martes, 19 de noviembre de 2013

Frans van Eemeren, Retórica en pragmadialéctica


Rhetoric in pragma-dialectics[1]
Frans H. van Eemeren and Peter Houtlosser
Department of Speech Communication,
Argumentation Theory and Rhetoric,
University of Amsterdam


1. Análisis pragma dialéctico del discurso argumentativo.

En las dos décadas pasadas un grupo de académicos de la Universidad de Ámsterdam junto con algunos colegas de otras universidades, se han dedicado al desarrollo del método pragma - dialéctico para el análisis del discurso argumentativo. El análisis apunta a alcanzar una perspectiva analítica del discurso que incorpore todo lo necesario para una evaluación crítica. Van Eemeren, Grootendorst, Jackson y Jacobs observan en Reconstructing Argumentative Discourse:

“Para algunos, la raison d’être de los estudios argumentativos es el análisis crítico del discurso argumentativo, la interpretación y evaluación de los casos de argumentación a la luz de los estándares normativos de la conducta argumentativa”. (1993;37)

La perspectiva analítica incluirá una descripción de la diferencia de opinión que subyace en el centro del discurso, el punto de partida elegido con relación a la diferencia, los argumentos esgrimidos para resolverla, los esquemas argumentativos empleados en estos argumentos, la estructura argumentativa, etc.

Al analizar el discurso argumentativo se asume que el discurso es el orientado básicamente a la resolución de las diferencias de opinión y que la argumentación y cada acto de habla ejecutado en el discurso con la perspectiva de resolución de las diferencias puede ser visto como parte de una discusión crítica. Comenzando por este punto de partida, se ha desarrollado un modelo pragma dialéctico del curso de resolución, sus pasos y los diferentes tipos de instrumentos del acto de habla en cada nivel. Analíticamente, en el proceso de resolución de una diferencia de opinión se pueden diferenciar cuatro pasos:

  • la confrontación,
  • la apertura,
  • la argumentación y
  • la conclusión.

El modelo de una discusión crítica sirve como una herramienta heurística en el proceso de reconstrucción de todos los implícitos o actos de habla opacos que se encuentran en la práctica de la argumentación ordinaria que son relevantes para una evaluación crítica del discurso. La reconstrucción se vincula con un número de operaciones analíticas que son instrumentales para la identificación de los elementos en el discurso que pueden tener una función en la resolución de las diferencias de opinión. Un problema central en el análisis es que la reconstrucción debería ser relevante para los interesados en el análisis normativo, confiable para las intenciones expuestas y comprensibles para los actores ordinarios que producen el discurso.

2. Racionalidad instrumental en el discurso ordinario.

En Reconstructing Argumentative Discourse, Van Eemeren, Grootendorst, Jackson y Jacobs hicieron un esfuerzo para explicar a sus lectores cómo actúa el análisis pragma dialéctico. Para quienes sostienen esta posición en cada forma de comunicación e interacción a través de actos de habla, y en la argumentación en particular, hay una cierta normatividad comprometida:

“Los usuarios del lenguaje ordinario comprometidos en el discurso argumentativo tratan de cumplir con ciertos estándares y esperan de los otros el mantenimiento de estos estándares. Pueden comprometerse en compartir una orientación que resuelve una diferencia de opinión y en el cumplimiento de normas que son instrumentales para este propósito. El modelo pragma dialéctico de la discusión crítica es, en resumen, una descripción de lo que el discurso argumentativo debería parecer si sólo y óptimamente apuntara a resolver diferencias”.

En la práctica, las personas que toman parte en el discurso argumentativo a menudo aparecen comprometidas en alcanzar otros objetivos que no son sólo la resolución de una diferencia de opinión. A veces, por ejemplo, los escritores o hablantes están ansiosos para que se los perciba como simpáticos e inteligentes. De todas formas, incluso si otros objetivos pueden ser importantes, no previenen al público de la persecución al mismo tiempo de la resolución de una diferencia de opinión. Puede ser bien el caso que otro objetivo es, en algún sentido, coincidente con la resolución de la diferencia. En este general y débil sentido, hay una aspecto retórico (pragmático) de todo el discurso argumentativo: los participantes están siempre buscando los efectos que más le convienen. En esta perspectiva, hay también un aspecto retórico del discurso argumentativo en un sentido más fuerte y específico: quien toma parte en un discurso argumentativo trata de resolver la diferencia de opinión para su propio bien, y su uso del lenguaje y otros aspectos de su conducta son diseñados para alcanzar precisamente este efecto. Esto, por supuesto, no significa que los participantes están interesados exclusivamente en mantener las cosas como están. Como una regla, pretenderán por lo menos están interesados primariamente en la resolución de sus diferencias de opinión. La gente que se compromete en el discurso argumentativo puede considerarse como comprometida por lo que ha dicho o implicado. Si un movimiento no es exitoso, no se puede evadir de su responsabilidad dialéctica diciendo “era sólo retórico”. Aunque trate de todas las formas que pueda de que su punto de vista sea aceptado, debe sostener su imagen de gente que apuesta a resolver un juego a partir de reglas.

El balance entre la resolución de la gente y el objetivo pensado con el objetivo retórico de tener su propia posición aceptada regularmente da lugar a maniobras estratégicas como buscan alcanzar sus obligaciones dialécticas sin sacrificar sus objetivos retóricos. Tratan de hacer un empleo retórico de las oportunidades ofrecidas dentro de la situación dialéctica para concluir las diferencias de opinión en su propio favor. Partiendo de la premisa que la retórica puede ser considerada para actuar dentro de un marco dialéctico, se investigarán en qué medida dentro de las estrategias retóricas usadas en la resolución de una diferencia de opinión puede ser útil para profundizar y fortalecer el análisis pragma dialéctico del discurso argumentativo. Después de una exposición general de nuestra aproximación, nos concentraremos en el peldaño confrontativo de una discusión crítica e ilustraremos el método de análisis reconstruyendo algunos elementos retóricos en un debate acerca de la legitimidad de la caza del zorro que tuvo lugar en Inglaterra en el verano de 1997.

3. Aproximaciones retóricas y dialécticas.

¿Puede combinarse la perspectiva retórica y la dialéctica? Para responder satisfactoriamente a esta pregunta, pensamos que es útil tener una mejor visión de la teoría retórica, comenzando por la retórica clásica. Aunque la retórica se ha desarrollado en varias direcciones, hay una base teórica común que se expresa en algunos puntos iniciales compartidos.

En el Gorgias de Platón, la existencia de un arte retórico válido es puesto en duda, pero en el Fedro Sócrates describe la posibilidad de un ideal, de una filosofía retórica. Según Kennedy (1991) ¿quién puede negar esta observación? La Retórica de Aristóteles brinda el marco conceptual para el estudio retórico. En la definición de Aristóteles la retórica es una “habilidad o capacidad (dynamis) en cada caso para ver los medios posibles de persuasión”. Veía los argumentos como el cuerpo esencial de la prueba. Ernest Havet (1846), como es citado por  Murphy y Katula (1994: Cap.3) señaló que “Aristóteles reduce la retórica a la argumentación”.

Es habitual distinguir dos tradiciones en la historia de la retórica: una tradición más aristotélica que enfatiza en aspectos lógicos, otra isocrática que se concentra en el estilo y los aspectos literarios (cf. Kennedy, 1991: 12). En De oratore de Cicerón se evidencia una influencia predominante de Isócrates junto a la perspectiva de Aristóteles. Según Kennedy, no es una exageración decir que, hasta que la Institutio oratoria de Quintiliano fue redescubierta en el siglo XV, la historia de la retórica en Europa es la historia del ciceronismo (1994: 158,181). En los años posteriores una distinción debe formularse entre una retórica persuasiva orientada desde la filosofía, inspirada en Aristóteles y Whaterly que se funda en elementos del discurso que juegan un papel en el convencimiento de la audiencia, y otra elocucionaria, decorativa influida por la retórica de Burke que se concentra en la forma y función de las figuras de estilo y significado.

Aunque la retórica se ha desarrollado desde su inicio en dos direcciones separadas, siempre hubo autores que vieron las conexión entre la retórica y la dialéctica. Mientras Platón opuso la retórica a la dialéctica, para Aristóteles es la imagen espejo o la contraparte (antistrophos) de la dialéctica. Según Green, como cita en Zulick (1997), esta frase indicaría que “no sólo se asemejan en un sentido vago sino que podrían intercambiarse entre sí” (1990: 9-10). Las principales diferencias son que la dialéctica trata de las cuestiones generales y abstractas y toma la forma de preguntas y respuestas, mientras que la retórica trata con casos específicos y con discursos formales de políticas y usos extendidos. Para Cicerón la retórica es también disputatio in utramque partem, hablando en ambos sentidos de una temática. En De inventione dialéctica, Libro tres (1479/1991), una de las más importantes contribuciones humanísticas a la teoría de la argumentación, Agrícola sostiene que la dialéctica y la retórica no pueden ser separadas y suma a ambas en una sola teoría. En esta empresa, también se relaciona con Boecio, cuya posición en De topicis differentiis es que la retórica puede subsumirse bajo la conducción de la dialéctica. En nuestra aproximación, esta idea es retomada a partir de la ubicación de la retórica dentro del marco dialéctico para resolver las diferencias de opinión.

Desde la antigüedad se han hecho varios esfuerzos para reconciliar las diferentes concepciones de la razón que comprenden la dialéctica y la retórica. Como observan Murphy y Katula (1994: Ch. 2), Aristóteles asimiló en la Retórica las posiciones opuestas de Platón y los sofistas. Sin embargo, según algunos modernos teóricos la norma retórica de efectividad está en contradicción con la concepción de razonabilidad que subyace al corazón de la dialéctica. Otros teóricos sostienen que la argumentación que es retóricamente fuerte como una regla obedecerá a los criterios dialécticos (Wenzel, 1990). De todos modos, como se demuestra en el análisis interesante de Leeman del primer discurso de César “Quirites” (1992), la efectividad retórica no excluye el componente dialéctico. La reevaluación de la retórica clásica que tuvo lugar en los últimos años llevó a un conocimiento general que la a-racional – a veces la imagen antiracional – imagen de la retórica debe revisarse. Más o menos como una consecuencia, la oposición formal a la dialéctica debería también moderarse: la retórica como el estudio de las técnicas eficaces de persuasión no es per se incompatible con el ideal crítico de razonabilidad que sostiene la dialéctica.

