRAÑAMIENTO en lugar de identificación (mediante actuación distanciada, desconexión sonido/imagen, interpelación directa, etc.);
3) PUESTA EN PRIMER PLANO frente a la transparencia (desplazamiento sistemático de la atención hacia el proceso de la construcción del significado);
4) DIÉGESIS MÚLTIPLE en lugar de la diégesis única;
5) APERTURA, apertura narrativa en lugar de cierre y resolución; la sujeción narrativa de cabos sueltos;
6) AUSENCIA DE PLACER, un texto que se opone a los placeres habituales de la coherencia, el suspense y la identificación; y
7) REALIDAD en lugar de ficción (la exposición crítica de las mistificaciones implicadas en las ficciones fílmicas).

El esquema de Wollen estaba obviamente en deuda con las teorías de Bertolt Brecht y no fue por accidente que muchos analistas del cine, a finales de los sesenta y los setenta, recurrieron con entusiasmo las teorías del dramaturgo alemán. El TEATRO ÉPICO de Brecht rechazó el teatro clásico, demandando en su lugar una estructura narrativa que era interrumpida, fracturada, disgresiva. La tendencia general era de argumentación más que de representación. El espectador tenía que permanecer fuera del drama más que ser empujado a su interior. El personaje era considerado como un epifenomenon de los procesos sociales más que la expresión de la voluntad individual y el deseo. La estrategia narrativa dominante era de montaje, la yuxtaposición de unidades autocontenidas, más que de crecimiento orgánico y evolución de una estructura homogénea. Al margen de los objetivos generales del teatro brechtiano (mostrar la red causal de los hechos, el cultivo de un espectador pensante activo, la desfamiliarización de realidades sociales alienantes, el énfasis en las contradicciones sociales y la inmanencia del significado) Brecht también propuso técnicas específicas para alcanzar estos objetivos: el rechazo de héroes/estrellas, interpelación directa al espectador, despsicologización. En términos de actuación, Bretch defendió un doble distanciamiento, entre el actor y el papel, y entre el actor y el espectador. Brecht también defendió el uso del GESTUS, es decir «la expresión mimética y gestual de relaciones sociales entre personas en un período dado», mediante las cuales una obra podría evocar dominación, sumisión, arrogancia, humildad y autodesaprobación basándose en la posición social. El gestus proporcionaba gestos exageradamente ideológicos evocadores de relaciones históricas más amplias. (El modo mecánico en el que el brazo derecho del doctor Strangelove se volvía rígido en un saludo nazi, en la película de Kubrick, podría citarse como un ejemplo efectivo de gestus.)

Brecht también propuso un teatro productor de EFECTOS ALIENANTES; es decir mecanismos descondicionantes mediante los cuales el mundo social vivido se «hace extraño». Los efectos de alienación brechtianos van más allá de la «desfamiliarización » formalista ya que desencadenan una serie de rupturas sociales e ideológicas que nos recuerdan que las representaciones se producen socialmente. Más que un mecanismo estético que abre las puertas de la percepción, el efecto de alienación es un instrumento para reconcebir, y en última instancia cambiar, la misma realidad social. Con Brecht, el tema de la «alienación» estaba muy estrechamente vinculado a un análisis dialéctico de la ALIENACIÓN, el proceso mediante el que los seres humanos, bajo una perspectiva marxista, pierden control de su poder de trabajo, sus productos, sus instituciones y sus vidas. La normalidad burguesa, para Brecht, entumece la percepción humana y enmascara las contradicciones entre los valores profesados y las realidades sociales; de ahí la necesidad de un arte que liberaría los fenómenos condicionados socialmente del «sello de la familiaridad» y los revelaría como sorprendentes, como demandando una explicación, como otra cosa que naturales. (Aunque Brecht ideó estas técnicas para desmistificar a la sociedad capitalista, también han funcionado para criticar a las sociedades burocráticas- comunistas, como por ejemplo en El hombre de mármol, de Wajda).

Brecht propuso una estética de heterogeneidad caracterizada por lo que llamó
la SEPARACIÓN RADICAL DE LOS ELEMENTOS, una técnica estructurante que funcionaba
tanto «horizontalmente», es decir cada escena estaría radicalmente separada
de sus escenas «vecinas», y «verticalmente», en que cada «banda» iba a existir en
tensión con otras bandas. La estética brechtiana colocó escena frente a escena y banda (música, diálogo, letra) frente a banda. Música y letra, por ejemplo, estaban
diseñadas para desacreditarse mutuamente más que para complementarse una a otra. Así, junto a una autonomía «horizontal» de escenas claramente demarcadas,
el teatro épico desarrolla una tensión vertical entre los diversos estratos o bandas
del texto. Numero Deux, de Godard/Miéville, exacerba esta tensión al tener múltiples
imágenes en el rectángulo de la pantalla jugando unas con y contra otras, y al hacer entrar en interacción fecunda y «diálogo» a las distintas temporalidades de las diferentes bandas. Las implicaciones de estas ideas brechtianas fueron retomadas no sólo por teóricos y analistas del cine, sino también por innumerables realizadores cinematográficos como Jean-Luc Godard, notablemente, Tomás Gutiérrez Alea, Alain Tanner y Herbert Ross. (El trabajo de Douglas Sirk, al igual que Brecht un producto de la escena teatral de Weimar, fue releído por los analistas del cine como un almacén de efectos de alienación, aunque el público en ese momento raramente los reconocía como tales.) Brecht propuso, finalmente, una profunda REFLEXIVIDAD, el principio de que el arte debe revelar los principios de su propia construcción, para evitar la «estafa » de sugerir que los hechos ficticios no eran «creados», sino que simplemente «sucedían». El teatro brechtiano, en este espíritu, reveló no sólo las fuentes de la iluminación y el andamiaje de los escenarios, sino también los principios narrativos y estéticos que sustentaban el texto. En realidad, en todos los debates que giran alrededor del arte y la política, la REFLEXIVIDAD vino a ser un término clave.

El término fue en primer lugar tomado prestado de la filosofía y la psicología, donde originalmente hacia referencia a la capacidad de la mente para ser al tiempo sujeto y objeto de ella misma dentro del proceso cognitivo, pero se extendió metafóricamente a las artes con el fin de evocar la capacidad para la autorreflexión de cualquier medio o lenguaje. En el sentido más amplio, la REFLEXIVIDAD ARTÍSTICA se refiere al proceso mediante el cual los textos ponen en primer plano su propia producción, su autoría, sus influencias intertextuales, sus procesos textuales, o su recepción.

La inclinación hacia la reflexividad debe ser vista como sintomática del autoescrutinio metodológico típico del pensamiento contemporáneo, su tendencia a examinar sus propios términos y procesos. Así encontramos a la reflexividad formando parte de diversos campos y universos del discurso —en la preocupación de la lingüística por la capacidad reflexiva de los lenguajes naturales, en el método psicoanalítico de basarse en las autorreflexiones transmitidas oralmente, en el uso cibernético del concepto reflexivo de «retroalimentación»—. La amplia noción de reflexividad generó una galaxia arremolinadora de términos satélite que señalan hacia dimensiones específicas de la reflexividad. Los términos asociados con la reflexividad, tal y como señala Luiz Antonio Coelho, pertenecen a familias morfológicas con prefijos o raíces que se derivan de la familia «auto», la familia
«meta», la familia «reflejar», la familia «mismo» y la familia «textualidad»." Así,
en el arte y la literatura encontramos una proliferación de términos críticos que designan prácticas reflexivas:
FICCIÓN AUTOCONSCIENTE (Robert Alter) designa a esos novelistas (por ejemplo: Cervantes, Fielding, Machado de Asís) que llamaron la atención sobre el estatuto de artefacto de la novela;
METAFICCIÓN (Waugh, 1984) es definida como la ficción sobre la ficción que comenta sobre su propia identidad lingüística o narrativa; y RELATO NARCISISTA es el «adjetivo figurado que designa esta autoconciencia textual» (Hutcheon, 1984, pág. 1);
ARTE DEL AGOTAMIENTO (John Barth), se refiere al arte con la premisa de la imposibilidad virtual de la novedad en el período contemporáneo; ANTIILUSIONISMO se refiere a novelas o películas que toman una postura consciente contra la tradición realista de representación al destacar improbabilidades de la trama, los personajes o el lenguaje:
AUTORREFERENCIALIDAD designa cualquier entidad o texto que se refiere o señala hacia sí mismo; MISE-EN-ABYME, se refiere al regreso infinito de los reflejos del espejo para denotar el proceso literario, pictórico o fílmico mediante el cual un pasaje, un fragmento o secuencia, agota en miniatura los procesos del texto como una totalidad.
La AUTODESIGNACIÓN DEL CÓDIGO, finalmente, se refiere a una situación textual en la que un acto de comunicación se reproduce dentro de la estructura del mismo mensaje..