4. El empleo de la perspectiva dialéctica en el análisis dialéctico.

Si es sin duda cierto que la gente comprometida en el discurso argumentativo en general trata de resolver la diferencia de opinión en su propio beneficio, y las aproximaciones dialéctica y retórica para el análisis del discurso argumentativo son compatibles, entonces no existiría razón para que el análisis dialéctico no se beneficiase de la perspectiva retórica en el manejo estratégico de los movimientos que tengan como propósito el beneficio de este juego. La cuestión entonces es qué estrategia retórica empleada en el discurso es dialécticamente aceptable. Aunque la concepción de estrategia evoca imágenes del arte de soslayar, evadir y acordar, también comprende los medios empleados para llevar adelante un ideal según las preferencias de cada uno. Las estrategias retóricas son diseños de discurso que consisten en un uso sistemático y deliberado de oportunidades disponibles para llevar adelante movimientos que llevan a la resolución de una diferencia de opinión para el beneficio propio.

Debe investigarse cuáles estrategias retóricas se emplean en el discurso para alcanzar el resultado buscado por el escritor o el hablante. Las estrategias retóricas pueden manifestarse ellas mismas en tres niveles:

¨      en la selección del material,
¨      su adaptación a la audiencia y
¨      su presentación.

Para alcanzar un resultado retórico óptimo, los movimientos seleccionados deben ser opciones efectivas con capacidad potencial, los movimientos deben ser en este sentido adaptados a la audiencia que comprenden con las demandas del auditorio, y la presentación de los movimientos deben ser discursiva y estilísticamente apropiados. En cada uno de estos tres niveles, el hablante o el escritor tiene la oportunidad de influir para alcanzar el éxito en la discusión y las influencias pueden suceder simultáneamente. Una estrategia retórica es, en resumen, exitosa si los esfuerzos retóricos en los tres niveles son convergentes, así se da una fusión de las influencias persuasivas.

Cada nivel del proceso de resolución tiene un objetivo dialéctico específico y por lo tanto lleva su propio objetivo retórico. Ya que depende de la fase del discurso alcanzado qué tipo de logros pueden ser accesibles para el escritor o el hablante, los efectos retóricos deben especificarse según el nivel dialéctico. En cada uno de los cuatro niveles de resolución del proceso las partes involucradas en una diferencia de opinión pueden, en cada uno de los tres niveles, tratar de alcanzar una opción estratégica que sirva mejor para sus propios intereses. En el estadio confrontativo, tomando en cuenta las demandas del auditorio y optando por una presentación más sólida, tratan de hacer una elección más efectiva del potencial ofrecido por el espacio disponible de desacuerdo, por ejemplo seleccionando un estatuto de procedimiento conveniente. En el nivel de apertura, donde se ubican los puntos de inicio de la discusión, pueden, por ejemplo, tratar de evadir por medio de preguntas retóricas las concesiones de sus interlocutores que constituyen los puntos de partida que más acuerdan con sus propios intereses. En el nivel argumentativo, tratarán de hacer una selección estratégica de los lugares que son pertinentes para el caso en cuestión, adaptarán sus líneas de defensa a las críticas que pueden anticiparse, sugerirán a partir del señalamiento que estos argumentos son relevantes y también suficientes. Y en el nivel de la conclusión pueden alcanzar el nivel conclusivo que pone afuera toda crítica, presentando un cierre definitivo como en el cierre de la siguiente discusión implícita extraída de Un Espía Perfecto de John Le Carré: “ ¿Amas al viejo? Bien, entonces”.

5. Racionalidad instrumental en la confrontación.

Cuando se ilustra acerca de cómo conocer el empleo de las estrategias retóricas puede ser útil un adecuado análisis del discurso argumentativo, para ello nos concentraremos en las maniobras estratégicas en el nivel confrontativo. El análisis del estadio confrontativo comprende la identificación de las posiciones adoptadas por los participantes con relación a las diferencias de opinión. Una diferencia de opinión se manifiesta en el discurso argumentativo cuando una afirmación del hablante se encuentra con una duda o una contradicción, real o eventual, en una parte de un interlocutor, de manera que se manifiesta el desacuerdo o potencial desacuerdo. Si es claro que el desacuerdo existe, entonces la afirmación que se encuentra con la duda debe ser analizada como un punto de vista y la duda o la contradicción debe verse como una expresión de falta de aceptación. Ambos pueden definirse como actos de habla que se pueden caracterizar en términos de condiciones de felicidad.

Como van Eemeren, Grootendorst, Jackson y Jacobs (1993) lo explican, no sólo las afirmaciones en sí, sino también las proposiciones sucesivas reciben el estatuto de punto de vista. Cada acto de habla implica un número importante de afirmaciones supuestas que son debatibles y que conforman el “espacio de desacuerdo” creado por el acto de habla. El espacio de desacuerdo es un conjunto estructurado de posibles puntos de vista asociados con un acto. Por lo menos parte del espacio de desacuerdo de un acto de habla se sustancia – en términos de creencias, deseos e intenciones – en las condiciones de felicidad de ese acto. Si una de estas creencias, deseos o intenciones alcanza para convertirse en tema de debate por parte del interlocutor, el hablante debe defender un punto de vista acerca de ese tema. Si tal punto de vista no se coloca como tal, sino que es atribuido al hablante por parte del interlocutor, entonces se lo llama punto de vista virtual. Las perspectivas virtuales están organizadas jerárquicamente respecto al acto de habla superordinario que conlleva: están estructurados por los temas asociados con ese acto superordinario. Está ampliamente en las bases de lo que debe llevarse hasta el final por parte del interlocutor que el analista será capaz de seleccionar el punto de vista del tema entre las perspectivas posibles en el espacio de desacuerdo de un acto argumentativo.

Analizar el discurso argumentativo como si estuviera destinado a resolver una disputa significa que el desacuerdo se reconstruye en términos del estadio de confrontación de una discusión crítica. El análisis comienza con la percepción que se tiene de que la diferencia de opinión aparece como una cuestión razonable y no dialéctica. Los involucrados ven esta perspectiva como una ocasión para triunfar por encima de la duda o la oposición y esperan cada una tratar con esta duda u oposición presentando argumentos razonables. Para resolver la diferencia en base a los méritos que se presentan, los temas deben ser externalizados en el discurso.

Es obvio que la confrontación de un punto de vista con las opiniones de los otros a menudo servirá para otros objetivos dialécticos, tales como la provocación o el aburrimiento de los otros. Puede haber también fines involucrados en la presentación del punto de vista que afectan la resolución de una diferencia inmediatamente pero no son estrictamente dialécticos, tales como ganar el debate. Aquel que entre en una confrontación, como una regla, tratará de presentar el desacuerdo de manera tal que las posibilidades de triunfo sean óptimas. Para alcanzar este propósito, dará un sonido retórico a la presentación de su propia instancia y a la del interlocutor.

A primera vista, el objetivo retórico de obtener una posición favorable en la confrontación parece contrario al fin dialéctico de la resolución de la diputa, pero no es necesariamente siempre así. En la medida en que el que confronta no oscurezca la diferencia mistificando las posiciones mutuas o trate de inmunizar su punto de vista contra la crítica, no hay nada incorrecto en tratar de dar forma la diferencia en el sentido que lo lleva a alcanzar una resolución que le permita triunfar en el debate. Lo único no admitido es ser contradialéctico, por ejemplo, reducir las posibilidades de alcanzar una resolución razonable de debate.

Una vez que es reconocido que el objetivo dialéctico puede jugar un rol legítimo en una confrontación dialéctica, puede también volverse claro que los que debaten tienden a maniobrar de tal modo que se alcancen esos objetivos. Tales maniobras estratégicas en una confrontación alcanzarán primariamente para definir el tema de desacuerdo en un sentido que sea favorable al hablante. Dado que esta definición influye en el éxito de la confrontación, también influirá en las posibilidades que tienen los participantes de triunfar en la discusión. Al obtener una visión clara de la confrontación particular y de la diferencia de opinión que los participantes tratan de resolver, el analista se puede beneficiar de una mejor comprensión de estas maniobras estratégicas.

En el nivel de confrontación, el hablante puede, en primer lugar, hacer una selección estratégica del espacio de desacuerdo potencial inherente en el acto argumentativo. Si el acto es no asertivo, sus condiciones de felicidad son la fuente principal para la identificación de este potencial. Si el acto es asertivo, la teoría clásica brinda una especificación de las condiciones de felicidad, que puede ser refinadas incluso más adelante por la diferenciación entre los varios tipos de proposición a los cuales el asertivo puede pertenecer (descriptivo, evaluativo o incitativo). En segundo lugar, el hablante puede poner el tema en una perspectiva que esté de acuerdo con las visiones del antagonista o de la audiencia. En tercer lugar, el hablante puede emplear herramientas de presentación que refuerzan su posición ante la audiencia, por ejemplo, eligiendo formulaciones que brindan atributos positivos para el caso.