La política de la reflexividad

Una gran polémica ha girado en torno al tema de lo que podría llamarse la VALENCIA POLÍTICA DE LA REFLEXIVIDAD. Mientras que la crítica cultural angloamericana ha considerado con frecuencia la reflexividad como un signo de lo posmoderno, un punto en el que a un «arte del agotamiento» le queda poco que hacer excepto contemplar sus propios instrumentos o rendir homenaje a obras de arte anteriores, la facción izquierda de la teoría fílmica, especialmente aquella influenciada por Althusser así como por Brecht, ha considerado la reflexividad como una obligación política. Un avance fundamental del movimiento althusseriano en los estudios culturales fue la crítica del realismo y la tendencia, en la primera fase, era simplemente equiparar «realista» con «burgués» y «reflexivo» con «revolucionario». Los términos «Hollywood» y «cine dominante» se convirtieron en palabras código para «retrógrado» e «inductor a la pasividad». La identidad de «desconstructivo» y «revolucionario», entre tanto, llevó al rechazo en las páginas de revistas como Cinéthique de virtualmente todo el cine, pasado y presente, por «idealista». Pero ambas equiparaciones demandan un examen más cercano.

En primer lugar, reflexividad y realismo no son necesariamente términos antitéticos. Una novela como Las ilusiones perdidas, de Balzac, y una película como Todo va bien, de Godard, pueden ser vistas como al mismo tiempo reflexivas y realistas, ya que iluminan las realidades cotidianas de las encrucijadas sociales de las que emergen, mientras que también recuerdan a los lectores/espectadores la naturaleza construida de su propia representación. Más que polaridades estrictamente opuestas, el realismo y la reflexividad son tendencias interpretativas capaces de coexistir dentro del mismo texto. Sería más exacto hablar de un «coeficiente» de reflexividad o realismo, y reconocer al mismo tiempo que no es una cuestión de una proporción determinada. Numero Deux, de Godard-Miéville, por ejemplo, despliega de forma simultánea un coeficiente alto de realismo y de reflexividad.

El ilusionismo, entre tanto, nunca ha sido monolíticamente dominante incluso en el cine de ficción de la corriente general. El coeficiente de reflexividad varía de un género a otro (musicales como Cantando bajo la lluvia son clásicamente más reflexivos que los dramas sociales realistas como Marty [Marty, 1955]), de era a era (en la época contemporánea la reflexividad está de moda, incluso de rigueur), de película a película del mismo director (Zelig [Zelig, 1983] de Woody Alien, es más reflexiva que Otra mujer [Another woman, 1988]); e incluso de secuencia a secuencia dentro de la misma película. Incluso los textos más paradigmáticamente realistas —tal y como demuestran la lectura de Sarrasine realizada por Barthes, o la lectura de Cahiers de El joven Lincoln— están marcados por vacíos y fisuras en su ilusionismo. Pocas películas clásicas se ajustan perfectamente a la categoría abstracta de la transparencia, con frecuencia considerada como la norma en el cine de tendencia dominante. Tampoco puede uno simplemente asignar un valor positivo o negativo al realismo, o a la reflexividad, como tales. El interés de Marx en Balzac sugiere que el realismo no es inherentemente reaccionario. Lo que Jakobson llama REALISMO PROGRESIVO ha sido utilizado como un instrumento de crítica social en favor de las clases trabajadoras (La sal de la tierra [Salt of the Earth, 1954]), las mujeres (Julia [Julia, 1977]) y por las naciones emergentes del Tercer Mundo (La batalla de Argel, 1966). Las teorías de Brecht señalaban el camino más allá de la falsa dicotomía de realismo y reflexividad, dado que la reflexividad brechtiana pretende claramente alinear los procedimientos narrativos autorreferenciales al servicio de propósitos revolucionarios. La aproximación brechtiana asume la compatibilidad de la reflexividad como estrategia estética y el realismo como una aspiración.

Brecht distinguió entre realismo «que simplemente deja al descubierto la red causal de la sociedad», un objetivo realizable dentro de una estética modernista reflexiva, y realismo como un conjunto de convenciones determinadas históricamente. Su crítica del realismo se centró en las convenciones osificadas de la novela del siglo xix y del teatro naturalista, pero no en tanto que objetivo de la verdadera representación.

La equiparación generalizada de lo reflexivo con lo progresivo es también problemática. Los textos pueden o no poner en primer plano sus propios procedímientos; el contraste no puede ser siempre leído como de tipo político. Jane Feur habla, en relación con el musical, de REFLEXIVIDAD CONSERVADORA, es decir, la
reflexividad que caracteriza a películas tales como Cantando bajo la lluvia, que pone en primer plano el cine como institución, que enfatiza espectáculo y artificio,
pero en definitiva dentro de una estética ilusionística que tiene poco que ver con procedimientos o propósitos desmistificadores o revolucionarios. La reflexividad de una cierta vanguardia, del mismo modo, es eminentemente aceptable dentro de un formalismo «artístico». Uno podría hablar, de igual modo, de la REFLEXIVIDAD POSMODERNA de la televisión comercial, que es con frecuencia reflexiva y autorreferencial, pero cuya reflexividad es, a lo más, ambigua. The Letterman Show es implacablemente reflexivo, pero casi siempre dentro de una especie de cínica postura penetrante irónico reflexiva que mira con un ojo envidioso a todo posicionamiento político. Muchos de los aspectos distanciadores caracterizados como reflexivos en las películas de Godard parecen también tipificar muchos shows televisivos: la designación del aparató (cámaras, monitores, conexiones), la «ruptura» del flujo narrativo (mediante los anuncios); la yuxtaposición de fragmentos heterogéneos de discursos; la mezcla de formas documentales y ficticias.

Sin embargo, más que desencadenar «efectos alienantes», la televisión es con frecuencia alienante en un sentido distinto. Las interrupciones comerciales que rompen la programación ficcional, por ejemplo, no tienen la intención de hacer pensar al telespectador, sino más bien, sentir y comprar. El humor autorreferencial señala al telespectador que el anuncio no debe ser tomado seriamente, y este estado relajado de expectación vuelve al espectador más permeable al mensaje publicitario.

La intertextualidad

Uno de las consecuencias de la aproximación semiótica al cine fue el cuestionamiento
del realismo al enfatizar la naturaleza codificada y construida del artefacto fílmico. El arte era considerado como un discurso, que respondía no a la realidad sino a otros discursos. Julia Kristeva definió el cine y otros discursos artísticos
como PRÁCTICAS SIGNIFICANTES, es decir, como sistemas significantes diferenciados.
Trabajando sobre la concepción de Kristeva, Stephen Heath explicó la definición del modo siguiente:

significantes indica el reconocimiento del cine como un sistema de series de sistemas de significación, cine como articulación. Práctica acentúa el proceso de
esta articulación [...] toma el cine como un trabajo de producción de significación
y al hacerlo así trae al análisis la cuestión del posicionamiento del sujeto dentro
de ese trabajo, su relación con el objeto, qué tipo de «lector» y «autor» construye.
Es específica para el análisis la necesidad de entender el cine bajo la particularidad del trabajo que implica, las diferencias que mantiene con otras prácticas significantes.


La palabra práctica llego con matices marxistas-althusserianos proveniente de
los procesos de transformación de una materia prima determinada en un producto
determinado. El cine, así, implicaba en mayor medida la producción activa de significado que un relevo neutral o transferencia de significado. Tanto Kristeva como
Heath abogaron, por lo tanto, a favor de un desplazamiento de la atención al significante y al sujeto de la enunciación. Kristeva define el texto como PRODUCTIVIDAD, como una producción que implica al tiempo al productor y al lector/espectador, con frecuencia bajo la forma de la desconstrucción de la sistematicidad y de la funciones comunicativas. Kristeva dio el nombre de SIGNIFIANCE al trabajo de las prácticas de diferenciación y confrontación en el lenguaje, refiriéndose tanto al trabajo productivo del significante como a la lectura productiva mediante la cual el productor y receptor del texto desconstruyen su sentido. El término INTERTEXTUALIDAD comenzó como la traducción de Kristeva de la
noción bakhtiana de DIALOGISMO. Bakhtin define dialogismo como «la relación
necesaria de cualquier expresión con otras expresiones». (Una «expresión» para
Bakhtin, puede hacer referencia a cualquier «complejo de signos», desde un frase
hablada a un poema, o canción, o obra, o película.) Bakhtin considera el dialogismo
como un característica definitoria de la novela, cognata con su apertura hacia la
diversidad social de los tipos de habla. La palabra «dialogismo» en los escritos de
Bakhtin incorpora progresivamente significados y connotaciones sin perder en ningún
momento esta idea central de «la relación entre la expresión y otras expresiones
». Bakhtin sigue la pista del DIALOGISMO LITERARIO tan lejos como para retroceder
a los diálogos socráticos, con su representación agónica del enfrentamiento
de dos discursos en competencia, y proseguir con los textos dialógicos y polifónicos
de Rabelais, Cervantes, Diderot y Dostoievski, que Bakhtin opone a textos
«monológicos» y «teológicos» que, de forma no problemática, afirman una única
verdad. El concepto de dialogismo sugiere que cada texto forma una intersección
de superficies textuales. Todos los textos son estructuras de fórmulas anónimas insertadas en el lenguaje, variaciones sobre esas fórmulas, citas conscientes o inconscientes, confluencias e inversiones de otros textos. En el sentido más amplio,
el dialogismo intertextual se refiere a las posibilidades infinitas y siempre abiertas generadas por todas las prácticas discursivas de una cultura, la matriz completa de verbalizaciones comunicativas en el interior de las cuales se sitúa el texto artístico, y que alcanzan al texto no sólo a través de influencias reconocibles sino también a través de un sutil proceso de diseminación.

En su estudio de la vanguardia literaria, Kristeva explora el carácter dialógico
de los textos de Sollers, Burroughs y Joyce, ya que evolucionan desde una tradición literaria que articula un complejo sistema compositivo, un montaje de discursos
heterogéneos en el interior de un único texto. Para Kristeva, como para Bakhtin,
todo texto forma un «mosaico de citas», un palimpsesto de huellas, donde otros textos puede ser leídos, aunque Kristeva tiende a limitar su atención a textos eruditos. El concepto de intertextualidad no se puede reducir a cuestiones de «influencia » de un escritor sobre otro, o de un realizador cinematográfico sobre otro, o a «fuentes» de un texto en el viejo sentido filológico. Kristeva define la intertextualidad, en La Révolution du Langage Poétique, como la transposición de uno o más sistemas de signos a otro, acompañada por una nueva articulación de la posición enunciativa y denotativa. Michael Riffaterre, entre tanto, define intertextualidad como la percepción por el lector de las relaciones entre un texto y todos los otros textos que lo han precedido o seguido.8 Así el intertexto de una película tal como El resplandor (The Shining, 1979), de Kubrick, se puede decir que consiste en todos los géneros a los que la película hace referencia, por ejemplo las películas de terror y el melodrama, pero también a ese tipo de películas llamadas adaptaciones literarias, con las afiliaciones literarias concomitantes, como la novela gótica, y extendiéndose al canon completo de las películas de Kubrick, las películas de Jack Nicholson, y así sucesivamente. El intertexto de la obra de arte, así, puede incluir no sólo las otras obras de arte en la misma o en forma comparable, sino también todas las «series» dentro de las que el texto individual está situado.

Esta necesidad conceptual del intertexto es destacada en el análisis de Lévi- Strauss de los mitos americanos nativos. El antropólogo descubrió que un mito concreto sólo podía ser comprehendido en relación con un amplio sistema de otros
mitos, prácticas sociales y códigos culturales. La historia individual vino a ser vista como un fragmento, que existía en articulación prolongada con otros sistemas,
tales como estructuras de parentesco, planificación del poblado, arte corporal (tatuarse), así como con otros mitos. Eco habla de MARCOS INTERTEXTUALES, es decir,
los diversos marcos de referencia invocados en el lector, que autorizan y orientan la
representación, el llenar los vacíos y fisuras en el texto, guiar las inferencias del
lector sobre la historia y los personajes al proporcionar indicaciones intertextuales.

La intertextualidad es un valioso concepto teórico en la medida en que principalmente
conecta el texto individual con otros sistemas de representación, más que con un «contexto» amorfo ungido con el dudoso estatus y la autoridad de «lo real» o «la realidad». Incluso para discutir la relación de una obra con sus circunstancias históricas, estamos obligados a situar el texto en el interior de su intertexto y después relacionar a ambos, texto e intertexto, con los otros «sistemas» y «series» que forman su contexto.

Bakhtin habló de lo que él llamó las SERIES GENERADORAS PROFUNDAS de la literatura,
es decir el dialogismo complejo y multidimensional, enraizado en la vida social y la historia, incluyendo al tiempo géneros primarios (orales) y secundarios (literarios), que engendraron a la literatura como un fenómeno cultural. Los «tesoros
semánticos que Shakespeare incorporó en sus obras», escribe Bakhtin: fueron creados y recogidos a lo largo de los siglos, incluso de milenios: permanecían ocultos en el lenguaje, y no sólo en el lenguaje literario, sino también en el estrato del lenguaje popular que antes de la época de Shakespeare no había entrado en la literatura, en los diversos géneros y formas de comunicación hablada, en las formas de una poderosa cultura nacional (en primer lugar, formas carnavalescas) que se fueron modelando a través de los milenios, en los géneros del teatro-espectáculo (representaciones de misterios, farsas, etc.), en tramas cuyas raíces se remontan hasta la antigüedad clásica, y por último, en formas de pensar (Bakhtin, 1986, pág. 5).

La reformulación bakhtiniana del problema de la intertextualidad debe ser vista como una «respuesta», tanto para los paradigmas puramente intrínsecos, formalistas y estructuralistas de la teoría lingüística y la crítica literaria, así como para los paradigmas sociológicos interesados sólo en las determinaciones extrínsecas de tipo biográfico e ideológico. Bakhtin ataca las limitaciones del interés de los críticos eruditos exclusivamente a las «series literarias», abogando por una diseminación más difusa de ideas que interanimen todas las «series», literarias y no literarias, ya que son generadas por lo que él llama las «poderosas corrientes profundas de la cultura». La literatura, y por extensión el cine, debe ser entendida dentro de lo que Bakhtin llama «la unidad diferenciada de toda la cultura de la época» (1986, pág. 5)

El dialogismo funciona, así, dentro de toda producción cultural, bien literaria o no literaria, verbal o no verbal, intelectual o poco culta. El artista de cine contemporáneo, dentro de esta concepción, se convierte en el orquestador, el amplificador de los mensajes circundantes mostrados por todas las series: literarias, pictóricas, musicales, cinemáticas, comerciales, etc. Una película como Melodías de Broadway (The Band Wagón, 1953), tal y como señala Geoffrey Nowell-Smith
(en Narremore, 1991, págs. 16-18), es virtualmente un crisol de discursos artísticos
«elevados» y «vulgares», con referencias al ballet, al arte popular, Broadway,
Fausto, Mickey Spillane y el film noir. Esta visión inclusiva de la intertextualidad
consideraría una película como Zelig, de Woody Alien, como el lugar de intersección
de innumerables intertextos, algunos específicamente fílmicos (noticiarios,
material de archivo, vídeos caseros, películas de recopilación televisiva, documentales «de testimonio», cine venté, melodrama cinematográfico, películas de
casos de estudio psicológico como Recuerda [Spellbound, 1945], documentales
ficticios como F for Fake (1975), y películas de ficción anteriores como Rojos
[Reds, 1981], de Warren Beatty); otros literarios (la «anatomía» melvilleana) y algunos culturales en general (teatro yiddish, comedia Borscht-Belt). La originalidad
de la película reside, paradójicamente, en la audacia de su imitación, cita y absorción de otros textos, su hibridización irónica de discursos tradicionalmente
opuestos.

Parcialmente inspirada por la noción de Bakhtin de series generadoras, Kristeva
distinguió entre el FENO-TEXTO, es decir el «exterior» o «lo que queda» de la
signifiance del texto, la superficie «plana» de su significación estructurada, pero que lleva huellas de la productividad del GENO-TEXTO, es decir el mismo proceso de productividad, la «operación de la generación del feno-texto». Mientras que el feno-texto está «disponible» para el análisis lingüístico formal, el geno-texto tiene que ver con el juego de significantes anterior al significado. Estudiar el geno-texto es estudiar las mismas operaciones de la textualidad.

La transtextualidad

Basándose en Bakhtin y Kristeva, Gérard Genette en Palimpsestos (1982) propuso
un término más inclusivo, TRANSTEXTUALIDAD, para referirse a «todo lo que
pone a un texto en relación, bien manifiesta o secreta, con otros textos». Genette sitúa cinco tipos de relaciones transtextuales. Define la INTERTEXTUALIDAD, más restrictivamente que Kristeva, como la «co-presencia efectiva de dos textos» bajo la
forma de cita, plagio y alusión. Aunque Genette en gran parte se restringe a los
ejemplos literarios, uno podría imaginar con facilidad ejemplos fílmicos de los mismos procedimientos. La CITA puede tomar la forma de un clip clásico en películas:
Peter Bogdanovich cita Código penal (The Criminal Code, 1931), de Hawks en El héroe anda suelto (Targets, 1968); Godard cita Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), de Resnais en Una mujer casada. Películas como Mi tío de América (Mon Oncle d'Amérique, 1979), de Resnais, así como Cliente muerto no paga (Dead Men Don't Wear Plaid, 1982) y Zelig hacen de la cita de secuencias fílmicas pre-existentes un principio estructural central. La ALUSIÓN, entretanto, puede tomar la forma de una evocación verbal o visual de otra película, con la intención de ser un medio expresivo para hacer observaciones sobre el mundo ficcional de la película aludida. Godard en El desprecio (Le mépris, 1963), alude, mediante un título en una marquesina de una sala de cine, a Te querré siempre (Viaggio in Italia, 1953), de Rossellini, una película de uno de los directores favoritos de Godard que narra, como la misma El desprecio, el lento desmembramiento de una pareja. Incluso un actor puede constituir una alusión, como en el caso del personaje de Boris Karloff en El héroe anda suelto, visto como la encarnación del terror gótico al viejo estilo, cuya esencial dignidad contrasta Bogdanovich con los anónimos asesinatos en masa contemporáneos. Una técnica cinemática puede constituir una alusión: un iris de apertura para mostrar a un informador en Al final de la escapada, o la utilización
del estilo de enmascaramiento de Griffith en Jules y Jim, alude mediante una naturaleza calculadamente arcaica a períodos anteriores de la historia del cine,
mientras que los movimientos subjetivos de la cámara y la estructuración del punto
de vista en Doble cuerpo (Body Double, 1984), de Brian de Palma, aluden a las
fuertes referencias intertextuales de Hitchcock.
En realidad, las categorías altamente sugestivas de Genette le tientan a u
no a acuñar términos adicionales dentro del mismo paradigma. Se podría hablar de INTERTEXTUALIDAD DE CELEBRIDADES, es decir, situaciones cinematográficas en las
que la presencia de una estrella de cine o televisión o una celebridad intelectual
evoca un género o un ambiente cultural (Truffaut en Encuentros en la tercera fase
[Cióse encounters of the third kind, 1977], Norman Mailer en King Lear, de Godard,
Marshall McLuhan en Annie Hall [Annie Hall, 1977]). La INTERTEXTUALIDAD GENÉTICA evocaría los procesos mediante los cuales la aparición de los hijos y las hijas de actores y actrices famosos —Jamie Lee Curtís, Liza Minnelli, Melanie Griffith—, evocan el recuerdo de sus famosos padres. La INTRATEXTUALIDAD se referiría a los procesos mediante los que las películas se refieren a sí mismas mediante estructuras especulares, microcósmicas, y mise-en-abyme mientras que la AUTOCITA se referiría a la cita a cargo de un mismo autor, como cuando Vincente Minnelli cita su propia Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, 1952) dentro de Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks in Another Town, 1962). La INTERTEXTUALIDAD FALSA evocaría esos textos, por ejemplo los pseudonoticiarios de Zelig o la imitación de las películas nazis en El beso de la mujer araña, que crean una referencia pseudointertextual.