6. Mecanismo retóricos de selección del espacio de desacuerdo.

Ilustraremos nuestra perspectiva analizando los aspectos confrontativos de algunas contribuciones recientes acerca del debate sobre la caza del zorro en Gran Bretaña. Esta discusión se originó a partir de un proyecto de ley contra la caza del zorro presentado por un miembro del partido laborista del Parlamento británico, Michael Foster. Los fragmentos de texto analizados corresponden a artículos, comentarios y cartas al director de dos periódicos británicos, The Guardian ( 10 y 11 de julio de 1997) y The Times (11 de julio de 1997) y el periódico danés Het Parool (10 de julio de 1997).
Según la Sociedad Británica de Deportes hay más de trescientas sesiones de caza organizadas por año que involucran 215.000 personas y más de 20.000 perros de caza entrenados. La caza del zorro brinda trabajo a 14.000 personas y se matan cerca de 20.000 zorros por año. Los participantes están de acuerdo en que se debe controlar el número de zorros muertos pero están en desacuerdo con la forma en que debe lograrse. Se mencionan como alternativas la caza con escopeta, con trampa o con envenenamiento pero todas tienen sus desventajas. En el primer nivel de la estrategia retórica de confrontación el tema que debe discutirse es seleccionado de la posibilidad de espacio de desacuerdo. Dado que la discusión se inicia por una cuestión dialéctica si la caza del zorro debe ser prohibida, el espacio de desacuerdo puede, en términos de la teoría clásica del status, especificarse en cuatro tipos de estatutos. El primero, la conjetura, no es útil porque no se puede discutir si existe algo como la caza de zorro. El resto de los tres tipos de estatutos son si la caza debe verse como una crueldad inaceptable (definitio), si puede ser exonerada (qualitas) y si es un tema oportuno para que un gobierno opine (translatio).

Algunos defensores de la caza tratan de hacer un debate para manejar el estatuto de la definición. Este estatuto fue introducido por Michael Foster que señaló que la caza “es una práctica cruel y bárbara que debería haber concluido siglos atrás, como ocurrió con la riña de gallos, el golpe al oso y la pelea de perros”. El conservacionista David Bellamy implícitamente rechaza esta postura señalando que “la verdadera crueldad” es “la muerte de las gallinas y la matanza de las terneras”. En una carta al editor, Melvin Goldsmith de Purleigh señala lo mismo aunque irónicamente:

“Tally ho! Sí, prohibamos la caza de zorros – entonces prohibamos esas desagradables crueles y fatales carreras de caballos como el Premio Nacional – subamos el precio de los alimentos prohibiendo los productos de granja porque son originados también en la crueldad”.

Los defensores tienen un preferencia por el estatuto de la calidad, sostienen su punto de vista refiriéndose la existencia de una tradición consagrada. Michael Heseltine, el jefe de bloque del partido oficialista conservador, llama al proyecto “un vicioso matadero sobre una tradición atesorada de la vida rural”. Arnold Harvey, editor de Caballos y Caza, incluso señala su deseo de “ir a prisión para defender nuestra herencia”. El más fuerte reclamo hacia la tradición, sin embargo provino de Lady Mallalieu diputada laborista:

“La caza es nuestra música, es nuestra poesía, es nuestro arte (...). Es donde hemos hecho nuestras mejores amistades. Es nuestra comunidad. Es todo nuestro estilo de vida.”

El estatuto de translatio es también incorporado al debate. Nicholas Wibberley de Barnstaple escribe irónicamente:

“Sir, es absurdo que la caza sea un problema gubernamental. Debe ser devuelto al ámbito de las parroquias.”

Wibberley claramente no cree que la caza sea un tema digno de ser tratado en el gobierno.

Es remarcable que Heseltine y otros representantes del partido pro caza creen sugerir que el debate no se refiere a la caza sino acerca de las amenazas que se plantean a las tradiciones de la vida rural y de la vida urbana. Uno puede preguntarse por qué se refieren a estas tradiciones. Para comprender lo que está pasando, el analista necesita conocer el tema de la crueldad es difícil de tratar; y también que los pro caza no han avanzado en sus puntos de vista sobre este tema sino más bien que se les ha atribuido a ellos algunos puntos de vista. Es por lo tanto una estrategia de sensibilidad poner el tema de la crueldad como telón de fondo incorporando el tema de las tradiciones urbanas. Combinando esta perspectiva sobre la tradición con algo inherentemente positivo como la vida rural resulta un argumento fuerte, cuya fuerza no disminuye por el hecho que los oponentes de la caza del zorro descartan estas tradiciones como fuera de moda.

7. Formas retóricas de respuesta a las demandas

El segundo nivel de la estrategia de confrontación consiste estratégicamente en el tratamiento de las demandas del auditorio. En la discusión acerca de la caza de zorros, los tópicos del debate están puestos en un perspectiva que es la esperada para llamar la atención del público en general. Los defensores de la caza dan ‘presencia’ a la conexión entre la caza de zorros y la protección de la vida rural. “una prohibición de la caza”, escribe el Times “cambia para siempre el ritmo de las costumbres rurales”. Según el cazador Sam Butler. “la vida urbana cambiará (entonces) su apariencia para siempre”. Het Parool observa que, “primero y principal, los líderes se presentan como protectores de las tradiciones urbanas en contra de quienes se entrometen en la ciudad”.

Algunos defensores de la caza tratan de ganar la aprobación de la audiencia enfatizando los efectos divisores que provoca el proyecto legal. Entre ellos está el nuevo líder de la oposición oficial a la Reina, Willim Hague, quien –aludiendo a la famosa frase de Disraeli – advierte que “el proyecto está creando dos naciones, poniendo la ciudad en contra del campo”. El duque de Roxburgh, por otro lado, está entre las opiniones casi más de izquierda que consideran que la caza es “un buen camino de vinculación de las clases sociales”. El socialismo también parece inspirar a Michael Heseltine. Según The Guardian, “el hombre que desmanteló la industria minera” sostiene que “este proyecto destruiría comunidades, daña el frágil medio ambiente y acabaría con fuentes laborales”.

La perspectiva de la libertad es considerada generalmente como aquella que logra mayor consenso por parte del público. Alex Bowles, director regional de la Sociedad Británica de Deportes, afirma que “la gente se siente amenazada: su libertad está siendo vulnerada, su privacidad amenazada”. Para el pensamiento del sr. Heseltine, el proyecto “representa una muestra de la intolerancia que es ajeno a las más firmes tradiciones británicas de libertad”. Según The Guardian, “le tocó a la laborista señalar los puntos más generales: se trata de la libertad de la gente de elegir cómo viven sus vidas. Se trata de la tolerancia de las minorías”.

Si se debe creer en el partido favorable a la caza, el partido contrario favorece la perspectiva de la guerra entre las clases. William Hague lo señala bastante bruscamente: “Los laboristas parecen creer que están reviviendo una antigua lucha de clases”. John Severs de Durham se enfrenta a esta perspectiva: “No es la envidia a los ricos y privilegiados lo que me lleva a oponerme a la caza de ciervos y zorros sino el tormento que sufren estos animales cuando son perseguidos. (...) Es una cuestión de principios”.

Bel Littlejohn, columnista de The Guardian, después de brindar una vívida descripción de la perspectiva pro caza, ridiculiza la postura de los anti que toman una visión de lucha de clases: “Los miembros informantes trataron de enfatizar que aquellos que se ubican en el campo de los que enfrentan a los deportes sanguinarios están motivados por el odio de clase. ¡Qué falta de tino! Francamente, esto no tiene nada que ver con las clases”. En conjunto discutimos cuatro perspectivas que se suponen convocan la atención de público: la del cuidado del medio ambiente, la de la división entre el campo y la ciudad, la de la libertad personal y las de las desigualdades sociales. Las tres primeras son invocadas por el partido favorable a la caza, la cuarta supuestamente por los contrarios. Para comprender el valor estratégico de invocación de estas perspectivas, el analista debe contar primariamente con el conocimiento de los supuestos que se dan en la discusión y los partidos que están involucrados. Este conocimiento aclarará, por ejemplo, que si se invoca la perspectiva de la lucha de clases por parte del partido anti caza, debe entenderse como un llamado para quienes consideran que Inglaterra es una sociedad clasista. Ya que esta gente puede aún sostener el caso de la anti caza, sin embargo no es probable que esta sea una estrategia muy sólida. Finalmente, como se vio, puede ser ridiculizada fácilmente.

Las perspectivas invocadas por el partido favorable a la caza presentan más poder estratégico. Todos ellos se relacionan a la esfera del pensamiento de aquellos que se oponen a la caza del zorro. La mayoría de ellos puede suponerse que son amantes de la vida salvaje y la naturaleza en general: loa cazadores de zorros se presentan como guardianes de la naturaleza. Los oponentes se pueden suponer que piensan en la inequidad social: el retrato de los pro caza por parte de los oponentes se refiere a ellos como causantes de la división de ‘las dos naciones’. Los oponentes puede suponerse que son los protagonistas de la libertad: los favorables a las cacerías se presentan en la misma dirección. Señalando a los oponentes, los pro caza responden más estratégicamente a las demandas del auditorio.

8. Perspectivas retóricas de presentar los movimientos de confrontación.

El tercer nivel de la estrategia confrontacional es la de la presentación verbal. Ambos partidos hacen uso de varias herramientas estilísticas para reforzar sus puntos de vista acerca de la diferencia sobre la audiencia, más notablemente la creación y empleo de imágenes apelativas. La imagen más prominente entre los favorables a la caza es la imagen de la opresión que se muestra para presentar al lobby de los anti caza como gente que avanza sobre los derechos individuales. William Hague explícitamente señala: “Yo no voy de caza pero defiendo el derecho de la gente de hacerlo. Pienso que la libertad es importante aun si es impopular”. En una carta al editor, Marie Herbert de Brightlingsea, Colchester, hace la siguiente y pertinente objeción: “¿Por qué a una minoría debería permitírsele perdonar en el pasado lo que es repugnante para la mayoría?”