La PARATEXTUALIDAD, el segundo tipo de transtextualidad de Genette, hace referencia
a la relación, en literatura, entre el propio texto y su paratexto, —títulos, prefacios, posfacios, epígrafes, dedicatorias, ilustraciones e incluso las cubiertas de los libros y los autógrafos firmados—. El paratexto está constituido por todos los
mensajes, accesorios y comentarios que vienen a rodear al texto y que en ocasiones
se convierten en virtualmente indistinguibles de éste. Esta noción conduce, tal y
como admite Genette, a una gran cantidad de preguntas que no se pueden responder.
¿Forman parte del texto de la novela los títulos originales de los capítulos que
evocan La Odisea, incluidos en la prepublicación para los suscriptores del Ulises
de Joyce, pero retirados en la versión final, pero que vienen a orientar la lectura de la novela? La cuestión es, entonces, una cuestión de cierre, de las líneas de demarcación entre texto y hors-texte.

Resulta fascinante especular teniendo en cuenta la relevancia de semejante categoría
para el cine. ¿Forman las declaraciones preliminares, ampliamente citadas, de un director en el primer pase de una película parte del paratexto de la película? ¿Qué sucede con declaraciones recogidas de un director acerca de una película, tales como la famosa caracterización por Godard de Numero Deux como un «remake de Al final de la escapada» ¿Cómo nos debemos referir a las diferentes versiones originales de películas, sobre las que con frecuencia se hace mucha fanfarria en la prensa, que resuenan como si estuvieran sobre los bordes del texto, como en el caso de la versión original de Avaricia, de 42 rollos, de Erich von Stroheim, o las versiones más largas de 7900, de Bertolucci, o de New York, New York (New York, New York, 1977), de Scorsese? Una información ampliamente difundida sobre el presupuesto de una película puede influenciar la recepción crítica, como en el caso de Cotton Club (The Cotton Club, 1984), de Coppola, donde los críticos encontraron que el realizador cinematográfico había conseguido muy poco en relación con un presupuesto enorme, o, como en el caso de Ñola Darling (She's Gotta Have It, 1986), de Spike Lee, donde el cineasta consiguió mucho pese a un presupuesto muy bajo? ¿Qué sucede con guiones autorizados de obras para la pantalla, como el guión de Nabokov para Lolita, que mostraba variaciones con respecto a la película rodada? ¿Qué sucede con las notas de producción distribuidas en los pases de prensa, que con frecuencia orientan la respuesta de los periodistas a las películas comerciales? Todas estas cuestiones, que funcionan en los márgenes del texto oficial, afectan al tema del paratexto de una película.

La METATEXTUALIDAD, el tercer tipo de transtextualidad de Genette, consiste en la relación crítica entre un texto y otro, bien si el texto comentado es citado de forma explícita o bien si sólo es evocado de forma silenciosa. Genette cita la relación entre la Fenomenología del espíritu, de Hegel, y el texto que evoca constantemente sin mencionarlo explícitamente: Le Neveu de Rameau, de Diderot. Al trasladar nuestra atención al cine, las películas de vanguardia del nuevo cine americano ofrecen críticas metatextuales del cine clásico de Hollywood. Wavelenght, de Michael Snow, por ejemplo, al tiempo alude a y rechaza el «suspense» tradicional de los thrillers de Hollywood, como si estuviera ampliando un único plano con grúa de
Hitchcock en un plano de cuarenta y cinco minutos con un zoom simulado que cubriera
el espacio de un ático de Manhattan. Los múltiples rechazos de la nostalgia de Hollis Frampton —de desarrollo de la trama, de movimiento en el plano, de cierre— sugieren una crítica burlona de las expectativas desencadenadas por las películas de narrativa convencional. En la práctica debe señalarse que no siempre resulta fácil distinguir la metatextualidad de Genette de su quinta categoría, la «hipertextualidad» (la relación entre un texto y un texto anterior, que transforma o modifica).

La ARCHITEXTUALIDAD, la cuarta categoría de la transtextualidad de Genette, se refiere a las taxonomías genéricas sugeridas o rechazadas por los títulos o subtítulos de un texto. La architextualidad tiene que ver con la disposición, o rechazo, de un texto a caracterizarse a sí mismo en su título, directa o indirectamente, como poema, ensayo, novela o película. En literatura, Genette señala que los críticos, con frecuencia, rechazan la autodesignación de un texto señalando, por ejemplo, que determinada «tragedia» de Cornelio no es «realmente» una tragedia. (Juri Lotman, en la misma línea, habla de ERRORES DE GÉNERO, situaciones en las que los críticos son inducidos a atribuir de forma errónea un estatus genérico dado a una película,confundiendo así sus características textuales.) El rechazo de un texto a designarse a sí mismo homogéneamente, por otro lado, provoca a menudo debate acerca del género «real» del texto o la confluencia de géneros. (Una aproximación bakhtiniana permitiría un estatus multigenérico de un texto.) La caracterización de Joseph Andrews, de Fielding, como un «un poema épico cómico en prosa» o la descripción de Godard de El desprecio como una «tragedia en plano general» (una manipulación de la famosa definición de Chaplin de la tragedia como primer plano y la comedia como plano general) están diseñadas para empujar a los críticos/lectores/espectadores hacia respuestas más complejas.

Los títulos de algunas películas alinean un texto con antecedentes literarios. Los viajes de Sullivan (Sullivan's Travels, 1941) evoca Los viajes de Gulliver, de Swift, y, por extensión, el modo satírico. El título de la película de Woody Alien La
comedia sexual de una noche de verano (A midsummer night's sex comedy, 1982) comienza por aludir a Shakespeare y acaba con una caída cómica en la obsesión sexual,
al tiempo que recuerda Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens Leende, 1955), de Bergman. Apocalypse Now, de Coppola, ofrece una variación desencantada de los setenta sobre una famosa representación teatral utópica de los sesenta, el Paradise Now de The Living Theater. Otros títulos señalan una secuela: El retorno de..., El hijo de..., Rocky V. Las inconvencionalidades gráficas y lingüísticas de los títulos de muchas películas de vanguardia, como T.O.U.C.H.I.N.G., de Paul Sharits, anuncian inconvencionalidades similares en la aproximación cinemática.

Aunque una película no necesita designarse a sí misma, en primer lugar y ante todo, como una película, algunos realizadores cinematográficos reflexivos han elegido acentuar lo obvio en sus títulos: La última locura (Silent Movie, 1976), de Mel Brooks, A Movie, de Bruce Conner. Los largos «subtítulos» literarios de ciertas películas, como Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (Doctor Strangelove Or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1963) o A Married Woman: Fragments ofa Film Made in 1964, finalmente, sugieren una especie de reencuentro con las prácticas literarias.