Otra imagen creada por el partido de los pro caza es la de la resurrección justificada. Mr. Heseltine promete pelear el proyecto anti caza “en cada nivel” en el Parlamento. Lady Mallalieu dice que el gobierno no ha sido elegido “para criminalizar a cientos y miles de nuestros ciudadanos decentes y respetuosos de la ley. Espero que no estemos en la víspera de la batalla. No queremos un combate. Pero si la hay, el estilo urbano peleará y ganará”.

Un tercer instrumento empleado por los pro caza es la creación de una imagen bucólica de paz del estilo de vida urbano necesitado de protección. Como lo dice Michael Heseltine: “El proyecto propuesto es una opción viciosa sobre una tradición atesorada de la vida rural”. El mismo papel de señalador del estilo urbano resuena en el juicio acerca de la marcha convergente en Hyde Park: “Esta iniciativa se presenta como una respuesta a la frustración y concierne a los sentidos de la gente de la ciudad contra las amenazas de la gente urbana y sus trabajos por políticos y gente de la urbe a través del prejuicio, la ignorancia y el descrédito de la representación rural”.

La opción estilística hecha en estas contribuciones al debate están enteramente de acuerdo con las imágenes patéticas recién discutidas. La cita anterior mostró a Lady Mallalieu con un estilo similar al de Churchill.

El inventario de ejemplos muestra que los que debaten tienden a presentar las diferencias de opinión en un sentido particular. Para poder comprender qué es estratégico en esta presentación, el analista necesita familiarizarse con las herramientas del estilo convencional y sus efectos como se reconoce en el estudio de la retórica. Además, necesita conocer acerca de las formas de las presentaciones particulares que pueden promover las chances de alcanzar un resultado favorable en la confrontación para un participante y así favorecer las posibilidades de ganar un debate.

9. Conclusión.

La maniobra estratégica funciona mejor cuando la influencia retórica que se sostiene en cada uno de estos tres niveles se piensa para converger. En la discusión de la caza de zorros, las estrategias del partido pro caza de selección del tema a ser discutido, llevando este tema a una audiencia con una perspectiva orientada y epitomizándolo en ciertas imágenes y frases, son sistemáticamente fundidas. El elemento que los vincula es el tesoro del pasado. Se refiere a un tema tradicional, en una nación, en un distrito rural no destruido, con perspectivas de vida rural y libres, y celebradas con un gran estilo apropiado a un gran pasado. Más que desplegar una maniobra estratégica, el partido favorable a la caza desplegó una genuina estrategia retórica.

Referencias
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Rorty, R. (1997). Gevangenen van het eigen taalgebruik [Prisoners of language use]. Interview by Cecilia Petit in Filosofie Magazine 6 (6), 20-21.
Wenzel, J.W. (1990). Three perspectives on argument: rhetoric, dialectic, logic. In: R. Trapp & J. Schuetz (eds.), Perspecti-ves on Argumentation. Essays in the Honor of Wayne Brockriede (pp. 9-26). Illinois: Waveland Press.
Zulick, M. (1997). Generative rhetoric and public argument: a classical approach. In: Argumentation and Advocacy 33, 109-119.




[1] Traducción de Roberto Marafioti

viernes, 29 de junio de 2012

1° CUATRIMESTRE 2012 NOTAS EXAMEN PARCIAL TEÓRICO COMISIÓN GRIMBERG

BETORLI, VERONICA 14434778 6


BUSTOS GABRIEL 28234057 AUS


CARAIAGA, ROCIO 33708200 4


CERCAMONDI, IVANA 34818733 5


FERNANDEZ, LAURA 34133041 5


FUGGETTA YANINA 29762195 5


GAÑEZ ARIADNA 33300799 1


GOMBA, LILIANA ELSA 10784466 AUS


GOMEZ, ADRIAN 26653411 1


HAROTUNIAN, GUSTAVO 27787933 2


INSERRATO, ANDREA 28076986 9


IOVINE, PATRICIA 18597221 4


MARTINELLI BERIAS, MARLINA 34930107 6


METETIERI, SABRINA 29316709 AUS


MORAWSKI, IVÁN 30870055 7


NUÑEZ, Mª CRISTINA 20881267 2


PALAVECINO, SEBASTIAN 33555823 2


PASSI, TANEL NOELY 33401050 2


PEREZ, A. VANESA 30614046 2


PORTAS, LIDIA 13765191 4


ROJAS, MARISOL 26116526 6


ROVINA, DANIELA 34072886 7


SANCHEZ GISELE CAROLINA 34461585 1


SANCHEZ NAGURNY, LUCÍA 34792024 7


SILVERO, EMILIANO 25631497 2


TELLEZ TEJADA, NOELIA 28042954 2


URQUIZA, DAMÍAN 27464598 2


VAZQUEZ, SILVINA 32094894 AUS


VILLANUEVA, VICTORIA 35055461 5


ZAFFERANO, DANIEL 33341847 6

martes, 10 de abril de 2012

Charles S. Peirce sobre Comunicación. Jurguen HABERMAS.

en Textos y contextos, Ariel, Madrid, 1996.

Peirce opinaba que todos los signos son fragmentos de un texto superior no descifrado y que esperan que se los interprete.
Peirce no habla a menudo de comunicación. Esto es sorprendente ya que está convencido de la estructura lingüística del pensamiento. “Toda evolución del pensamiento debería ser dialógica” (4.551).
Todo signo exige dos cuasi – conciencias (cuasi-minds): “un cuasi usuario y un cuasi interprete, y aunque ambos son uno (una sola mente) en el signo mismo, tienen que ser distintos. En el signo están como soldados”.
Peirce habla de una cuasi conciencia porque quiere abordar la interpretación de los signos en términos más abstractos, desligándola del modelo de comunicación lingüística entre hablantes y oyentes e incluso de la base del cerebro humano. Pensemos en las operaciones de la inteligencia artificial o en las formas de funcionamiento del código genético. Peirce pensaba en el trabajo de las abejas y en los cristales pero también se puede pensar en las operaciones de inteligencia artificial o en la forma de funcionamiento del código genético.
Trata el proceso de comunicación en términos tan abstractos que la relación comunicativa entre hablantes y oyentes desaparece y la relación entre signo e intérprete puede agotarse sin residuos en la llamada “relación con el interpretante”. Por “interpretante” entiende la imagen o impresión que el signo provoca en el espíritu de un intérprete. Esta intención explica la posición de Peirce en una carta a lady Welby de 1908 donde dice: “Defino un signo como cualquier cosa que esté determinada por otra llamada su objeto, y que determina un efecto sobre una persona, ese efecto lo llamaremos interpretante, de suerte que el último viene así inmediatamente determinado por el primero. Mi inserción de “sobre una persona” tiene por objeto ganarme la benevolencia del lector pues desespero de hacer entender mi propia concepción más amplia”.
En otra carta de 1909 avisa que el análisis no debe limitarse a la economía sígnica del lenguaje humano y a la gramática del lenguaje humano, ni mucho menos de una determinada lengua. El título “gramática especulativa” anuncia el ambicioso proyecto de una semiótica general que se extienda al universo de todos los signos. El concepto de signo se concebirá de modo que se adapte por igual a los signos naturales y convencionales, a los signos prelingüísticos y lingüísticos, a las oraciones y a los textos, a los actos de habla y a los diálogos.
Tal semiótica tiene como punto de partida el signo elemental, pero al estudiar las propiedades, funciones, posibilidades de interpretación y reglas de transformación del signo particular debe subrayar todos los elementos constitutivos de los signos comunicativamente empleados y de sus enlaces gramaticales. A tal fin, no basta con una consideración de tipo lingüístico (por ejemplo, la consideración estructuralista de Saussure).
En cambio, la perspectiva del lógico tiene la ventaja de enfocar las expresiones tanto bajo el aspecto de su posible verdad como de su comunicabilidad. Así, una oración asertórica, bajo el aspecto de su susceptibilidad de verdad, guarda una relación epistémica con algo en el mundo: representa un estado de cosas; bajo el aspecto de su empleo en un acto de comunicación guarda simultáneamente relación con una posible interpretación por un usuario del lenguaje, es decir, resulta apta para la transmisión de una información.
Lo que en el plano del lenguaje proporcionalmente articulado se diferencia así en una relación epistémica con el mundo y en una relación comunicativa con el intérprete, Peirce lo advierte en el plano del signo elemental, distinguiendo dos relaciones: la de “estar por” y la de “estar para” (standing for… y standing to…).
PEIRCE integra la función expositiva del signo (standing for) con su interpretabilidad (standing to) del siguiente modo: el signo determina su interpretante conforme a la relación en que él mismo está con el objeto que él representa. Como signo cuenta todo lo que lleva a otra cosa (sus interpretantes) a referirse a un objeto en la forma en que él mismo se refiere a él. Sólo en virtud de esta relación triádica puede el signo representar un objeto.
Lo que el signo representa permanece indeterminado, por tanto, al hablar aquí de objeto no podemos contar de antemano con un objeto identificable ni mucho menos con un estado de cosas. Pero no debe perderse de vista la circunstancia de que PEIRCE para explicar la función expositiva del signo, por rudimentario que pueda ser lo representado, no recurre a la relación diádica de un “estar por otra cosa”. Para poder cumplir la función expositiva el signo tiene que ser a la vez interpretable: “una cosa no puede estar por algo sin estar para algo por algo”.
“El signo no puede establecer la relación epistémica con algo en el mundo si no se dirige a la vez a un espíritu interpretante, es decir, si no pudiera emplearse comunicativamente. Sin comunicabilidad no hay representación.
La relación epistémica del signo con algo en el mundo no se aísla de la relación comunicativa con una posible interpretación. Pero simultáneamente, PEIRCE insiste en una anonimización del proceso de interpretación, del que borra al intérprete. Y tras borrar así al intérprete, sólo quedan corrientes de secuencias despersonalizadas de signos en las que cada signo se relaciona como intérprete con el que le precede y como interpretandum con el que sigue.
Esta versión tan abstracta tiene la ventaja de no restringir de antemano la semiosis a la comunicación lingüística, sino de dejarla abierta a otras especificaciones. Pero se plantea la cuestión de si el concepto de signo dejará efectivamente abiertas las especificaciones que son menester para la etapa de comunicación que representa el lenguaje proposicionalmente diferenciado, o si no ocurre que más bien las prejuzga.
PEIRCE persigue algo así como la génesis lógica de los procesos de los signos. Para ello parte de las estructuras complejas del lenguaje, para tratar de acercarse tentativamente a formas más primitivas, por vía de determinaciones privativas. PEIRCE habla de un proceso de “degeneración”. En tal procedimiento sólo pueden abstraerse aquellos aspectos de la etapa semiótica superior para los que, en la correspondiente etapa semiótica inferior, no quepa encontrar formas previas que les sean constitutivas. Entre esos aspectos, PEIRCE cuenta las relaciones intersubjetivas entre hablante y oyente y las correspondientes perspectivas del participante de primera y de segunda persona.
Piensa que la estructura semiótica básica puede también aclararse sin que sea menester recurrir a formas previas de la intersubjetividad. Por lo menos interrumpe sus análisis lógico - semióticos allí donde entran en juego las perspectivas de hablante y oyente.
¿Qué consideraciones podrían haber llevado a PEIRCE a prescindir de los aspectos intersubjetivos del proceso que el signo representa? Defenderé la tesis de que PEIRCE no puede definir la relación del signo con el interpretante con independencia de las condiciones del entendimiento intersubjetivo, por rudimentarias que estas condiciones sean. Y no puede hacerlo mientras se haya de explicar el concepto básico de la representación mediada por signos con ayuda de sus conceptos semióticos de verdad y realidad, pues éstos remiten a su vez a la idea regulativa de una comunidad de investigadores que opera bajo condiciones ideales. Considero necesario una semiótica planteada en términos intersubjetivistas.
Explicaré esta tesis en cuatro pasos.
1. Recordaré la crítica que en los años ‘60 y ‘70 hace a la filosofía de la conciencia.
2. Los dos problemas que se siguen de la transformación semiótica que PEIRCE efectúa de la doctrina kantiana del conocimiento.
3. Las soluciones propuestas quedan bajo la premisa de procesos de aprendizaje orientados, la cual admite una lectura débil y, por cierto, en términos intersubjetivistas, pero PEIRCE prefiere a esa interpretación una interpretación fuerte, estructurada en términos cosmológicos.
4. La teoría de la evolución natural tiene para la semiótica consecuencias indeseables; conduce a un concepto platónico de persona, definido en términos privativos, que es difícil poner en conocimiento con nuestras mejores intuiciones.