La HIPERTEXTUALIDAD, el quinto tipo de transtextualidad de Genette, es extremadamente
sugerente para el análisis fílmico. La hipertextualidad se refiere a la relación entre un texto, al que Genette llama hipertexto, con un texto anterior o HIPOTEXTO, que el primero transforma, modifica, elabora o amplía. En literatura, los hipotextos de La Eneida incluyen La Odisea y La Iliada, mientras que los hipotextos del Ulises de Joyce incluyen La Odisea y Hamlet. Ambos, La Eneida y Ulises, son elaboraciones hipertextuales de un mismo hipotexto, La Odisea. Virgilio relata las aventuras de Eneas de un modo genérico y estilísticamente inspirado por la épica de Homero. Joyce transpone los mitos centrales de La Odisea al Dublín del siglo xx. Ambos operan transformaciones sobre textos preexistentes. El término hipertextualidad es rico en aplicaciones potenciales al cine, y especialmente a aquellas películas que se derivan de textos preexistentes de un modo más preciso y específico que aquel evocado por el término intertextualidad. Las adaptaciones cinematográficas de novelas famosas, por ejemplo, son hipertextos derivados de hipotextos preexistentes que han sido transformados por operaciones de selección, amplificación, concretización y actualización. Las diversas adaptaciones fílmicas de Madame Bovary (Renoir, Minnelli) o de La Femme et le Pantin (Duvivier, von Sternberg, Buñuel) pueden considerarse como diferentes «lecturas» hipertextuales desencadenadas por un hipotexto idéntico. En realidad, las diversas adaptaciones anteriores pueden venir a formar parte del hipotexto del que puede disponer el realizador cinematográfico que aparezca relativamente «tarde» en la serie.

La hipertextualidad llama la atención sobre todas las operaciones transformadoras que un texto puede realizar sobre otro texto. La parodia, por ejemplo, desvaloriza y «trivializa» irreverentemente un texto «noble» preexistente. Buster Keaton se burla de los elevados tópicos humanitarios de Intolerancia (Intolerance, 1916) en Las tres edades (The Three Ages, 1923). Mel Brooks reescribe el texto hitchcockiano, con un estilo y una elocución distinta, en Máxima ansiedad (High Anxiety, 1977). Muchas comedias brasileñas reelaboran paródicamente hipotextos hollywoodienses cuyos valores de producción al tiempo critican y admiran. Otras películas hipertextuales simplemente actualizan trabajos anteriores mientras acentúan características específicas del original. La colaboración entre Morrissey/Warhol en Heat (Heat, 1972) transpone la trama de El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder (Sunset Bouleward, 1950) al Hollywood de los setenta, filtrando el original a través de una sensibilidad ostentosamente homosexual. En otras ocasiones la transposición no es de una única película sino de un género completo. Fuego en el cuerpo (Body Heat, 1981), de Kasdan (1981), evoca el corpus áelfilm noir de los años cuarenta en términos de trama, personajes y estilo, de tal modo que el conocimiento del film noir se convierte, tal y como señala Noel Carroll, en una parrilla hermenéutica privilegiada para el espectador cine-literario.10 Una concepción más expansiva de hipertextualidad podría incluir muchas de las películas generadas por la combinatoria de Hollywood: remakes como La invasión de los ladrones de cuerpos (Invasión of the Body Snatchers, 1956) (1978) y El cartero siempre llama dos veces (The Postman Always Rings Twice, 1946) (1981); secuelas como Psicosis II Parte - El regreso de Norman (Psycho II, 1983); westerns revisionistas como Pequeño gran hombre (Little Big Man, 1970); pastiches genéricos y reelaboraciones como New York, New York, (1977) de Scorsese; y parodias como Sillas de montar calientes (Blazing Saddles, 1974), de Mel Brooks. La mayoría de estas películas asumen la competencia espectatorial en diversos códigos genéricos; son desviaciones calculadas hechas para ser apreciadas por entendidos con capacidad de discernimiento.

La única película realmente discutida por Genette en Palimpsetos es Sueños de un seductor (Play It Again Sam, 1972), de Herbert Ross. El título original de la película, como el mismo Genette señala, funciona como un contrato de hipertextualidad
cinemática para aquellos amantes del cine que reconocen (o reconocen erróneamente) la frase más famosa asociada con Casablanca (1942). La película también «la toca de nuevo» es decir toca de nuevo, a su manera, la «canción» que es Casablanca.
El personaje de Alian Feíix (Woody Alien) sueña con emular un modelo ficticio con el cual no tiene visualmente nada en común. El mismo texto y la situación se convierten en parodia, meramente a través de la sustitución de los actores y la distancia irónica que lo separa a él de su prototipo."

El discurso

El término DISCURSO ha acumulado con éxito muchas significaciones. En el período presemiótico, la palabra denotaba la exposición ordenada, en el habla o la escritura, sobre un tema o sujeto particular. Pero con la llegada del estructuralismo
y la semiótica, la palabra vino a cristalizar las preocupaciones de una amplia variedad de disciplinas, convirtiéndose en el punto de intersección para una variedad
de investigaciones. En lingüística, DISCURSO se refiere a cualquier uso organizado del lenguaje más allá de la frase. Discurso se puede referir, por ejemplo, a cualquier conjunto de verbalizaciones que constituyen un acto de habla (conversación,
canción, poema, charla, sermón, entrevista). En Problemas de lingüística general,
Benveniste se centra en la naturaleza interrelacional del discurso. Al explorar el
papel y la función de los pronombres, Benveniste defiende que una palabra como «yo» sólo obtiene significado dentro de las circunstancias efímeras del discurso.

La persona que funciona como hablante en un momento determinado, funciona como oyente al siguiente. Así, tanto pronombres y verbos llegan a ser activos como signos sólo dentro del DISCURSO, que Benveniste define como «cada verbalización (oral o escrita) que asume un hablante y un oyente, y en el hablante, la intención de influenciar al otro de algún modo» (Benveniste, 1871, págs. 208-209). (Tal y como vimos en la tercera parte, la distinción de Benveniste entre histoire y discours, entendida la primera como una verbalización de la que todas las marcas de la enunciación han sido borradas, y la segunda como una verbalización en la que tales marcas están presentes, ha sido altamente productiva dentro de la teoría y el análisis fílmico.) La sociolingüística, entre tanto, explora la inserción de los actos de habla dentro de una formación cultural o social dada. Podemos distinguir, en este contexto, entre el texto, como un objeto semiótico concreto o complejo de signos con una unidad socialmente adscrita, y el discurso que hace referencia a los procesos semióticos- sociales dentro de los cuales los textos están insertados. El ANÁLISIS DEL DISCURSO hace referencia a la búsqueda de regularidades lingüísticas, tales como «cohesión», en el interior de los discursos. Dentro de una tradición más politizada, el análisis del discurso, tal y como es practicado por sociolinguistas feministas así como lingüistas del lenguaje cotidiano como Pecheux y Halliday, presta atención a los modos en los que disposiciones asimétricas de poder afectan al uso cotidiano de la lengua, el modo en el que las desigualdades sociales son reforzadas, opuestas o negociadas dentro del lenguaje.

El DISCURSO constituye también un término clave en los escritos del filósofo e historiador francés Michel Foucault. Discurso, para Foucault, es más que un conjunto
de afirmaciones; más bien tiene materialidad social y particularidad ideológica, y
siempre está imbricado con el poder. Siguiendo a Nietzsche, Foucault da el nombre
de GENEALOGÍA a su método de analizar la naturaleza y el desarrollo de las modernas
formas de poder. Más que analizar la cultura en términos semiológicos de «sistemas
de signos», Foucault considera la cultura como una constelación social de lugares de
poder. Así, Foucault basa el discurso en relaciones de poder, y específicamente en las formas de poder encarnadas en lenguajes especializados e institucionalizados.

La genealogía de Foucault se ocupa de REGÍMENES DISCURSIVOS, es decir, los procesos, procedimientos y aparatos mediante los cuales se produce la verdad y el conocimiento. «Verdad», dentro de una perspectiva foucaultiana, es un constructo explotado y dominado por grupos en lucha. Foucault estudia el discurso en primer lugar como un fenómeno histórico. El análisis del discurso para Foucault implica
investigación sobre las condiciones históricas, las relaciones de poder, que facilitaron, pero que no determinaron totalmente, su emergencia. Foucault habla de FORMACIONES DISCURSIVAS, es decir las prácticas lingüísticas y las instituciones que
producen las demandas de conocimiento, normalmente correlacionables con un poder diseminado, dentro del cual existimos socialmente. Los discursos para Foucault tienen una función mayéutica, dotan de existencia a los objetos culturales al nombrarlos, definiéndolos, delimitando su campo de operación. Estos objetos de conocimiento llegan así a estar unidos a prácticas específicas, por ejemplo, aquellas
del criminólogo, el psiquiatra, el administrador, el legislador. La práctica realiza
y sitúa las condiciones para el discurso, mientras que el discurso, recíprocamente,
retroalimenta verbalizaciones que facilitan la práctica. El concepto de formación
discursiva, aunque influenciado por el marxismo, marcó una aguda separación de las concepciones marxistas del poder centrado en el Estado. Mientras que el marxismo clásico vio el poder y la represión considerando que emanaban del Estado burgués, Foucault concibe el poder como omnipresente, dispersado alrededor de las diversas relaciones del campo social. A diferencia de las formas tempranas de poder, el poder contemporáneo es continuo, capilar y productivo. La crítica de Foucault tuvo el resultado paradójico de parecer ofrecer, por un lado, un salida a los impases más deterministas del marxismo, mientras que por otro lado postulaba una sociedad disciplinaria donde el poder era tan penetrante y se infiltraba en tantas partes que se convertía en virtualmente «inaprehensible».

Los análisis del poder realizados por Foucault tienen relevancia no sólo para el análisis del cine como institución, sino también para las mismas películas y su relación con el espectador. Hasta este punto, sin embargo, los estudios cinematográficos han mostrado menos interés en el Foucault «postestructuralista» que en el igualmente postestructuralista Lacan. En Film Theory: An Introducción (1988), Robert Lapsley y Michael Westlake señalan algunos de los problemas al extrapolar las teorías de Foucault al cine:
1) Foucault nunca explicó cómo se produce el cambio, cómo un discurso o régimen viene a ceder lugar a otro (una cuestión sobre la que el marxismo tenía una idea más precisa);
2) los conceptos de Foucault tenían una relación más obvia con cuestiones cinematográficas «compartidas» con otros medios como la literatura, por ejemplo, cuestiones de autoría y realismo, que con cuestiones específicamente cinemáticas; y
3) la pretensión de Foucault de que el sujeto era producido en el interior del discurso no estaba acompañada de ninguna explicación del modo exacto en que el sujeto era formado.

Pese a que Foucault no analizara el papel de los medios de comunicación al transmitir el discurso y las relaciones de poder, los analistas del cine han hecho uso ocasional de ciertos conceptos foucaultianos. Dana Polan hace uso efectivo de las
categorías foucaultianas en su estudio del «poder y la paranoia» en el cine americano de los años cuarenta, demostrando los modos en los que los «relatos de los civiles en la retaguardia» servían para disciplinar la aberración: «El discurso del esfuerzo de la guerra estimula una microfísica del poder en la que un ciudadano espía
a otro ciudadano, donde todo el mundo vive bajo el escrutinio de una mirada implacable » (Polan, 1986, pág. 78).

Aunque es difícil señalar en dirección a una teoría del cine foucaultiana, diversos
críticos han estudiado películas concretas en términos del análisis de Foucault
de las instituciones. Se han basado, por ejemplo, en el concepto de Foucault del RÉGIMEN PANÓPTICO, es decir, un régimen de visibilidad sinóptica diseñado para facilitar una visión general «disciplinar» de la población de una prisión, cuyo mejor
ejemplo es el diseño de prisiones posterior al PANOPTICON de Bentham, es decir, anillos de celdas iluminadas desde la parte de atrás rodeando una torre central de observación. Ya que el panopticon instala una mirada unidireccional asimétrica —el científico o guardián puede ver a los internos pero no al revés— ha sido comparado a la situación voyeurística del espectador del cine. L. B. Jeffries, al principio de La ventana indiscreta (The rear window, 1954), observando el mundo desde una posición resguardada, sometiendo a sus vecinos a una mirada controladora, se convierte en el espectador-guardián, como si estuviera en un panopticon privado, donde él observa las salas («pequeñas sombras cautivas en las celdas de la periferia) de una prisión imaginaria. La descripción de Foucault de las celdas del panopticon, «tantas jaulas, tantos pequeños teatros, en los que el actor está solo, perfectamente individualizado y constantemente visible», de algún modo describe la escena expuesta a la mirada de Jeffries.

El poder, para Foucault, se entiende mejor no en los términos macropolíticos de clase y estado, sino en los términos micropolíticos de redes de relaciones de poder en el interior de las instituciones locales. Dan Armstrong utiliza un marco foucaultiano para mostrar cómo el documentalista Frederick Wiseman explora en su oeuvre un continuum de instituciones sociales que van desde la prisión a la sociedad en el sentido más amplio, demostrando «una extensa racionalidad y economía de poder
en funcionamiento, dando forma, normalizando y objetivizando sujetos con propósitos
de utilidad y control social». Las formas normalizadoras de poder institucional reveladas en el «archipiélago carcelar» de Wiseman, señala Armstrong, se corresponden
exactamente con la noción de Foucault de prácticas divisorias, es decir, métodos de observación, clasificación y objetivización en los que está dividido el sujeto (tanto dentro de sí mismo y de otros) y así regulado y dominado. Armstrong divide el trabajo de Wiseman en tres grupos de películas, investigando cada uno bajo una dinámica política diferente: confinamiento y castigo en Titicut Follies y Juvenile Court; asistencia sanitaria y disciplinas productivas de la escuela, lo militar, la religión y el trabajo en High School, Basic Training, Essene y Meat. Wiseman, así, anatomiza la producción social de individuos dóciles mientras que al mismo tiempo subraya el fracaso parcial de este intento de instrumentalizar al sujeto.

La semiótica social

Tanto el estructuralismo como el postestructuralismo tenían en común el hábito de «colocar entre paréntesis al referente», es decir insistir más en las interrelaciones de los signos que en cualquier correspondencia entre signo y referente. En su crítica al realismo, ambos, estructuralismo y postesturcturalismo, ocasionalmente llegaron al extremo de separar el arte de toda relación con el contexto social e histórico. Pero no todas la teorías aceptaron la visión pansemiótica de lo que Edward Said llamó texto «pared-frente-pared». Algunos defendieron que la naturaleza codificada y construida del discurso artístico difícilmente excluye toda referencia a la realidad. Incluso Derrida, cuya obra fue utilizada con frecuencia para justificar un rechazo generalizado de todas las demandas de verdad, se quejó de que su visión de texto y contexto «abarca y no excluye al mundo, realidad, historia ... no suspende la referencia» (en Norris 1990; pág 44). Las ficciones fílmicas como las literarias inevitablemente ponen enjuego las presuposiciones diarias, no sólo sobre el espacio y el tiempo, sino también sobre las relaciones sociales y culturales. Si el lenguaje estructura el mundo, el mundo también estructura y da forma al lenguaje; el movimiento no es unidireccional. La historia influye en la estructura, el sistema socialmente vivido de diferencias que es el lenguaje.
Uno de los desafíos para la semiótica ha sido avanzar un nexo entre texto y contexto, para evitar las trampas gemelas de un formalismo vacío y de un sociologismo
determinístico. En esta última sección, examinaremos dos corrientes dentro de la tradición semiótica que intentan dar forma a este nexo; la semio-pragmática y la translingüística bakhtiniana.

El objetivo de la SEMIOPRAGMÁTICA, un movimiento especialmente asociado con los nombres de Francesco Casetti y Roger Odin, es estudiar la producción y la lectura de películas en la medida en que constituyen prácticas sociales programadas. En la lingüística, la pragmática consiste en aquella rama de la lingüística que se ocupa de lo que se revela entre el texto y su recepción, es decir, los modos en que el lenguaje produce significado e influencia a sus interlocutores. La semiopragmática prolonga las especulaciones de Metz en El significado imaginario, referidas al papel activo del espectador cuya mirada hace existir a la película. La semio-pragmática está menos interesada en un estudio sociológico de los espectadores reales que en la disposición psíquica del espectador durante la experiencia fílmica, no en los espectadores tal y como son en la vida, sino los espectadores como la película «quiere» que sean. Dentro de esta perspectiva, tanto la producción y la recepción del cine son actos institucionales que implican papeles modelados por una red de determinaciones generadas por el espacio social mas amplio. En Dentro lo Sguardo: II Film e il suo Spettatore (1986), Francesco Casetti explora los modos en los que el cine marca la presencia y asigna una posición al espectador, induciéndole a seguir un itinerario. Mientras que los primeros semióticos del cine veían al espectador como un descodificador relativamente pasivo de códigos preestablecidos,
Casetti ve al espectador como «interlocutor» activo e interpretante.

El «espacio de comunicación» (Odin, 1983) constituido conjuntamente por el productor y el espectador es muy diverso, abarca desde el espacio pedagógico de la clase, el espacio familiar de la película casera, hasta el espacio ficcional de entretenimiento
de la cultura de los medios de comunicación de masas. Gran parte de la historia del cine ha consistido en un continuo perfeccionamiento de la técnica, el lenguaje y las condiciones de recepción para los requerimientos de la ficcionalización.

En las sociedades occidentales, y cada ve más en todas las sociedades, el espacio de la comunicación ficcional se está convirtiendo en el espacio dominante. La FICCIONALIZACIÓN hace referencia a los procesos mediante los cuales se hace que el espectador responda a la ficción, los procesos mediante los cuales nos movemos y nos llevan a identificarnos, amar u odiar a los personajes. Odin divide estos procesos en siete operaciones distintas: 1) FIGURATIVIZACIÓN, la construcción de signos analógicos audiovisuales; 2) DIEGETIZACIÓN, la construcción de un «mundo» ficticio; 3) NARRATIVIZACIÓN, la temporalización de los hechos que implica a sujetos antagónicos; 4) MOSTRACIÓN, la designación de un mundo diegético sea «verdadero» o «construido» como «real»; 5) CREENCIA, el régimen de escisión mediante el que el espectador es, de forma simultánea, consciente de estar en el cine y de experimentar la película percibida «como si» fuera real; 6) MISE-EN-PHASE (literalmente «colocar en fase» o situar al espectador), es decir la operación que dispone todas las instancias fílmicas al servicio de la narración, movilizando el trabajo rítmico y musical, el juego de miradas y encuadre, para hacer al espectador vibrar al ritmo de los hechos fílmicos; y 7) FICTIVIZACIÓN, es decir, la modalidad intencional que caracteriza el estatus y el posicionamiento del espectador, que ve al enunciador de la película no como un yo originario, sino como ficticio. El espectador sabe que está presenciando una ficción que no le llegará personalmente, una operación que tiene el resultado paradójico de permitir así movilizar al espectador en las mismas profundidades de la psique. El CINE DE FICCIÓN, para Odin, es aquel cine concebido para adoptar las siete operaciones mencionadas anteriormente. El CINE DE NO FICCIÓN, desde esta perspectiva, se refiere a aquellas películas que bloquean algunas o todas las operaciones ficcionalizadoras.