1. (Crítica a la filosofía de la conciencia). Ese tercer mundo de las formas simbólicas que media entre el mundo interno y el mundo externo se abre por la doble vía de la experiencia religiosa y de la investigación lógica. “La religión no es algo dentro de nosotros y, sin embargo, tampoco es algo fuera de nosotros, sino que más bien guarda con nosotros una tercera relación, la de existir en nuestra comunión con otro ser” (108). Mientras que para el Peirce trascendentalista queda en primer plano esa fuerza de unir sin coerciones que caracteriza a la comunicación, para el Peirce especialista en lógica, lo decisivo es otra cosa, la idea de que “todo pensamiento es una palabra no expresada”.
En su primera lección en Harvard, Peirce realiza antes que Frege y Husserl, una aguda crítica del psicologismo. La lógica no tiene nada que ver con procesos internos o con hechos de conciencia, sino que consiste en operar con signos y con propiedades que están realizadas en las expresiones simbólicas mismas. Las propiedades lógicas “pertenecen a lo que está escrito en el encerado, por lo menos tanto como a nuestros pensamientos”.
Peirce no extrae de esto un platonismo del significado. Pues todo símbolo remite de por sí a interpretaciones posibles, es decir, a una indeterminada cantidad de reproducciones de su contenido semántico dentro del tiempo. Los símbolos al igual que los signos, en general, son aquello que significan, sólo en relación con otros signos y estas relaciones sólo pueden a su vez actualizarse con ayuda de operaciones que por su parte se extienden en el tiempo. La transformación de expresiones simbólicas exige tiempo. Por eso el mundo de las formas simbólicas guarda una relación interna con el tiempo. PEIRCE aprendió con Hegel que “el pensamiento cae en el tiempo”. Pero en su discusión con Kant, Peirce no se ocupa de este tema desde la perspectiva de una temporalización del espíritu. Antes lo que le interesa es la permanencia que la corriente de conciencia cobra al convertirse en espíritu encarnado en símbolos.
Con el título de “Sobre el tiempo y el pensamiento” estudia cómo el flujo de nuestras vivencias puede cobrar la continuidad y cohesión de sentimientos, deseos y percepciones que comunican unos con otros. El puro sucederse de vivencias distintas, separadas, de las cuales cada una que es absolutamente presente en puntos temporales diversos, no podría explicar cómo las ideas pueden venir determinadas, es decir, configuradas, por ideas precedentes conforme a una regla. También las ideas pasadas tendrían, por así decir, que quedar fijadas en el espíritu para poder quedar así compuestas y articuladas con las ideas que le siguen. La clave para la explicación de esta “reproducción” por la que vendría posibilitado el “reconocimiento” la ofrece la interpretación semiótica de la conciencia. Si los conocimientos son signos, pueden producirse cuantas réplicas se quiera y transformarse en otros conocimientos. “Así el carácter intelectual de las creencias por lo menos es dependiente del pasaje de un signo a otro”. Su fuerza constitutiva de continuidad la deben los signos a esa referencia al tiempo que, con referencia al pasado en lo que se refiere al objeto y - con referencia al futuro en lo que se refiere al interpretante - les es inmanente.
Con la transformación semiótica de la teoría kantiana del conocimiento se abren el camino para una filosofía crítica de la conciencia que provoca un giro planteado en términos de pragmática del lenguaje. La arquitectura de la filosofía de la conciencia venía determinada por la relación sujeto - objeto, que se interpretaba como representación. En el paradigma del pensamiento representativo el mundo objetivo es concebido como la totalidad de los objetos representables y el mundo subjetivo como la esfera de nuestras representaciones de objetos posibles. El acceso a esa esfera de interioridad lo abre la relación consigo mismo del sujeto de las representaciones (o la autoconciencia), es decir, la representación de las representaciones que nos acontece tener de los objetos. Peirce destruye esta arquitectónica al reinterpretar en términos semióticos el concepto básico de “representación”: de la relación diádica de la representación resulta la relación triádica de la exposición mediada por signos.
En forma explícita esa exposición se presenta como una proposición que representa un estado de cosas. Con ello parece como si la perspectiva psicológica sólo quedase sustituida por una perspectiva semántica; el lugar de la relación sujeto - objeto lo ocupa la relación entre lenguaje y mundo.
Pero surge una primera complicación. Una proposición predicativa simple se refiere a un objeto singular en el mundo, pero le atribuye una determinación que sólo encuentra expresión en un predicado o en un concepto universal de suerte que no queda claro si más si ese universal pertenece al mundo o pertenece al lenguaje.
Más interesante es otra complicación. El signo proposicional no sólo hace referencia a un objeto, sino que remite a una comunidad de interpretación. La exposición de un hecho se sirve de una oración asertórica que puede ser verdadera o falsa pero la exposición misma es un acto de afirmación con el que el hablante entabla frente a un destinatario una pretensión de verdad susceptible de discutirse.
La fuerza ilocucionaria la cobra una afirmación porque el hablante (por lo menos implícitamente) ofrece una razón o argumento, mediante el que trata de obtener el asentimiento de su destinatario. Por eso se dirá más tarde que todo enunciado es la forma rudimentaria de un argumento. En el paradigma de la filosofía de la conciencia la verdad de un juicio se hace depender de la certeza del sujeto de que su representación corresponde al objeto. En cambio, tras el giro pragmático la verdad de un signo proposicional necesita demostrarse por la referencia de ese signo al objeto y ello a la vez mediante razones y puedan ser aceptadas por una comunidad de interpretación. En el nuevo paradigma, el papel del sujeto no lo asume el lenguaje sino la comunicación mediada por argumentos de quienes se ponen a hablar entre sí para entenderse sobre algo en el mundo. El sitio de la subjetividad pasa a ser ocupado por una práctica intersubjetiva de entendimiento que genera de por sí secuencias infinitas de signos e interpretaciones. Esta concepción surge de una crítica demoledora del paradigma de la filosofía de la conciencia. En esa crítica seguía por los seis puntos de vista siguientes:
a. la crítica metodológica se endereza contra la introspección, la cual seguía por evidencias privadas acerca de supuestos hechos de la conciencia sin poder distinguir entre apariencia y realidad sobre la base de criterios susceptibles de comprobación. En cambio las expresiones simbólicas y los complejos de signos representan hechos accesibles para todos cuya interpretación queda expuesta a la crítica pública. No cabe apelar a un particular en vez de a la comunidad de investigadores (community of investigators) como última instancia en lo que se refiere a enjuiciamiento.
b. La crítica epistemológica se dirige contra el intuicionismo que afirma que nuestros juicios se componen de elementos inmediatamente dados o de ideas o datos sensoriales absolutamente ciertos. Pero ocurre que ninguna vivencia por elemental que sea, puede alcanzar su objeto sin mediación simbólica. En un proceso de experiencia que por principio es discursivo no puede haber ningún inicio absoluto. Todas las cogniciones, sean conscientes o no, están lógicamente determinadas por conocimientos previos.
c. De ello se sigue la crítica a una teoría que en términos fundamentalistas, toma a la autoconciencia como punto de partida. En realidad sólo concluimos acerca de un mundo interno de estados mentales y de sucesos psíquicos a partir de nuestro saber de hechos externos. La hipótesis de un sí mismo se impone mediante la experiencia del error cuando una opinión tenida en principio por verdadera resulta ser simplemente “subjetiva”.
d. La crítica a la construcción kantiana de una “cosa en sí” se dirige contra un fenomenalismo que, al concebir el pensamiento representativo conforme al modelo del espejo, cae en la tentación de suponer una realidad oculta tras los fenómenos, al igual que el espejo, también la realidad habría de tener un reverso que escapa a lo que en el espejo queda reflejado. Efectivamente, la realidad impone a nuestro conocimiento restricciones, pero sólo en la forma de que desmiente falsas opiniones tan pronto como nuestras interpretaciones fracasan al hacerle frente. Pero de ello no se sigue que la realidad pudiera escapar a mejores interpretaciones. Antes real es aquello y sólo aquello que puede convertirse en contenido de representaciones verdaderas.
e. La duda sobre la duda cartesiana se dirige contra la concepción de un sujeto sin mundo que se enfrentaría al mundo en conjunto. La conciencia individual no constituye una mónada encapsulada en sí misma, que pudiera asegurarse de un golpe de de la totalidad del ente, distanciándose de todo mediante una duda supuestamente radical. Antes todo sujeto se encuentra ya siempre en el contexto de un mundo que le resulta familiar. Este trasfondo masivo de convicciones no puede ponerlo escépticamente en cuestión a voluntad y en conjunto. Una duda hueca, abstracta no puede representar conmoción alguna para las autoevidencias que integran el mundo de la vida; por otra parte no hay nada que en principio pueda quedar cerrado a la corrosión de la duda real.
f. Finalmente, Peirce apunta contra el privilegio de que es objeto el sujeto cognoscente sobre el sujeto agente. Nuestras convicciones están entretejidas con nuestras prácticas. “Una creencia que nunca es base de ninguna actuación deja de ser una creencia”. Así el espíritu situado encuentra una encarnación en el medio simbólico del lenguaje al tiempo que en el medio simbólico de la praxis. El pensamiento articulado en una elocución queda reconectado con la acción y la experiencia a través de la opinión del espíritu interpretante. Todo miembro de esta cadena ofrece una estructura triádica que explica la función representativa de los signos, y por lo tanto, es él mismo del tipo de un signo.