Odin también habla de una nueva clase de espectador formado por el ambiente de las comunicaciones posmodernas. Tomando como ejemplo la «actualización » musical en 1984 por Giorgio Moroder de Metrópolis (1926), de Fritz Lang, Odin destaca procesos, como el coloreado, que des-componen la película, presentándola como «superficie». (El análisis de Odin es fácilmente extrapolable para los vídeos musicales music-video). En lugar de la usual estructura terciaria de película, narración y espectador, encontramos una estructura dual en la que la película actúa directamente sobre el espectador, que vibra no por una ficción sino por variaciones de ritmo, intensidad y color, a lo que Baudrillard llama «energías plurales», e «intensidades fragmentarias». Esta mutación del espacio social genera una «nueva economía espectatorial», producto de la crisis de las «grandes relatos de legitimación» (Lyotard, 1979, trad. 1984) y del «final de lo social» (Baudrillard, 1983), y a un nuevo espectador menos alerta a «historias» que a la descarga energética del flujo de música e imágenes. La comunicación da lugar a la comunión.

Jean Baudrillard, por otro lado, en un trabajo que al tiempo amplía y revisa la semiótica y la teoría marxista, mientras incorpora las teorías antropológicas de Marcel Mauss y George Bataille, defiende que el mundo contemporáneo de alteraciones
realizadas por los medios de comunicación de masas supone una nueva economía del signo, y una actitud hacia la representación consecuentemente alterada. Esta nueva era está caracterizada por la SEMnjRGiA, el proceso mediante el cual la producción y la proliferación de signos por los medios de comunicación de masas ha sustituido la producción de objetos como el motor de la vida social y como un medio de control social. En «La precisión del simulacro» (Baudrillard, 1983a), Baudrillard sitúa cuatro fases a través de las cuales la representación ha cedido a la simulación no cualificada; una primera fase en la que el signo «refleja» una realidad básica; una segunda fase en la que el signo «enmascara» o «distorsiona» la realidad; una tercera fase en la que el signo enmascara la ausencia de realidad; y una cuarta fase en la que el signo se convierte en mero SIMULACRO, es decir una pura simulación no teniendo relación de ningún tipo con la realidad. Con la HIPERREALIDAD, el signo se vuelve más real que la misma realidad. La desaparición del referente e incluso del significado sólo deja tras de sí un espectáculo sin fin de significantes vacíos.
Los críticos de Baudrillard, como Douglas Kellner y Christopher Norris, le acusaron de «fetichismo sígnico». Para Kellner (1989), Baudrillard es un «idealista semiológico» que abstrae los signos de sus cimientos materiales, mientras que Norris (1990) describe el proyecto de Baudrillard al afirmar que da como resultado un «platonismo invertido», un discurso que sistemáticamente promueve lo que para Platón eran términos negativos (retórica, apariencia, ideología) sobre sus posibles contrarios. El hecho descriptivo de que nosotros actualmente habitamos un mundo irreal de manipulación de los mass-media y políticas hiperreales no significa para Norris que no sea posible una alternativa.

Baudrillard, junto con Fredric Jameson y Francois Lyotard, es uno de los más importantes teorizadores de un constructo teórico llamado POSMODERNISMO. Aunque un diccionario semiótico difícilmente es el lugar para definir semejante término creador y definidor de una época, podemos por lo menos esbozar algunas de las características del debate. El mismo término «posmodernismo», tal y como han señalado
muchos analistas, ha sido «estirado» hasta un punto de ruptura, exhibiendo una capacidad proteica para cambiar de significado en diferentes contextos nacionales y
disciplinarios, viniendo a designar un montón de fenómenos heterogéneos, abarcando
desde detalles de décor arquitectónico a amplios giros en la sensibilidad social o
histórica. Para Dick Hebdige (1988), el posmodernismo se parece a la visión del
lenguaje de Saussure como un sistema «sin términos positivos». Hebdige distingue
dentro del posmodernismo tres «negaciones fundamentales»: 1) la negación de la
totalización, es decir una antagonismo frente a discursos que se dirigen a un sujeto
trascendental, definen una naturaleza humana esencial, o proscriben objetivos humanos
colectivos; 2) la negación de la teleología (bien bajo la forma de propósito autorial o destino histórico); 3) la negación de la utopía (es decir un escepticismo
acerca de lo que Lyotard llama los «grandes relatos» de Occidente, la fe en el progreso, la ciencia o la lucha de clases). En su prefacio de The Anti-Aesthetic (1983), Hal Foster distingue entre posmodernismo neoconservador, antimodernista y crítico, defendiendo, finalmente, un POSMODERNISMO DE RESISTENCIA, es decir una «cultura de resistencia» posmoderna, como una «práctica de oposición no sólo a la
cultura oficial de la modernidad sino también a la "falsa narratividad" de un posmodernismo reaccionario» (Foster, 1983; pág. XII del prefacio).

Mientras algunos analistas encontraron el posmodernismo al estilo de Baudrillard
derrotista y políticamente aquiescente, otros situaron lo posmoderno como el lugar de lucha frente y dentro de la representación. La translingüística bakhtiniana, aunque no formulada con el postmodernismo en mente, es en este sentido relevante para los debates contemporáneos. En libros como El método formal en los estudios literarios y La imaginación dialógica, Bakhtin reformula la cuestión del «realismo» de un modo compatible con el postestructuralismo. Bakhtin defiende que la conciencia humana y la práctica artística no se ponen en contacto directamente con la existencia, sino a través del medio del mundo ideológico circundante.

La literatura, y por extensión el cine, no se refiere tanto, o llama, al mundo como
representa sus lenguajes y discursos. Más que un reflejo de lo real, o incluso una
refracción de lo real, el arte es una refracción de una refracción, es decir, una versión mediada de un mundo socioideológico ya textualizado. Al situar entre paréntesis la cuestión de «lo real» y enfatizar en su lugar la representación artística de lenguajes y discursos, Bakhtin reubica la cuestión con el fin de evitar lo que los teóricos literarios llaman la ILUSIÓN REFERENCIAL, es decir la idea de que los textos «vuelven a referir» a cierto núcleo anecdótico o verdad preexistente. La formulación de Bakhtin evita un visión ingenuamente «realista» de la representación artística, sin llegar a un «nihilismo hermenéutico» por el cual todos los textos son vistos como nada más que un juego infinito de significaciones. Bakhtin rechaza formulaciones ingenuas del realismo, en otras palabras, nunca abandona la noción de que las representaciones artísticas están al mismo tiempo profunda e irrevocablemente imbricadas en lo social, precisamente porque los discursos que el arte representa son ellos mismos sociales e históricos.

Diversos analistas del cine (de forma destacada Vivian Sobchack, Margaret Morse, Paul Willemen, Kobena Mercer, Mary Desjardins, Patricia Mellenkamp y Robert Stam) han desplegado las categorías de Bakhtin como un modo de avanzar nexos y homologías entre un mundo «textualizado» de discursos sociales y el «mundo del texto». Bakhtin acuño el término CRONOTOPO, literalmente espacio-tiempo, para referirse a la constelación de características distintivas temporales y espaciales, de géneros específicos, que funcionan para evocar la existencia de una vida-mundo independiente del texto y de su representación. En «Formas del tiempo y cronotopo en la novela», Bahktin (1981) sugiere que el tiempo y el espacio en la novela están intrínsecamente conectados ya que el cronotopo «materializa el tiempo en el espacio ». El chronotrope media entre dos órdenes de experiencia y discurso, el histórico y el artístico, proporcionando ambientes Acciónales donde constelaciones específicamente históricas de poder se hacen visibles. A través de la idea del cronotopo, Bakhtin muestra cómo estructuras espaciotemporales concretas en literatura —el bosque atemporal del romance, el «ninguna parte» de las utopías Acciónales, los caminos y posadas de la novela picaresca— limitan las posibilidades narrativas, dan forma a la caracterización y modelan una imagen discursiva de la vida y el mundo.