2. Pero también esta filosofía de la conciencia semióticamente transformada se ve alcanzada por las viejas cuestiones epistemológicas. ¿Cómo es posible la objetividad de la experiencia si el espíritu semióticamente encarnado se ve atrapado en el círculo mágico de los discursos y las prácticas y permanece encadenado por la cadena de significantes? PEIRCE destruye dos dogmas: el mito de lo inmediatamente dado y la ilusión de la verdad como certeza de nuestras representaciones. Pero se ve confrontado con la cuestión de si, en lugar de los dogmas del empirismo corriente, no se ha limitado a introducir un empirismo de segundo orden, un empirismo renovado en el nivel de los sistemas de signos, pasar por detrás de los cuales nos resultaría tan imposible como pasar por detrás de los primeros principios o de los hechos últimos. Es en la respuesta de estas dos preguntas donde Peirce demuestra su originalidad. En rigor son tres respuestas innovadoras que propone:
• la teoría de los signos presimbólicos;
• la doctrina de las conclusiones sintéticas y
• la idea regulativa de un consenso último o de una opinión final (ultimate agreement or final opinion).

• ¿Cómo es posible la objetividad de la experiencia? Por un lado el contacto entre signo y realidad se establecerá a través de la experiencia, por otro, esta experiencia queda absorbida en un continuo de procesos mediados por signos. Tiene que demostrar cómo las cadenas de signos que a través de las operaciones de inferencia lógica pueden proseguirse sin fin, pueden sin embargo abrirse a la realidad. Tiene que demostrar la posibilidad de un anclaje de las cadenas de signos en la realidad.
El punto de partida para la solución propuesta lo constituye la estructura de la oración predicativa simple como forma semiótica de juicios de percepción. La proposición se compone de dos elementos de los que uno, la expresión de sujeto, es decir el sujeto de la oración, establece la referencia al objeto, mientras que el otro contiene la determinación predicativa de ese objeto. A partir de ahí desarrolla una distinción entre existencia y realidad. La relación diádica, entre el término referencial y su objeto es una relación existencial que refleja el surgimiento de una confrontación con la realidad, pero no es esa realidad misma. El estado de cosas real sólo viene representado por la oración completa.
La primera jugada en la génesis lógica de la proposición es la conocida distinción entre símbolo, índice e icono. También con independencia de los signos representadores, es decir, de los símbolos susceptibles de verdad (es decir, las proposiciones), hay signos que están en una relación denotativa o en una relación de semejanza con los correspondientes aspectos de la realidad. De ello se concluye que la expresión de sujeto y predicado han de articularse formando oraciones para poder cumplir una función expositiva explícita, descansan genéticamente sobre una capa más vieja de signos índices e íconos que ya de por sí hacen referencia a un objeto y que pueden encontrar interpretante.
A este primer paso en la arqueología de los símbolos lingüísticos sigue la ampliación de la esfera de los signos simbólicos y no simbólicos, pero todavía convencionales, que hasta ahora hemos considerado con tres clases de signos no - convencionales o naturales. Mientras los argumentos, proposiciones y términos, así como los índices y representaciones icónica que aparecen autónomamente, guardan una relación convencional con sus objetos, las señales y los signos expresivos que Peirce introduce como “sinsignos” o cualisignos dependen de un nexo causal o de similitudes de forma y configuración. Más tarde volvió a diferenciar esta clase de signos una vez más pero sin llegar a un último sistema de ellos.
Las raíces del árbol semiótico de las oraciones predicativas simples se ramifica sin fin, llegando hasta una profundidad en la que, por lo menos por el momento, escapan a ojo de esa reconstrucción que procede en términos privativos.
• Esta consideración apoya la pretensión de objetividad de la experiencia mostrando que las fases iniciales de nuestra experiencia antepredicativa escapan al control de una elaboración consciente, es decir, de una elaboración explícitamente discursiva; son algo que se nos impone.
Estos aportes elementales de información, dotados de evidencia sensible, que PEIRCE llama “percepts” no por ello son menos falibles que los juicios de percepción que se obtienen de ellos. Ellos mismos pueden desempeñar el papel de “premisas primeras”, también ellos se deben a aquellos casos límites de inferencias abductivas, que nos sobrevienen como evidencias instantáneas y que, por tanto, se limitan a ocultar ante nosotros su falibilidad. “Si el precepto o juicio perceptual fuera de una naturaleza enteramente ajena a la abducción, uno podría esperar, que el percepto se encontrase enteramente libre de cualquiera de esos caracteres que son propiamente interpretaciones, mientras que es difícil que pueda dejar de tener tales caracteres”.
Ciertamente tales perceptos y juicios perceptivos que transitan una y otra vez a través de las exclusas de la praxis convirtiéndose así en habituales, pueden convertirse en el contexto incuestionado que representa la trama de certezas propias del mundo de la vida. Ninguna de estas convicciones adquiridas en la práctica está de por sí protegida contra una posible problematización, pues el contacto con la realidad establecido a través de la acción ofrece sólo para el caso de fracasos, es decir, de experiencias negativas, un buen criterio para la evaluación de las opiniones “invertidas” en los planes de acción.
Pero si la objetividad de la experiencia no puede asegurarse por una base indubitable, queda la esperanza de conseguir un método que garantice la verdad en la adquisición de conocimientos y en su comprobación racional. Como núcleo de tal racionalidad procedimental, PEIRCE considera las reglas del pensamiento inferencial. Esta lógica utens la reconstruyó en forma de una teoría de los juicios sintéticos.
La circulación entre formación de hipótesis, generalización inductiva, deducción y nueva formación de hipótesis sólo pone en perspectiva una elaboración autocorrectiva y un aumento acumulativo del saber, si se maneja correctamente la abducción. El silogismo abductivo es el único elemento propiamente ampliador del conocimiento, pero a la vez está bien lejos de resultar vinculante. Para la inducción él cree poder demostrar a través de consideraciones atinentes a teorías de la probabilidad que “a largo plazo” se puede confiar en ellas. Pero sólo una formulación racional de hipótesis podría cerrar el círculo de generalización inductiva y deducción.
La cuestión de cómo es posible la objetividad de la experiencia se plantea entonces como la cuestión de cómo puede explicarse el hecho cuasi trascendental de procesos generales de aprendizaje. O bien la teoría de los juicios sintéticos necesite una fundamentación objetiva en la realidad, de suerte que pueda mostrarse cómo la naturaleza misma dirige nuestra formación de hipótesis. A esta alternativa vuelve el Peirce tardío. O bien la carga de la prueba, que la experiencia y el pensamiento inferencial no son capaces de soportar solos, ha de distribuirse y desplazarse hacia un miembro más en la cadena de los procesos semiótico a saber, a la argumentación. La discusión es algo que él consideró siempre como “piedra de toque de la verdad” (Kant): “Sobre la mayoría de los asuntos por lo menos, la experiencia suficiente, la discusión y el razonamiento llevarán a los hombres a un acuerdo”. Y por discusión no entiende PEIRCE una competencia en la que una de las partes trata de imponerse retóricamente a la otra, sino una búsqueda cooperativa de la verdad a través del intercambio público de argumentos. Sólo así puede servir la discusión de “test de comprobación dialéctica”.
• El que la racionalidad procedimental operante en la práctica cotidiana y metodologizada en la ciencia sólo pudo desplegarse bajo las condiciones de discursos racionales es algo que en “La fijación de la creencia” empieza fundamentando en términos históricos, contra el poder de la costumbre, contra el control del pensamiento y contra un apriorismo que no parece consistir sino en una realización de deseos, en la modernidad se ha impuesto la autoridad racional de un aprendizaje dirigido por la experiencia y mediado por la discusión y la argumentación. Pero el hecho de que la elaboración inferencial de la información dependa de un intercambio público y no coercitivo de argumentos, es algo que merece una explicación más allá de las referencias históricas. Esto se explica a partir de la propia estructura triádica del signo la circunstancia de que el proceso de conocimiento mediado por signos sólo puede funcionar bajo tales condiciones operativas.
Un signo sólo puede cumplir su función expositiva estableciendo una relación con el mundo intersubjetivo de los intérpretes a la vez que una relación con el mundo objetivo de las entidades. Por eso la objetividad de la experiencia no es posible sin la intersubjetividad del entendimiento. Este argumento puede reconstruirse en cuatro pasos:

1. En una lejana analogía con el argumento de Wittgenstein del lenguaje privado, PEIRCE acentúa la conexión interna entre experiencia privada y comunicación pública. La experiencia tiene siempre algo de privado porque cada uno dispone de un acceso privilegiado a sus propias vivencias, pero al mismo tiempo el carácter sígnico de estas vivencias remite más allá de los límites de la subjetividad. Un signo expresa algo general al representar algo. Por eso no puede encontrar ningún interpretante que estuviese en exclusiva posesión de una conciencia individual. De esta participación transubjetiva en interpretantes se torna consciente el individuo en el instante en que, en confrontación con el otro, se percata de estar en un error.