Estas estructuras concretas espaciotemporales en la novela son correlacionables con
el mundo real histórico pero no equiparables con él, ya que siempre están mediatizadas por el arte; el mundo representado, no obstante realista y verdadero, nunca puede ser cronotópicamente idéntico al mundo real que representa. Aunque Bakhtin no se refiere al cine, su categoría parece idealmente ajustada a él como un medio donde «indicadores espaciales y temporales están fundidos en una totalidad concreta cuidadosamente planificada». La descripción de Bakhtin de la novela como el lugar donde «el tiempo se densifica, cobra carnalidad, se vuelve artísticamente visible» y donde «el espacio se convierte en cargado y sensible a los movimientos del tiempo, la trama y la historia» parece, en cierta manera, incluso más apropiado para el cine que para la literatura, porque mientras que la literatura se agota a sí misma dentro de un espacio léxico virtual, el chronotrope cinemático es literalmente desplegado de forma concreta a través de una pantalla con dimensiones específicas y se desdobla en tiempo literal (normalmente veinticuatro fotogramas por segundo) bastante alejado del espacio-tiempo ficticio construido por películas concretas. Diversos analistas han desarrollado la noción del chronotrope para historizar la discusión sobre el espacio, el tiempo y el estilo en el cine. En su «Lounge Time: Post-War Crises and the Chronotope of Film Noir», Vivían Sobchack extiende el análisis cronotópico al film noir como un espacio/tiempo cinemático unido cronotópicamente a la crisis de valores de las posguerra." Sobchack defiende que los cronotopos no son meramente los fondos espaciotemporales de los hechos narrativos, sino también el terreno literal y concreto del que emergen el relato y el personaje como la temporalización de la acción humana. El contraste diacrítico que estructura el film noir, para Sobchack, se da por un lado entre el impersonal espacio discontinuo rasgado de un salón de cocktails, un nightclub, un hotel y un café de carretera, y por otro lado el espacio seguro, no fragmentado de la domesticidad. El cronotopo del cine noir, defiende Sobchack, celebra perversamente la histeria reprimida de un momento cultural de posguerra donde la coherencia doméstica y económica estaban fracturadas, espacializando y concretizando una «libertad» al mismo tiempo atractiva y espantosa, y en última instancia ilusoria.

La translingüísitca bakhtiniana proporciona otras categorías conceptuales que facilitan el paso desde lo textual a lo extratextual. En «Problemas de los géneros del habla» (Bakhtin, 1986), Bakhtin proporciona conceptos extremadamente sugerentes
susceptibles de extrapolación para el análisis del cine. Bakhtin elabora su concepción de un continuum de géneros del habla, que van desde los GÉNEROS PRIMARIOS
DEL HABLA, formas relativamente simples como los saludos diarios o los aforismos
literarios, hasta GÉNEROS SECUNDARIOS DEL HABLA, géneros más complejos del discurso literario y científico, desde la épica oral a un tratado multivolumen. El espectro de los géneros del habla abarca así todo el camino desde «las breves replicas del diálogo ordinario», a través de la narración diaria, la orden militar, hasta todos los géneros literarios (desde el proverbio hasta la novela multivolumen) y otros «géneros de habla secundarios», tales como géneros principales de comentario e investigación sociocultural. Los géneros secundarios complejos se extraen de los géneros primarios de habla no mediada, comulgan con ellos y los influencian también
en un proceso de constante flujo hacia delante y hacia atrás. Una aproximación translingüística a los géneros del habla en el cine podría correlacionar los géneros de habla primaria —conversaciones familiares, diálogo entre amigos, encuentros casuales, intercambio trabajador-jefe, discusión de clase, chanzas de fiesta de cocktails, órdenes militares— con su mediación cinemática secundaria. Analizaría la corrección con la cual el cine clásico de Hollywood, por ejemplo, se ocupa de las típicas situaciones de habla tales como el diálogo de dos personas (normalmente el
ping-pong tradicional de plano/contraplano), enfrentamientos dramáticos (las confrontaciones verbales del western y las películas de gángsters) así como de las más vanguardistas subversiones de tal corrección. Toda la carrera de Godard constituye un prolongado ataque contra las convenciones de Hollywood para tratar situaciones discursivas en el cine, de donde su rechazo de planos/contraplanos o planos sobre el hombro para el diálogo a favor de aproximaciones alternativas: bandas laterales tipo péndulo (El desprecio), extensos planos secuencia (Masculin/Féminin) y situaciones no ortodoxas de los cuerpos de los interlocutores (Vivir su vida).

En la vida social de la expresión (utterance), sea tal expresión una frase proferida
verbalmente, un texto literario, una tira cómica o una película, cada «palabra»
está sujeta a pronunciaciones rivales y «acentos sociales». Bakhtin y sus colaboradores inventaron un grupo completo de términos para evocar los complejos códigos sociales y lingüísticos que gobiernan las pronunciaciones rivales y acentos (la mayoría de los términos tienen connotaciones verbales y musicales simultáneas)
Bakhtin utiliza el término MULTIACENTUALIDAD para referirse a la capacidad del signo para cambiar de significado dependiendo de las circunstancias de uso tal y como son definidas por la interacción dialógica. Si estos términos son apropiados para el cine resulta obvio cuando recordamos que el cine de ficción, y especialmente el cine sonoro, puede ser visto como la mise-en scene de situaciones de habla reales, como la contextualización visual y aurática del habla. El cine sonoro está perfectamente cualificado para presentar lo que Bakhtin llama ENTONACIÓN, aquel fenómeno que descansa sobre la frontera de lo verbal y lo no verbal, de lo hablado y lo no hablado, y que «insufla la energía de la situaciones de la vida real en el discurso» impartiendo «movimiento histórico activo y singularidad». El cine está espléndidamente equipado para presentar los aspectos extraverbales del discurso lingüístico, precisamente esos sutiles factores contextualizadores evocados por la «entonación». En el cine sonoro, nosotros no sólo oímos las palabras, con su acento y entonación, sino también presenciamos la expresión facial o corporal que acompaña las palabras, la postura de arrogancia o resignación, la ceja levantada, la mirada de desconfianza, la mirada irónica que modifica ostensiblemente el significado de una expresión, en resumen todos esos elementos que los analistas del discurso nos han enseñado a ver como tan esenciales para la comunicación social.

En un pasaje breve, pero extremadamente sugerente, de El método formal en los estudios literarios, Bakhtin ofrece otra herramienta conceptual para ocuparse de la intersección del lenguaje con la historia y el poder. Habla de Taktichnost o TACTO DE HABLA, como refiriéndose a una «fuerza formativa y organizadora» dentro del intercambio cotidiano del lenguaje. Tacto se refiere al «conjunto de códigos que gobierna la interacción discursiva» y es «determinado por el agregado de todas las relaciones sociales de los hablantes, sus horizontes ideológicos y, finalmente, la situación concreta de la conversación» (Bakhtin y Medvedev, 1985, págs. 95-96). La noción de «tacto» es extremadamente sugerente para la teoría y el análisis fílmico; puede ser aplicada directamente a los intercambios verbales en el interior de la diégesis, y figuradamente al «tacto» implicado en el diálogo metafórico de géneros y discursos dentro del texto, así como al «diálogo» entre la película y el espectador.

El tacto evoca también las relaciones de poder entre el cine y el público. ¿Asume el cine distancia o algún tipo de intimidad? ¿Domina el cine sobre el público al modo de las «superproducciones» y los «superespectáculos» de Hollywood (los mismo términos implican arrogancia o agresión) o es obsequioso e inseguro?

La dramaturgia del cine tiene su tacto especial, formas de sugerir, mediante la colocación de la cámara, encuadre y actuación, fenómenos tales como intimidad o distancia, camaradería o dominación, en resumen todas las dinámicas sociales y personales que funcionan entre los interlocutores. Bajo la presión combinada de la translingüística bakhtiniana, la desconstrucción derridiana, el posmodernismo de Lyotard y la teoría de la simulación de Baudrillard, está ahora claro que la semiótica como proyecto de unificación metodológica ha sido radicalmente refundida, en el interior de un contexto alterado. Los proyectos teóricos son ahora modestos, menos totalizadores. Mientras que la teoría fílmica se desarrollaba en los sesenta y los setenta sobre la base de conceptos tomados prestados de las ciencias humanas (lingüística y psicoanálisis), en los ochenta y los noventa encontramos intereses renovados en la naturaleza específica y la historia del mismo cine, y especialmente en su relación con un espectador situado social e históricamente, atravesado por el género, raza, etnicidad, clase y sexualidad.

Muchos analistas han abandonado los métodos de inspiración francesa en favor de
estudios enraizados en la teoría crítica germana o los Cultural Studies angloamericanos. Pero ninguno de estos movimientos están exentos de la influencia de la semiótica; son ricos en huellas y vestigios, en el vocabulario conceptual y en las presuposiciones metodológicas de la semiótica. Aunque puede que la semiótica nunca más sea la moda imperiosa que una vez fue, todos los movimientos actuales de
moda le deben mucho y probablemente no existirían si la semiótica no hubiera preparado el terreno. La semiótica se ha convertido en diaspórica, diseminada y dispersa entre una pluralidad de movimientos. El proyecto ahora, quizás, es alcanzar
una práctica teórica y crítica que sintetizara el empuje interdisciplinar de la primera fase (estructuralista) de la semiótica con la crítica del dominio y del sujeto unificado característico del postestructuralismo, todo combinado con una «semiótica social» translingüística sensible a las inflexiones culturales y políticas de la «vida de los signos en la sociedad».


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