2. Esta confrontación de opiniones adoptará la forma racional de una argumentación porque en esta forma de comunicación también puede hacerse explícito lo que ya está implícito en toda proposición. La fuerza ilocucionaria del acto de afirmación significa que el hablante hace a un destinatario la oferta de apoyar su enunciado mediante un argumento. PEIRCE dice: de desarrollar un argumento partir de la proposición. El discurso racional en el que un proponente defiende pretensiones de validez frente a las objeciones de oponentes es la forma reflexivamente desarrollada del proceso semiótico general.


3. Como las reglas de la inferencia sintética no garantizan de por sí resultados concluyentes, no podrían proyectarse sobre el plano semántico como si se tratase de un algoritmo, la elaboración argumentativa de informaciones cobrará la forma de una práctica intersubjetiva. Ciertamente, en la argumentación, los posicionamientos positivos o negativos de los participantes se regularán exclusivamente mediante buenas razones, sólo que la decisión acerca de qué deba contar con una “buena razón” habrá de tomarse en la propia discusión. No hay ninguna instancia superior que el asentimiento de los otros producidos dentro del discurso y, por tanto, racional en cuanto obtenido dentro del discurso.

4. Ciertamente, la objetividad del conocimiento no puede depender del asentimiento de un número contingente de participantes y, por tanto, del asentimiento de ningún grupo particular. En otros contextos, pueden producirse mejores argumentos que desmientan lo aquí y ahora tenido por verdadero. Con el concepto de realidad, a la que necesariamente se refiere toda exposición, presuponemos algo trascendente. A esta referencia es a lo que puede dar aceptabilidad racional de una elocución mientras nos movamos dentro de una comunidad particular de lenguaje o de una forma particular de vida. Pero como no podemos salir de la esfera del lenguaje y de la argumentación, la referencia a la realidad, realidad que no se agota en “existencia”, sólo puede establecerse de forma que proyectemos una “trascendencia desde dentro”. A ello sirve el concepto contrafáctico de opinión final o de un consenso alcanzado en condiciones ideales. La aceptabilidad racional y con ello la verdad de una afirmación, la hace depender de un acuerdo que pudiera alcanzarse bajo las condiciones de comunicación de una comunidad de investigadores idealmente ampliada en el espacio social y en el tiempo histórico. Si entendemos la realidad como suma de todas las afirmaciones verdaderas en este sentido, puede tenerse en cuenta su trascendencia sin necesidad abandonar la conexión entre objetividad del conocimiento e intersubjetividad del entendimiento. “Lo real es aquello en lo que, tarde o temprano, la información y el razonamiento acabarán en definitiva resultando y, por tanto, es independiente de las veleidades tuyas o mías. Por tanto, el origen mismo del concepto de realidad muestra que este concepto implica esencialmente la noción de una comunidad sin límites definidos y capaz de un indefinido aumento del conocimiento”.

3. De este modelo semiótico de conocimiento se sigue la imagen de un proceso de interpretación racionalmente controlado en el que hombres y palabras se educan mutuamente. El mundo de los hombres, semióticamente estructurado, se reproduce y desarrolla a través del medio que representan los signos.
En uno de los polos la experiencia y la acción orientada a la obtención de fines aseguran un contacto con la realidad mediado por signos: “los elementos de todo concepto entra en el pensamiento lógico por la puerta de la percepción y hacen su salida por la puerta de la acción enderezada a un fin”.
En el otro polo el intercambio de los argumentos se produce siempre respecto a, y anticipando, condiciones de una comunicación ideal contrafácticamente presupuestas. En este polo los procesos de aprendizaje controlados por los problemas que van surgiendo, que se han estado moviendo de forma más o menos espontánea entre ambos polos conforme a las reglas de la inferencia sintética, se han vuelto reflexivos. Esos procesos de aprendizaje han sido tomados a cargo por una comunidad de investigadores que conscientemente se controla a sí misma. Ésta está obligada a una lógica “cuya esencial finalidad es comprobar la verdad por medio de la razón”. La experiencia y la argumentación guardan entre sí la relación de tensión que se da entre lo privado y lo público. Acción cotidiana y argumentación guardan entre sí la relación de tensión que se da entre certezas de sentido común y conciencia de falibilidad radical.
Tanto el sentido común como la ciencia operan con la suposición de una realidad independiente. Pero aquello que en nuestra praxis consideramos irrebasable e indubitable tiene el estatuto de una certeza precrítica aún cuando de ningún modo resulte de antemano inmune a las objeciones. En el ámbito del saber argumentativamente comprobado nos hemos tornado conscientes de la falibilidad de cualquier evidencia. Para atribuirnos, sin embargo, la verdad, necesitamos del punto de referencia compensatorio que representa la opinión final. Verdaderas son sólo aquellas afirmaciones que en el horizonte de una comunidad indefinida de comunicación volverían a confirmarse una y otra vez.

De esta comprensión semiótica del conocimiento, la realidad y la verdad, se siguen consecuencias para los conceptos de signo e interpretación. Hasta aquí hemos partido de que el signo consigue ejercer su efecto en el espíritu del intérprete, de que el interpretante reproduce en cierto modo el objeto representado por el signo. En una interpretación estricta esto significaría que “una representación es algo que produce otra representación del mismo objeto y que en esta segunda representación interpretante la primera representación es representada como representando a un objeto. Esta segunda representación debe tener a su modo una representación interpretante y así hasta el infinito, de modo que el proceso representación nunca llegaría a estar completo”. Sin embargo, este regreso infinito sólo se produciría si el proceso de interpretación se cerrara circularmente sobre sí mismo sin una estimulación continua desde fuera y sin la elaboración discursiva. Pero esta descripción sólo se acomoda a la fase inicial en la que le interpretante provocado antes de toda experiencia actual se refiere a ese “objeto inmediato” que es inmanente al signo como significado suyo. El empleo fáctico del signo en una determinada situación exige un interpretante que se refiera al “objeto dinámico” en un horizonte específico de experiencia. Este objeto es externo al signo y exige de los intérpretes experiencia sensible y experiencia práctica, conocimiento del contexto, así como elaboración discursiva de informaciones. Tampoco en eso se agota la interpretación de un signo, al tener esa interpretación por meta una representación explícita, es decir, una representación susceptible de verdad, anticipa la posibilidad de un interpretante definitivo. Y este se refiere al objeto, tal como se mostraría a la luz de un consenso ideal, a un objeto final. Sólo la orientación por la verdad hace justicia al sentido de las expresiones simbólicas que “representan” algo en el sentido de que los intérpretes pueden servirse de ellas para entenderse sobre algo en el mundo. Entender, entendimiento y conocimiento son conceptos cada uno de los cuales hace recíproca referencia a los demás.
La interpretación de los signos está entretejida con la interpretación de la realidad; sólo así cobra la corriente de interpretaciones una dirección. El texto original de la naturaleza no se desmorona en el torbellino de significantes. La estructura del primer signo lleva ya escrita la finalidad de una exposición adecuada y completa de la realidad. Sin embargo, se sigue una consecuencia que preocupó a PEIRCE desde el inicio: al cabo los procesos de aprendizaje, precisamente por esa estructura semiótica, no pueden salirse del círculo de los signos que interpretamos. Al cabo los límites de nuestro lenguaje se convierten en los límites del mundo.
Este círculo semiótico se cierra más implacablemente aún si ampliamos con aspectos lingüísticos los análisis lógicos acerca del lenguaje. Entonces se ve que en los casos límites la abducción lograda presupone un cambio innovador del lenguaje mismo, a saber, de la perspectiva de nuestra visión del mundo. En casos extremos nos damos de bruces con los límites de nuestra comprensión; y las interpretaciones que vano trabajan con problemas en los que nuestra interpretación da con sus límites quedan empantanadas. Sólo se ponen otra vez en movimiento cuando los hechos conocidos se muestran de otra manera a la luz de un nuevo vocabulario, de suerte que problemas que habían tocado fondo pueden plantearse de forma enteramente nueva y desde perspectivas mucho más prometedoras. Esta función de apertura del mundo que tienen los signos fue algo que PEIRCE pasó por alto.
Pero esto no significa que la fuerza universalizadora que tienen los procesos de aprendizaje hubiera de quebrarse necesariamente en los límites de un lenguaje particular o de una forma concreta de vida. Todas las lenguas son porosas y todo aspecto del mundo nuevamente abierto se queda en una proyección vacía mientras su fecundidad no se acredite en procesos de aprendizaje que esa nueva manera de ver el mundo haga posibles. Pero esta relación entre constitución lingüística del mundo y solución intramundana de problemas no hace sino iluminar de forma mucho más neta la cuestión que inquietaba a Peirce.
Si los límites de la semiosis significan los límites del mundo, entonces el sistema de los signos y la comunicación entre los usuarios de signos pasan a ocupar una posición trascendental. En la estructura del lenguaje, en la que los sujetos se representan la realidad, no se refleja la estructura de la realidad misma. Estas consecuencias nominalistas que Peirce combatió durante toda su vida sólo parecen poder evitarse si el círculo semiótico no sólo abarcase el mundo de los sujetos capaces de lenguaje y de acción, sino que abarcase a la naturaleza en conjunto, a la naturaleza misma y no sólo a nuestras interpretaciones de la naturaleza. Sólo entonces el topos clásico del “libro de la naturaleza” perdería su carácter metafórico y todo fenómeno natural se transformaría, si no en una letra, sí por lo menos en un signo que determina la secuencia de sus interpretantes. Y en esa fantasía creadora de hipótesis que opera en toda abducción lograda, no haría sino emerger en el plano de la conciencia aquello que en la evolución natural estaba ya previamente pensado. Las inferencias sintéticas recibirían así un fundamento in re.
Pero este idealismo semiótico exige una naturalización de la semiosis. El precio que Peirce paga por ello es la anonimización y despersonalización de ese espíritu en el que los signos provocan sus interpretantes. Este es el lastre de metafísico con el que el Peirce posterior carga su semiótica.
El gran aporte de la semiótica es la ampliación del mundo de las formas simbólicas por encima de las formas lingüísticas de expresión. Nuestro lenguaje proposicionalmente diferenciado, no sólo lo puso en contraste con los lenguajes de señales, Peirce no sólo analizó esas especies de índices e íconos intencionalmente empleadas, que alcanza la autonomía por debajo del nivel de los signos lingüísticos. Mostró cómo interpretamos, como si de signos lingüísticos se tratase, indicios causales y gestos expresivos espontáneos, así como similitudes morfológicas con las que nos encontramos. Con ello abrió al análisis semiótico nuevos ámbitos, por ejemplo, el mundo de signos extraverbales en cuyo contexto está inserta nuestra comunicación lingüística; las formas estéticas de exposición y las formas expresivas de las artes no proposicionales. Finalmente, el desciframiento abductivo de un mundo social simbólicamente estructurado, del que se nutre nuestra práctica comunicativa cotidiana.
El mundo de la vida, que de por sí viene estructurado simbólicamente, constituye una red de contextos implícitos de sentido, que se sedimentan en signos no lingüísticos, pero accesibles a la interpretación lingüística. Las situaciones, en las que los participantes en la interacción se orientan, están saturadas de pistas, guiños y rastros delatores, a la vez vienen marcadas por rasgos estilísticos y caracteres expresivos, intuitivamente aprehensibles, que reflejan el “espíritu” de una sociedad, la “tintura” de una época, la “fisonomía” de una ciudad o de una clase social. Si se aplica la semiótica de Peirce a esta espera producida por los hombres, pero de ninguna manera dominada por ellos con voluntad y conciencia, resulta también claro que el desciframiento de los contextos implícitos de sentido, es decir la comprensión del sentido, es un modo de experiencia: la experiencia es experiencia comunicativa.
Y si tenemos en cuenta este caso paradigmático de una plétora de sentido no articulada lingüísticamente, que se objetiva en signos presimbólicos, en signos de carácter preconvencional, tanto más clara resulta una circunstancia, a saber, aun cuando los signos naturales carecen de autores que le den un significado, sólo pueden encontrar un significado para intérpretes que sean capaces de hablar. ¿Cómo podrían encontrar sus interpretantes si no hubiera intérpretes que pudieran disputar con razones acerca de la interpretación de esos signos? Pero precisamente esto exigiría un idealismo semiótico que proyectase la semiosis dentro de la naturaleza y supusiese que el proceso de formación de nuevos hábitos de comportamiento, controlado y regido por la interpretación de signos, se extendiese más allá del mundo humano, a los animales, las plantas y los minerales.

4. Peirce estaba convencido de que “de ninguna manera el hábito es exclusivamente un hecho mental. Empíricamente encontramos que algunas plantas tienen hábito. La corriente de agua que secaba ella misma un lecho está desarrollando un hábito”.
Una naturaleza que se desarrolla en forma de un proceso semiótico abre los ojos y se convierten participante virtual de la conversación practicada entre los hombres. Este pensamiento extrae su capacidad de estimulación de la idea de que podemos llegar a conversar con la naturaleza y soltar la lengua de las criaturas no redimidas. Entonces, como Marx pensaba, a la naturalización del hombre correspondería una humanización de la naturaleza. Pero de la versión romántica que Peirce da de esta herencia de la mística judía y protestante, de la filosofía romántica de la naturaleza y del trascendentalismo, se sigue otra consecuencia completamente distinta: el lenguaje de los hombres, al quedar absorbido en ese contexto de comunicación omniabarcante, perdería precisamente aquello que le es específico. Es lo que se hace patente en ese concepto de persona, el cual todo lo que convierte a la persona en un individuo sólo logra determinarlo en términos negativos a partir de la diferencia con lo universal, a saber, a partir de la distancia del error respecto de la verdad y del alejamiento de la comunidad en que el egoísta se sitúa. Lo individual es lo meramente subjetivo y egoísta. “El hombre individual, al no manifestarse su existencia separada sino por la ignorancia y el error, en tanto que es alguna cosa aparte de sus congéneres, o de lo que él o ellos deben ser, no es más que una negación”.
Así también en el antiplatónico Peirce acaba imponiéndose la peor herencia del platonismo. El realismo de los universales, que Peirce pone en movimiento, convierte a la evolución cósmica en portadora de una indetenible tendencia a la universalización, de una tendencia a cada vez más organización y cada vez más control consciente. La consecuencia que estoy considerando no se sigue de por sí del realismo de los universales, sino sólo de una versión semiótica de lo universal como una representación mediada por signos, así como de la interpretación de la evolución como proceso de aprendizaje. Ambas cosas sólo dejan ya ver por un solo lado la comunicación en la que se impone esa tendencia a la universalización: esa comunicación no puede considerarse como entendimiento entre yo y otro sobre algo en el mundo; antes el entendimiento existe solamente a causa de la representación y de una representación cada vez más completa de la realidad. Este privilegio de que es aquí objeto la referencia que el signo representativo guarda con el mundo, frente a la referencia que el signo comunicable hace a los intérpretes, determina que el intérprete pase a un segundo plano frente al interpretante. Y esto le resulta al último Peirce tanto más plausible porque así la doctrina de las inferencias sintéticas recibe una fundamentación en las leyes de la evolución natural. Si los procesos de aprendizaje de la especie humana no hacen sino proseguir en forma reflexiva los de la naturaleza, entonces pierde también fuerza y valor propio la argumentación, es decir, aquello que uno tiene que decir a otro, pierde también fuerza y valor propio la fuerza de convicción del mejor argumento. Lo que la argumentación podría aportar por sí misma, a saber, la unificación no coercitiva entre individuos que tratan de aclararse unos con otros, confrontando sus opiniones diversas, sucumbe a la fuerza niveladora de un universalismo que empuja hacia arriba mediante inferencia a partir de la realidad mis. La pluralidad de voces del entendimiento intersubjetivo se convierte en un mero epifenómeno.
Es interesante que Peirce sólo puede representar el entendimiento de un intérprete con otro recurriendo a una función emocional entre yo y tú: “Cuando comunico mis pensamientos y mis sentimientos a un amigo con quien estoy en plena simpatía, de modo que mis pensamientos pasan a él y yo soy consciente de lo que él siente, ¿no estoy viviendo en su cerebro al mismo tiempo que en el mío y ello en el sentido más literal?”
Así, la universalización de un consenso no sólo significa la disolución de contradicciones sino también la extinción de la individualidad de aquellos que pueden mutuamente contradecirse, su desaparición en una representación colectiva. Peirce entiende la identidad del individuo, al igual que Durkheim, como imagen simétrica de la solidaridad mecánica de un grupo: “Así el alma del hombre es una determinación especial del alma genérica de la familia, la clase, la nación, la raza a la que pertenece”. Sólo G. H. Mead, un pragmático de la segunda generación, entendería el lenguaje como el medio que “socializa” a quien actúa comunicativamente, en la medida en que a la vez le restituye individualidad. Las identidades colectivas de familia, clase y nación guardan una relación de complementariedad con la identidad del individuo. La identidad personal no puede quedar suprimida y superada en la colectiva mediante generalización. Yo y el otro sólo pueden concordar en una interpretación y compartir las mismas ideas en la medida en que no vulneren las condiciones de la comunicación lingüística y mantengan una relación intersubjetiva que los obliga a adoptar entre sí la relación de una primera persona o una segunda persona. Pero esto significa que cada uno de ellos ha de distinguirse de su destinatario como ambos en primera persona del plural buen distinguirse en común de los otros como terceras personas. En cambio, la medida en que la dimensión de la posibilidad de contradicción se cierra, la comunicación lingüística se encoge hasta reducirse a una especie de comunión que ya no necesita del lenguaje como medio del entendimiento.
Peirce hizo en una ocasión a los que hegelianos la objeción de que pasaban por alto el momento de la dualidad que se expresa en la resistencia externa de los objetos existentes. Pero él pasa por alto ese momento de dualidad que la comunicación se nos pone de manifiesto como contradicción y diferencia, como la peculiar forma de ser y comportarse de otro individuo. Pero esa individualidad, cuando se trata de un gran filósofo, puede también expresarse en su filosofía. En este sentido está en su razón Peirce cuando señala: “Cada hombre tiene su propio carácter peculiar. Este carácter entra en todo lo que hace, pero en cuanto que entra en todo su conocimiento, se trata de un conocimiento de las cosas en general. Es, por tanto, la filosofía del individuo, su manera de ver las cosas, la que constituye su individualidad”.